Amistad eterna

Foto por Marian Ramsey

Ahora no sólo somos amigas, sino también hermanas

Por Sara Trejo de Hernández

Estaba desolada, mi amada amiga Cynthia se iba a estudiar a Estados Unidos y no sabía si volvería a verla. 

La conocí en mi último año de preparatoria. Aunque era algo callada siempre fue muy amable conmigo. Su hermana, Sally, también asistía a la misma escuela, pero estaba en otro grado. De todas formas, las tres nos hicimos buenas amigas.

Como Cynthia vivía cerca de la prepa me invitó a su casa en varias ocasiones, y me presentó a sus demás hermanos: Raquel y Juan David, y a sus papás. Cuando su mami me vio por primera vez, me dijo: «¡Bienvenida!». Nunca antes me habían recibido de esa manera. Esta palabra, sin duda, reflejaba cómo me hacían sentir. 

En otra oportunidad que estuve allí, Raquel, su hermana mayor supo que ese día era mi cumpleaños. Subió muy rápido a su dormitorio y bajó con un precioso dije en forma de corazón, el cual me obsequió. Cada miembro de la familia era muy especial en su trato conmigo.

Siempre que llegábamos de la escuela a su casa, Cynthia preparaba unos panes con mantequilla y mermelada de zarzamora, ¡eran deliciosos! Hasta ese momento yo nunca había comido mermelada de ese sabor y me encantó. Mi relación con ella enriqueció mi vida y amplió mi mundo. 

También era muy bonito ver la dinámica de su hogar. Su mami, una mujer seria, pero muy tierna y además súper trabajadora, tenía siempre lista la comida para la familia. 

Una vez me quedé a dormir allí. Esa noche, a la hora de la cena, la mamá puso a Sally en sus piernas y la arrulló, le cantó una canción de cuna, que era muy divertida. Fue una escena muy graciosa porque Sally casi era del tamaño de su mami. 

Raquel preparó el postre y sus papis le dijeron: «Ya te puedes casar». Juan David, como el más pequeño de edad, pero no de tamaño, cargaba a Cynthia y la hacía girar. Su papi era muy amable y gracioso, tenía anécdotas que nos mantenían boquiabiertos. Eran momentos llenos de cariño, risas y una paz especial. 

En la escuela los compañeros criticaban a Cynthia porque confesaba con mucha firmeza su fe en Dios. En esa época estaba de moda ser ateo y marxista, por lo que una afirmación así, no era bien aceptada. A pesar de eso todos la admiraban y respetaban por ser responsable, inteligente y siempre dispuesta a colaborar en los trabajos en equipo.

Las declaraciones de Cynthia sobre su fe, me hacían sentir avergonzada, porque yo también creía en la existencia de Dios, pero no me atrevía a mencionarlo. Pensaba, ¿qué era lo que le daba esa fuerza para ser tan fiel a lo que creía?

Una vez, la mamá de Cynthia me habló del Evangelio y de aceptar a Jesús, pero no entendí nada. Lo que me quedó claro fue que entre los católicos y los evangélicos había una importante diferencia. Después comprendí que ellos tenían una relación personal con Jesucristo, y eso era lo que los hacía tan amorosos y llenos de convicción.

Al concluir la prepa mi amada amiga se iría a Estados Unidos a cursar la Universidad. Sentía como si mi pequeño mundo se desmoronara. Habíamos compartido tantas cosas en ese año, que ya la extrañaba incluso antes de que se fuera. 

Cuando se marchó estuve muy triste. Como entonces sólo podíamos comunicarnos por correo postal (no existía el internet ni el WhatsApp), nos escribíamos a menudo. 

Luego de su partida entré a la facultad de Ciencias de la comunicación, en la UNAM. Allí conocí a una chica que me habló del Evangelio y después de un tiempo acepté a Jesucristo como mi Salvador. Estaba muy emocionada de lo que me había ocurrido y quería que todo el mundo lo supiera. Así que llamé a la mamá de Cynthia para contarle de mi decisión y ella a su vez le escribió a mi amiga. 

Pasaron unas semanas y recibí una carta, en la que Cynthia me decía: «Mi mamá me escribió y me contó que aceptaste a Jesús como tu Señor. Me da muchísimo gusto. Y sabes, ahora no sólo somos amigas, sino hermanas y aunque no volviéramos a vernos en esta tierra, nos veremos en el cielo». Al leer esta preciosa carta lloré y lloré; sin embargo, esas palabras me llenaron de esperanza. 

Nuestra amistad continuó por muchos años. Cada vez que venía a México, me llamaban su hermana o su mami y me invitaban a ir al aeropuerto a recogerla. 

Cuando Cynthia terminó la carrera se casó con un ecuatoriano y vivió allá. Después se fue como misionera a España, con su esposo y sus hijos. Estando allí descubrió que tenía cáncer, por lo que regresó a Ecuador en donde la trataron. 

Su confianza en el Señor y su humor eran admirables. En una de sus cartas me escribió: «Ahora soy vampira, no puedo salir al sol, a causa de mi quimio». Con el tratamiento logró vencer al cáncer y estuvo diez años más con su familia. Sin embargo el cáncer volvió y en esa segunda ocasión, el Señor la llevó a su presencia. 

Es raro que aunque esta separación era más definitiva, que cuando se fue a estudiar fuera del país, no me sentí desolada. Encontré consuelo en lo que un día me escribió: «nos veremos en el cielo». Y gracias a Dios, así será.


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