El brazalete dorado
Serie Discípulas de Jesús
Por Juliana Morillo
A paso lento, pero con la firme decisión de que debía salir para buscar un horizonte mejor, Juana se despidió de su madre y hermanos, les pidió su bendición, y se ajustó la mochila, donde llevaba cosas básicas para su larga travesía.
Con el corazón desgarrado y lágrimas en los ojos, se unió al grupo de caminantes que partía de madrugada, para atravesar la frontera. Todos, conscientes de los peligros que enfrentarían, hicieron una oración juntos, por protección.
Juana recordaría después, que fue la decisión más dura de toda su vida: tener que abandonar a su madre enferma, a sus hambreados hermanitos menores, a su tierra y todo lo conocido, sin saber qué le esperaba o si alguna vez regresaría. Duro, ¡muy duro!
Iniciando la marcha con el grupo, suspiró:
«¡Ya han sido demasiadas pruebas! … luchando siempre aquí para ayudar a mi familia. Esta situación desesperada, de escaso alimento, un clima infernal, tener que cuidarnos del Covid, ¡y ahora estos huracanes que nos dejan sin casa, sin cosechas, y sin mis dos primos! No tengo aliento para nada más; pero… hay que sacar fuerzas de donde no las tengo, a ver si en algún lado tengo suerte ¡y pronto!, para ganar algo y enviarlo a mi mamá».
Juana era trigueña, de cabellos negros trenzados; una joven alegre, impetuosa y de carácter recio. La apodaban Centella porque hacía frente a las dificultades con valentía, sin darse por vencida. ¡Pero esta situación la quebraba!
Manteniéndose al ritmo de los migrantes, Juana volvió su mirada al puerto ya lejano. Los barcos dispersos le recordaron cómo desde niña había aprendido el oficio de su padre en ese pequeño pueblo de pescadores. Salía a pescar con los mayores, y siempre, sin salir muy lejos, conseguían abundancia de peces. Les iba bien.
Pero un día comenzaron a llegar barcos de arrastre extranjeros que no respetaban las zonas de pesca y se llevaban todo. ¡Llegó un momento en que no capturaban nada! Y recordó cómo entonces, la familia probó la agricultura, pero el clima no les ayudaba: se había vuelto impredecible. Casi no llovía, y lo sembrado nunca prosperaba.
Juana no tenía nada que perder. Sentía que ya lo había perdido todo, excepto a su familia que la necesitaba. Escaseaba la comida y su mami enferma requería atención y medicamentos. No dejaba de pensar en ¡lo injusto que era tener que abandonar todo lo conocido! ¡Ardía en ira!
El cansancio de todo un día de sol y caminata ya comenzaba a hacer mella. Llevaban doce horas de camino, casi sin descanso. La meta era llegar lo antes posible a la frontera. Al paso, recibían miradas temerosas o denigrantes, de sospecha o indiferencia y, a veces, miradas compasivas de transeúntes con quienes se cruzaban.
Los caminantes miraban con ansias los puestos repletos de comida, dispersos a lo largo de la carretera; pero, ni un gesto de solidaridad, de querer compartir ni una bebida. Había que rogar por agua, hasta que alguna persona compasiva les permitiera llenar sus botellas.
Desde los vehículos que pasaban presurosos, escuchaban: «¡Váyanse del país, holgazanes! ¡buenos para nada!», y otras expresiones denigrantes que daría pena repetir. Pero sabían que esto no era nada, otros ya les habían advertido cómo sería esta travesía: con retenes militares, golpizas, humillaciones, los pies ensangrentados después de días de caminata, la gente al paso, inmisericorde. Violaciones, abusos, retorno forzado.
El grupo era grande, incluyendo a mujeres con niños, y a adolescentes que viajaban solos. Se dividieron en grupos pequeños para seguir el difícil trayecto por entre campos y praderas. En uno o dos días, cruzarían el río. ¿Se encontrarían quizás al otro lado del río? ¿Quizás no?
En el grupo de Juana había siete mujeres: dos adolescentes, otra joven como ella, y una madre con dos hijas pequeñas. Una noche de luna iluminaba su camino. Encontraron un lugar cubierto, bajo árboles, donde descansar. Nadie las molestó en la noche, pero de madrugada, unos militares armados las descubrieron.
Sabiendo que eran migrantes, les apuntaron con sus armas y, con ojos obscenos, amenazaron con llevarlas al cuartel. Juana sabía qué estaban pidiendo. Sacó de un bolsillo escondido unos billetes que consideró serían suficientes para satisfacerlos. Mirando alrededor, ellos aceptaron el dinero y siguieron su camino.
Entre cantos de gallos y perros amenazantes de fincas vecinas, intentando callar los llantos de las pequeñas, reiniciaron su camino. Las piernas les temblaban. ¿Qué si las delataban? Avanzaban lentamente, escondiéndose entre matorrales cada vez que veían a alguna persona.
A la tarde siguiente, ¡llegaron por fin a la orilla del ancho y caudaloso río! Con el poco dinero que llevaban, contrataron una pequeña balsa para cruzar. Y así, un poco temerosas, confiaron sus vidas al rudo conductor de la barca, quien hábilmente las guió hasta la orilla opuesta.
Exhaustas, pero agradecidas de llegar al otro lado del río, planeaban qué ruta seguir. Pero algo curioso distrajo su atención: una joven campesina, con falda y cabello largo, les hizo señas y apuntó hacia una choza cercana.
«Vengan, les ayudamos a las niñas y les damos una merienda», les dijo.
Sin saber si era una trampa, o si debían confiar, su hambre las llevó a aceptar la invitación. En la choza, un poco escondidos, los recibió un grupo de personas alegres, ofreciéndoles refrescos y fruta, y unas empanadas. ¡Qué alivio! Había dónde lavarse e ir al baño en privado, lo cual las mujeres especialmente agradecieron. Eran, decían, miembros de una iglesia y aunque se veían bastante pobres compartían lo que tenían, solidarizándose con los caminantes.
Antes de partir, una de las señoras entregó a cada viajera un brazalete dorado:
«¿Sabes leer? Ah, bien. Entonces llévenlo para el camino».
Juana leyó con curiosidad el mensaje inscrito: «Traten a los demás como a ustedes les gustaría que ellos los traten. Lucas 6:31»
Había leído esto antes, alguna vez, de pequeña, quizás en una iglesia, pero las palabras de Jesús adquirían nuevo sentido considerando los diferentes tratos de personas hacia ellos como migrantes. ¡Las palabras reconfortantes, la comida y el amor sencillo de este grupo servirían para acompañarlas y animarlas durante el largo trayecto que tenían por delante! Estiró el brazalete, y se lo colocó sobre la muñeca.
Tras once días de largo y tortuoso camino entre pueblo y pueblo en el país vecino, y apelando a la buena voluntad de uno que otro, Juana llegó por fin a la capital. El dolor de los pies, el cansancio extremo, su apariencia desgreñada, ¡nada le robaría la satisfacción de haber logrado su objetivo!
Con ánimo, sacó las instrucciones para llegar a un parque donde le habían dicho podría asearse y descansar más segura. Caminó como una hora, observando cada detalle de las ruidosas calles, y finalmente, al llegar, se sentó en una banca del parque.
«¡Gracias, Señor! ¡Llegué! Ahora, ¡a buscar trabajo! Necesito dinero para comer, y para enviar a mamá ¡Lo necesitan pronto!. Pero, ¿por dónde comienzo?».
...
Cerca del parque donde se resguardó Juana las primeras noches de su estadía en la ciudad, conversaban animadamente en un salón de té, dos jóvenes amigas. Habían sido inseparables desde que se conocieron en la iglesia durante la infancia, y se reunían al menos una vez cada semana para estudiar o platicar después de la jornada escolar.
Hoy estaban absortas, mirando a un grupo de personas, aparentemente migrantes, que estaban sentadas en las bancas del parque. ¡Había como veinte! Una de ellas, trigueña, muy delgada, y de cabello negro trenzado, les llamó especialmente la atención.
—¡Nos están invadiendo, Susi! Y me da temor. ¡Son unos perezosos! No hacen sino pedir limosna con sus hijos, y son un peligro. Con cualquier descuido, nos roban. ¡No entiendo por qué tenemos que dejarlos venir a pasar mal acá, cuando estarían mucho mejor quedándose en su propia tierra!
—Caro, me parece que estás siendo un poco injusta con esa gente. Seguro la vida no es tan fácil para ellos allá. Y... si han tenido que migrar, ¡por algo debe ser! Es fácil para nosotras juzgarlos sin entender.
—Ay, Susi, no me tildes de injusta, lo único que ellos saben hacer bien, es mendigar y aprovecharse de las personas más sensibles como tú. Si quieres mi consejo, ¡mejor mantente distante de ellos!
Carolina estaba molesta, tanto, que no probó bocado de lo que había ordenado.
Se despidieron parcamente, y Susi tomó el autobús. Carolina se quedó meditando un momento. Este tema la inquietaba. Se había mostrado dura y convencida frente a Susi, pero sabía que no estaba siendo del todo justa. Se preguntaba por qué tanto inmigrante, pero a veces prefería no pensar en ello. Las noticias del internet y televisión siempre aseguraban que los migrantes eran una peste y un peligro para la sociedad.
De pronto, sintió un malestar. A veces le daban unos mareos extraños cuando estaba alterada, o cuando se le bajaba el azúcar.
Alcanzó a cruzar la calle y llegar al parque, para sentarse en una banca. Se le nubló la vista, y se sintió desmayar.
Cuando volvió en sí, estaba sentada, y había varias personas a su alrededor: una de ellas la abanicaba; un señor, ¿quizás un médico?, le estaba tomando la presión, y una joven estaba detrás de ella sosteniéndola para que no se cayera, hasta que recuperara la conciencia. ¡Era aquella misma joven trigueña que antes había mirado con desdén! Carolina no supo qué pensar.
Se enteraría después, que esta misma joven, viéndola desfallecer, había corrido a buscar un médico, ¡y este le había prestado los primeros auxilios en el momento preciso!
Ya casi recuperada, Carolina revisó de forma instintiva su cartera, segura de que le habrían robado las cosas valiosas que allí llevaba. ¡Estaba todo intacto! El dinero, su laptop, su celular.
Aún sostenida por los brazos de Juana, Carolina fijó su mirada en el brazalete dorado: «...traten a los demás como a ustedes les gustaría que ellos los traten».
Unas tiernas lágrimas salieron de sus ojos: esta misma joven de quien ella había desconfiado por ser migrante había cuidado de ella y sus pertenencias, ¡sin tomar absolutamente nada!
«¡Dios mío, perdona! Yo despreciando a esta mujer, y ella sin conocerme, me salva la vida!»
—Gracias por ayudarme, señorita, ¡por actuar tan rápidamente! —le dijo Carolina a Juana con expresión sincera—. ¡Según el médico, se me bajó la glucosa, y era urgente que alguien me auxiliara! ¿Aceptaría acompañarme para tomar un café?
...
El apóstol Santiago, conocido como «Jacobo El Mayor», era hijo de un pescador, Zebedeo. Jesús lo escogió como uno de sus doce discípulos, y lo apodó «hijo del Trueno», por su carácter decidido e impetuoso. Como sus otros compañeros de misión, Santiago tendría que aprender que el Evangelio es para todos para dejar a un lado sus prejuicios. Sería también el primer apóstol en ser martirizado, ofreciendo valientemente su vida por causa del Evangelio.
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