Serie: Dignas de imitar. Poeta y compositora

El dolor de la infancia puede hacer que te alejes de Dios o mires al cielo. ¿Cómo reaccionas ante las pruebas?

Por Keila Ochoa Harris

Frances Ridley Havergal nació en 1836 en Worcestershire, Inglaterra. Era hija de un ministro anglicano y su primera esposa. Cuando tenía doce años, su mamá murió y su hermana mayor, Miriam, se casó y se mudó lejos. Eso la dejó muy triste. 

Pero precisamente ese dolor haría que Frances, a quien decían Fanny, mirar al cielo. 

Frances había crecido en una familia religiosa. Su padre predicaba sermones cada domingo, sin embargo, Frances tenía muchas dudas y miedos. 

Ella estaba segura de la existencia de Dios; no lo dudaba en lo más mínimo. También deseaba con desesperación ser cristiana, pero no estaba segura de cómo lograrlo. Por lo mismo, reconocía su condición pecadora, lo que la entristecía aún más. Ella escribió: 

«Anhelaba con todo el alma ser feliz y ser cristiana, pero no sabía cómo. Pensaba que se alcanzaba orando mucho; y rezaba tanto que empecé a pensar que no servía de nada… Sobre portarme bien, eso se me figuraba a tratar de salir de arenas movedizas. Entre más luchaba por ser buena, más me hundía». 

A los trece años, acudió a un internado, donde otras sesenta muchachas estudiaban. La directora, la señora Teed, era una mujer cristiana de bondadosa alma, quien oraba con fervor por sus pupilas. Frances veía cómo sus compañeras de clase empezaban a confiar en Jesús, pero ella aún se encontraba confundida. 

Entonces, en febrero de 1851, la señorita Caroline Cooke, una amiga de la familia, y su futura madrastra, habló con ella. 

—Fanny, ¿por qué no confías en Jesús de una vez por todas? Si Jesús viniera ahora mismo en las nubes, ¿le confiarías tu alma? 

Así que a los catorce años, Frances encontró a Jesús y comenzó una vida de servicio que duraría largos años. Frances creció y se convirtió en una joven atractiva y risueña, pero nunca se casó. Se dedicó a enseñar en la Escuela Dominical y dio clases para jovencitas cuatro veces a la semana. 

Escribió mucho, desde artículos hasta poemas, al tiempo que cuidaba de sus sobrinos. Siempre estuvo ocupada. Entonces llegó un momento importante en su vida. 

Visitó Alemania en 1858, y cansada y triste miró la pintura de Jesús en la cruz con una leyenda que decía: «Yo hice todo esto por ti; ¿qué has hecho tú por mí?» De inmediato compuso un poema, que tiró al fuego, pero el papel saltó de las llamas sin haberse quemado, así que lo guardó. Frances no sabía que se convertiría en su primer himno compuesto, que hoy dice así: 

Del trono celestial al mundo descendí:

Sed, hambre padecí cual mísero mortal.

Y todo fue por ti; ¿qué has hecho tú por mí? 

Mi sangre derramé; y en mi agonía cruel

Bebí vinagre e hiel; mi lecho una cruz fue.

Y todo fue por ti; ¿qué sufres tú por mí? 

Su himno más famoso lo compuso después de una visita de cinco días a la casa Areley. Allí se encontraban diez cristianos, pero no muy felices. Ella le pidió a Dios que ninguno de ellos se fuera sin una bendición. Y así sucedió, pues Frances se encontraba tan feliz que escribió: 

Que mi vida entera esté consagrada a ti, Señor,

Que mis labios sirvan ya, al impulso de tu amor. 

Guárdame, Señor, por tu bondad;

Límpiame de toda mi maldad.

Traigo a ti mi vida para ser, Señor,

Tuya por la eternidad. 

Frances murió a los cuarenta y dos años en la casa de su hermana. Pidió que ningún adorno funerario fuera negro, sino que todo fuera blanco. 

¿Has consagrado tu vida al Señor?


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