Corazón misionero

Foto por Abigail Eager

Foto por Abigail Eager

Serie: Discípulas de Jesús

Por Graciela Rozas

Andrea exhaló un suspiro como para darse aliento, se puso su mochila al hombro  y descendió del autobús. Sintió que comenzaba para ella una nueva aventura y, aunque no sabía muy bien qué le esperaba, estaba segura de que Dios la había llamado. 

Metió la mano en su bolsillo y sacó la libretita donde había anotado las indicaciones para llegar al campamento. Al ver la dedicatoria de la primera página, sonrió. 

«A mi hermanamiga, para que recuerde que mi corazón la acompaña adonde nuestro Señor la lleve. Simonne».

Era muy extraño enfrentar esta semana sin ella. Todos las conocían como «las hermanitas inseparables», «dos en una» o «Timón y Pumba»; algunos hasta pensaban que eran mellizas, aunque Andrea fuera un año menor. Es verdad que en apariencia eran muy similares, pero sus temperamentos eran como el día y la noche. 

Simonne, radiante de entusiasmo; Andrea, cautelosa y pausada. Simonne, desbordando risas y palabras; Andrea, tímida y callada. Simonne, siempre segura de sí misma, había elegido su carrera y terminado con éxito su primer año en la universidad; Andrea, en cambio, aún no había decidido qué quería estudiar. Simonne cantaba en el grupo musical de la iglesia, dirigía estudios bíblicos, lideraba a los adolescentes; Andrea tenía pavor de estar frente al público al grado que, por miedo a fallar, se había negado a contarle una historia a los niños un domingo en que la maestra estaba enferma. 

Sin embargo, fue Andrea la primera que se animó a frecuentar ese grupo de jóvenes, por invitación de una compañera. Y desde las reuniones iniciales se enamoró de todo corazón de ese Jesús que le presentaron, que la conocía y la comprendía, que borró sus errores y rencores ocultos, y que la amaba tanto que dio su vida por ella. Fue ella quien al tiempo llevó a Simonne y, desde hacía cuatro años, conocer al Salvador había llenado de luz a su familia y cambiado todo el ambiente de su hogar. 

Desde entonces las unía no solamente el ser hermanas, sino el Señor de sus vidas y el deseo de darlo a conocer. Pero sus caminos iban tomando rumbos diferentes. Simonne se había involucrado con grupos de estudio bíblico en la universidad. Andrea sentía que la Misión la empujaba a caminar calles de tierra, a conocer pueblos lejanos y a volar fuera de su seguridad. Por eso se había inscrito en este Campamento Misionero. ¿Le hablaría Dios allí?

Se sintió desencantada cuando la asignaron al grupo que trabajaría con niños. Esperaba involucrarse en algo más «importante». ¿Serviría de algo evangelizar a los niños? ¿Qué respuesta podrían dar ellos a Jesús? Ella anhelaba ser como su hermana, llegar a los jóvenes, saber cómo hablarles y mostrarles sus razones en la Biblia. Pero... ¿niños? En fin, no estaba allí para cuestionar, así que se dispuso a pasar la semana de la mejor manera posible.

La líder les presentó entusiasmada el desafío: harían una «Hora Feliz» (Programa evangelístico para niños, que puede realizarse al aire libre, en plazas, o en hogares) en la plaza del pueblo, con juegos, canciones e historias bíblicas. 

—¿Alguien sabe tocar algún instrumento? —preguntó. Luego un silencio. ¡Nadie tenía una guitarra, un pandero ni una triste flauta! —No importa, usaremos nuestras palmas —animó con la gran sonrisa que no se le despegaba del rostro. Pero todos sintieron que al programa le faltaría algo de vida.

Después de dos días de capacitación y preparativos, por fin llegó la tarde en que saldrían a poner en práctica lo aprendido. No podían negar que todos estaban un poco nerviosos. Mientras iban caminando, con globos y banderas que llamaban la atención, se les iban uniendo todos los chiquilines que jugaban por las calles. 

Al llegar a la plaza, ya había un buen número de niños y no tan niños alborotados, expectantes por ver de qué se trataba todo aquello. Los más pequeños se unieron entusiasmados a los juegos y, cuando los maestros los invitaron a sentarse para cantar, formaron un círculo sobre el pasto, dispuestos a ver cómo seguía el programa. 

Pero los más grandecitos no iban a cooperar tan fácilmente. Varios se treparon a los árboles y comenzaron a arrojar pequeños frutos hacia donde estaban sentados los demás. Otros comenzaron a jugar a la pelota cerca del grupo, haciendo que casualmente cayera entre los niños sentados, a cada rato. 

Tres más, desde un banco cercano, hablaban y se reían en voz alta, burlándose de las canciones que dos maestras trataban de enseñar, sin demasiado éxito. Uno de ellos tenía un hermanito más pequeño, de unos seis o siete años, al que no dejaba unirse al grupo pero que trataba de prestar atención desde su lugar. Su carita redonda y sus brillantes ojitos negros despertaban ternura.

Andrea se acercó y sonriendo se sentó junto a él. Le guiñó el ojo y, cuando el niño le respondió el gesto, sintió que un hilo de simpatía los unía. Escucharon juntos la historia que un maestro trató de contar, alzándose por sobre el griterío de los muchachitos que los rodeaban. 

Los dibujos que iba desplegando mostraban una ladera verde y una multitud sentada. Luego, un niño trayendo una canasta con algunos panes y peces. Jesús orando con la mirada al cielo. La gente recibiendo el alimento y comiendo con alegría. Con cada nueva lámina que aparecía, el pequeño amiguito miraba a Andrea y le sonreía, como diciendo que disfrutaba lo poco que se oía de la historia.

Cuando terminó el programa, por fin Andrea se sintió en libertad de conversar con su nuevo amiguito.

—¡Hola! Yo soy Andrea. ¿Cómo te llamas?

—Dany.

—¿Te gustó la historia? —le preguntó. El niño asintió tímidamente con la cabeza.

—¡Qué lindo cómo Jesús se preocupó por la gente! ¿No te parece? —intentó seguir la conversación—. ¿Conoces algo más acerca de Jesús? —Su amiguito negó, nuevamente solo con el gesto. Andrea expresó una rápida oración en su interior: «Señor, enséñame cómo hablarle de Ti»

Asombrada fue sintiendo cómo las palabras, sencillas y dulces, iban brotando de sus labios. Le contó cómo Jesús amaba y se preocupaba por los niños, aun cuando en esa época no eran tomados en cuenta y hasta sus discípulos habían querido echarlos fuera con malos modos.

—A mí también me tratan mal a veces… —comentó Dany con un hilo de voz. Andrea sintió muchos deseos de abrazarlo, pero dejó que siguiera contando lo que su corazón cargaba. Mientras lo escuchaba sentía que, como una flor nueva, se iba abriendo el amor de Dios por los niños en su interior.

Entonces le contó que Jesús se preocupaba también por él. Que cuando estuvo en este mundo, lo maltrataron y lo mataron, aunque por ser Dios nunca había hecho nada malo, para sufrir el castigo que nos toca a cada uno por nuestras peleas, mentiras y desobediencias. Que volvió a vivir y subió al cielo, pero prometió estar siempre con los que creen en Él. 

—¿Te gustaría hablar con Dios y decirle que crees en Jesús, y que quieres que limpie tus pecados y te haga su hijo?

Esta vez el pequeño dijo que sí con voz firme. Con emoción Andrea lo guió en una sencilla oración. Al abrir los ojos, le pareció que su mirada brillaba con una chispa nueva.

—¿Van a venir mañana de nuevo? —preguntó anhelante.

—¡Claro! —Andrea ya deseaba que fuera el día siguiente. —Volveremos para seguir contándote sobre Jesús.

—¿Puedo traer mi güiro 1? 

—Sí, puedes traer a todos tus amigos —respondió, pensando que era el apodo de algún compañerito.

El grupo volvió al lugar del campamento, bastante abrumado por lo dificultoso que había resultado todo. Comentaban desanimados que esos muchachitos molestos no dejaban escuchar a los demás, que los perros correteaban, que sin instrumentos las canciones no sonaban bien, entre otras cosas.

—Pero un niño creyó en Jesús y lo recibió como Salvador —contó Andrea y su relato levantó el ánimo de todos. Terminaron la noche cantando alabanzas y se dispusieron a prepararse mejor para el siguiente día. Se prometieron orar por los muchachitos que molestaban, para que cambiaran de actitud. Sin embargo, el reclamo secreto de todos era: —Señor, sin instrumentos, ¿cómo animaremos a los niños a unirse y cantar?

Al día siguiente trataron de renovar los ánimos y al llegar a la plaza comenzaron a acomodar banderines y globos para recibir a los niños. De pronto, una bulliciosa caravana se acercó por la calle de tierra, alborotando la calma de la soleada tarde.Al frente iba Dany, haciendo un gracioso sonido rítmico al raspar con un palito una calabaza hueca surcada de finas canaletas. Detrás le seguían su hermano y todos los muchachitos traviesos del día anterior, tocando tambores de distintos tamaños, redoblantes, panderos, maracas y silbatos. La algarabía musical iba creciendo con un ritmo carnavalesco que espantó a los maestros. 

«¡Han venido a impedir que podamos hacer la Hora Feliz!», fue el primer pensamiento que se les cruzó a todos. Pero el desfile paró y se silenció al llegar a la plaza. Todos sus integrantes les sonrieron expectantes, como esperando una felicitación.

Andrea se acercó a Dany y, sin saber muy bien qué decir, le preguntó: 

—Eeeh… ¿qué es esto?

—Este —respondió el niño levantando la calabaza— es mi güiro. Y junto con ellos —dijo haciendo un amplio gesto que abarcó a todos los «ex vándalos» —trajimos nuestra batucada 2, para que hoy cantemos con música. ¡Queremos ayudarlos!

La maestra encargada de las canciones casi sufre un ataque de nervios, pero los demás la convencieron de darle lugar a los nuevos voluntarios del equipo. ¿No habían orado por esos chicos, para que se acercaran a escuchar la Palabra de Dios? ¿No habían pedido a Dios por instrumentos musicales cuando parecía algo imposible de encontrar? 

Nunca hubo un grupo tan animado como aquel cantando en una Hora Feliz. Las dulces melodías de los cantos cristianos estallaron en ritmos que los maestros no imaginaron ni en sus peores pesadillas. Pero más y más niños se fueron acercando al alegre son de la batucada y, cuando con mucho esfuerzo lograron que silenciaran los instrumentos para escuchar la historia bíblica, la Palabra de Dios también vibró por toda la plaza y llegó a cada corazón.

Sentada sobre el pasto al lado de su amigo Dany, Andrea levantó su mirada al cielo e imaginó a Dios estallando en carcajadas al recordar la sorpresa que les había dado. 

«¡Señor, sí que tienes sentido del humor!» pensó, mientras se le dibujaba una enorme sonrisa.

De vuelta en casa, cuando al fin pudo reencontrarse con Simonne y contarle todos los detalles de su aventura misionera, su hermana reflexionó:

—Andrea, si hace siglos Jesús pudo usar a un niño para alimentar a la multitud, multiplicando los pocos panes y peces que traía, ¡cómo nos vamos a asombrar de que también usara a uno, en tu Hora Feliz, para multiplicar la pobre música que ustedes tenían! 

Y ella, sorprendida, reconoció en su corazón ese cosquilleo que la inquietaba; ese deseo de salir a buscar más niños para Cristo.

Andrés fue uno de los primeros seguidores de Jesús, y aunque quizás no se destacaba en público, mostró siempre un corazón sensible al llevar a otros al Salvador. Él fue quien se lo presentó a su hermano Simón Pedro y quien encontró al niño que entregó su merienda a Jesús para alimentar a la multitud. Tú también puedes tener el gozo de ser usada por Dios para que otros lleguen al Salvador. 

Algunos términos que tal vez no conozcas:

1 Güiro: Instrumento de percusión originario de Latinoamérica, formado por una calabaza larga y hueca con crestas que producen un sonido cuando se las raspa con un palo de madera.

2 Batucada: Música popular de origen afrobrasileño, que se caracteriza por un ritmo muy marcado y repetitivo, acompañado por instrumentos de percusión y danza. También se denomina así a los grupos que las ejecutan.


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