Cicatrices

Foto por Sinaí R. Lozano

Foto por Sinaí R. Lozano

Serie: Discípulas de Jesús

Por Juliana Morillo

A dos semanas de la boda, los preparativos estaban casi listos. Los amigos y hermanos, emocionados, habían organizado y distribuido las tareas. Entre todos, harían de este momento el más especial: ¡se lo merecía esta pareja!  Sebastián… ¡ah! ¡Cuánto había sufrido de pequeño, al huir de la violencia con su mamá y tres hermanos de una apartada zona rural! Esforzado estudiante, había logrado vencer obstáculos hasta graduarse. Ahora era maestro en la misma escuela donde estudió, y tenía dos años para graduarse como psicólogo. Su interés y chispa con los niños y niñas, le había ganado el cariño de todos. 

―Mira pues, joven Sebastián, ¡te decidiste! ―exclamó doña Estela la esposa del sastre, mientras ajustaba las medidas de su traje. 

―Para que vea, doña Estelita, que lo que le dije no era mentira. Valió la pena la espera. ¡Me siento el más afortunado, y solo cuento los días hasta esa fecha!

―¡Qué brazos tan largos tiene el muchacho! ¡Le voy a cobrar más por la tela!

―No moleste, doña Estelita, que si usted no me hace el vestido, ¡hasta con harapos me voy a casar! 

Salió presuroso, para comprar un café, y llegar pronto a enseñar a la escuela… una sonrisa dibujada en su rostro.

―¡La novia, caray! ¡Qué hermosa está usted, señorita! 

Siempre era así el abuelo don Segismundo: espontáneo y alegre. Había entrado al salón de eventos una pequeña y atractiva mujer, la prometida de Sebastián, para ultimar detalles del menú que ofrecerían para la cena. De piel trigueña, ojos grandes y cabello castaño, Tamita había llegado a la ciudad hacía tres años, como migrante desde el lejano país de Croacia, con su madre y hermana.  Su marcado acento mediterráneo y su carácter recio la distinguía de otras mujeres en la zona. Ayudaba a su familia en una pequeña tienda de variedades que habían establecido.

Tamita sonrió levemente en respuesta a los elogios, pero sin pronunciar palabra. Sus pensamientos la habían llevado lejos de este salón de eventos. Algo la inquietaba desde hace días y no lograba puntualizarlo. Era una memoria extraña, insistente pero difusa, como cubierta por una nube densa y lúgubre. Intentaba descifrarla, pero la eludía. 

―Buenas tardes, don Se-ges-mun-do ―indicó con su pausado acento croata, haciendo un esfuerzo inmenso por alejar sus memorias—. Vengo a probar el menú, como me pidió.

―¡Lo mejor de lo mejor para ustedes! ¡Eso me han pedido los padrinos! Pase a la cocina, señorita.

Tamita no podía creer toda la generosidad de esa gente, y de la pequeña iglesia que los había acogido con tanto cariño, y ahora les organizaba la boda.

Después de catar el delicioso plato que ofrecería el restaurante ese día, preparado artísticamente por manos de doña Clemencia, esposa de Segismundo, Tamita aprobó el menú agradecida, y salió caminando tranquila. Pero pronto volvió a sus cavilaciones, aún sin lograr traspasar esa nube espesa y misteriosa que le turbaba la memoria.

Con los días, una sensación de pánico creciente comenzó a apoderarse de ella. ¿Sería capaz de llegar al día de la boda?  ¿Qué diría su querido Sebastián si ella le confesara sus inexplicables temores?

Era mejor callar y tratar de descifrar sola lo que estaba pasando. ¿Por qué la mera presencia de su novio cuando paseaban juntos al atardecer, ahora la inquietaba? ¿Y por qué al sentir su brazo, tenía temor, hasta fastidio y, por momentos, ganas de huir? Se sentía confundida e hipócrita. Todo era muy extraño, y … ¡esas sombras en su memoria que venían y se iban, dejándole una sensación de temor y perturbación!

Tamita, consciente de su situación, y entrando un poco en pánico al saber que faltaban ya pocos días para su matrimonio, evaluó entre sus amistades:  

«¿En quién puedo realmente confiar? ¿En Susana?  No ... ella es muy joven y quizás estará demasiado ocupada para realmente escucharme. ¿Mi mamá? … no… ella no me entendería… más bien me reclamará: “¿Por qué estás dudando? Si Sebastián es ‘un ángel’ y ¡cómo se te ocurre siquiera tener dudas!” ¿Quién más?»  

¿A quién podía acudir que no la acusara y que pudiera escucharla y ayudarle a descifrar esta encrucijada?

Siguió hurgando pacientemente entre sus conocidos y amistades hasta que recordó a doña Elvira, una mujer viuda que hacía parte de la pequeña comunidad de fe a donde iba Sebastián. No la conocía mucho, pero Elvira era ese tipo de mujer que inspiraba confianza: a pesar de ser mayor. Ya de sesenta años, era alegre, conversadora y se interesaba por la gente… incluyendo los más jóvenes. Era a la vez una persona algo enigmática: caminaba encorvada, con un hombro como dislocado, y cojeando un poco, pero siempre con un aire alegre y seguro. 

 «¡Sí ... podría funcionar! Iré a ella».

Escasamente la conocía, pero podía advertir en esta mujer cierta quietud, robustez de carácter y sabiduría. La última vez que Tamita la había visto en la comunidad, ella le había dicho que pasara a tomar un café, y le había indicado dónde vivía.

Tamita caminó esperanzada hacia la casa de Elvira.  Quizá estuviera allí… y ojalá pudiera ayudarle a descifrar algo de lo que le estaba pasando.

Llamó a la puerta y el corazón de Tamita latía al ritmo del toc-toc. Elvira se acercó a la puerta lentamente y abrió. 

―¡Ah, Tamita! ¡Estaba justamente pensando en ti y en cómo irían esos preparativos! Entra, si quieres, y te preparo un café. 

Cojeando, Elvira la guio hasta su cocina; un lugar sencillo, pero ordenado, con muchas plantas, una mesita y dos sillas. … Un sitio que Tamita nunca olvidaría, y que sería como un bálsamo para su alma.

Acompañadas de un delicioso café, preparado sobre un fogón sencillo, poco a poco con la charla, las memorias fueron saliendo con mayor claridad. Como si esa densa nube que las bloqueaba, fuera moviéndose poco a poco… 

Las memorias llegaron sorpresivamente y en forma muy dolorosa… llegaron fresquitas como si hubieran sucedido ayer… todo el temor, la indefensión, la vergüenza.  Tamita comenzó a llorar silenciosamente, sin parar. De sus ojos salían chorros de lágrimas y sollozos que no se detenían.

Elvira sostenía suavemente la mano de Tamita, mientras ella lloraba. Permanecía solidaria, sin interrumpir lo que percibía era algo profundamente doloroso que necesitaba sacar. 

―¡Perdón, doña Elvira! 

― Tami… ―le respondió Elvira con cariño— No tienes que decir nada… aquí estoy para acompañarte en tu dolor…

Por espacio de casi una hora, Tamita permaneció así, pasmada, llorando, recordando esas imágenes que durante tantos años había borrado de su mente. La mano un poco áspera pero cariñosa de Elvira, la aseguraba. Sin decir palabra, la acompañaba con su mirada solidaria y comprensiva. 

Recordó aquel día cuando con solo seis años, su mamá había tenido que dejarla en casa para ir a trabajar.  Llevando a su hermanita al hombro, le dijo: 

―Quédate tranquila hijita, vengo tarde para cocinarte el almuerzo. No molestes a los dueños sino quédate callada. 

―Sí, mamita ―le respondió.  

Su mami alquilaba dos pequeños cuartos de una quinta. Los dueños de la quinta vivían en las habitaciones principales. Tamita les tenía respeto. La doña era amable, aunque seria y de pocas palabras. Su esposo según recuerda Tamita, era algo obeso, de apariencia descuidada, y con un carácter fuerte.

Tamita desde su cama, escuchó salir a su mamá por la puerta principal, y con ella, la dueña de casa quien iba al mercado. Después de unos minutos de silencio, Tamita escuchó unos pasos, y vio extrañada que el dueño de la casa entró a su cuarto. Le ofreció unos dulces, y le dijo que irían a jugar en el cuarto de juegos. Recuerda que al estar jugando, el dueño se le había acercado incómodamente para acariciarla… Tamita, entre sorprendida y extrañada, no entendía nada de lo que estaba pasando. Lo demás que contó Tamita quedó en la intimidad entre ella y Elvira. 

Hasta entonces, recuerda, había sido una niña muy feliz a pesar de no tener padre. Nunca le contó a nadie lo sucedido. El dueño le había advertido claramente:

―Si le cuentas a alguien, ustedes se irán de la casa. 

Vivieron dos años más en esa casa, hasta que su mamá logró juntar lo suficiente para migrar con ellas del país, buscando un mejor futuro. 

Ese recuerdo opacado con el tiempo, la había marcado y hasta ahora podía recordarlo. Con dolor, entendía por qué cada abrazo de Sebastián, cada gesto, le generaba sensaciones conflictivas.  ¿Podría superar esto, y corresponder a Sebastián su cariño? 

Ya sin más lágrimas, Tamita bajó su mirada y la detuvo en las manos que la habían sostenido todo este tiempo. Notó algo extraño que nunca había visto. En las manos y brazos de Elvira había cicatrices profundas, escondidas, vestigios de heridas pasadas. Levantó la mirada, y encontró los ojos de Elvira que la miraban comprensiva, con aceptación y empatía.

Saliendo de su ensimismamiento Tamita articuló: 

―Usted no me ha contado… ―se detuvo. Y luego, con su mirada preguntó: ―¿Puedo tocarlas? 

Elvira asintió.  Tamita tocó suavemente las cicatrices. Elvira le mostró también su hombro dislocado, y apuntó hacia su pierna coja, asintiendo suavemente.

―Son marcas de heridas que han sanado, Tamita.  Heridas que en su momento me quebraron, pero que hoy representan para mí, sanidad y vida. Ya ves, llegué acá con todas estas heridas. Por varios años las guardé. Creía que debía sonreír y tratar de olvidarlas. Pero un día compartí mi dolor y mis heridas con un pequeño grupo de mujeres. Ese día me escucharon, me consolaron. ¡Gracias a Dios y a ellas no seguí cargando con estas heridas sola! Sentí a Jesús más cercano que nunca, y me sentí libre.

―Ah doña Elvira… entonces son heridas que no solo han sanado, sino que ahora sanan a otros, ¿cierto?

Elvira simplemente asintió con su cabeza y en ese momento, Tamita pudo ver unas lágrimas … pero no lágrimas de dolor, sino de empatía y esperanza. 

Tamita salió liviana de aquella casa, entendiendo que Dios la aceptaba con su pasado, y que aun estas heridas profundas que recién descubría podían ser sanadas con la ayuda de Dios, y transformarse en sanidad y compasión hacia otros.  Dio gracias por Elvira quien aunque mucho mayor que ella, la había escuchado sin condenarla. Sabía en seguida que tenía que ir a hablar con su prometido.  

Y esa misma tarde, después de conversar largo tiempo con Sebastián, se reconfortó con su respuesta:

―Tami, gracias por contarme. Sabía que algo te molestaba. ¿Sabes? ¡Yo te amo y te acepto tal como eres!

El día de la boda, Tamita lucía reluciente, con su traje de encajes. Miró de reojo entre los invitados y encontró allí los ojos expectantes y orgullosos de Elvira. Tamita sabía ya que nadie la condenaba por su herida escondida, y que al contrario, podía encontrar consolación y sanidad. Que era tan valiosa como cualquier otra mujer, y que nadie podía robar su dignidad ni su felicidad, en el camino que con Sebastián hoy iniciaba. 


Algo similar a esta historia le pasó al apóstol Tomás, llamado el Gemelo. Estaba compungido por la muerte del Maestro y por perder la oportunidad de verlo resucitado.  Jesús reconoció esta necesidad, y se apareció a sus discípulos de nuevo, animando a Tomás a que tocara sus heridas y metiera la mano en su costado. Las marcas de Jesús no desaparecieron en su resurrección, sino permanecieron para recordar a Tomás y a otros que él también había sufrido, y que venía para sanar las heridas y traumas de ellos, y dar nueva vida. 

¿Tienes una herida que aún no sana o tienes oculta? Así como ser vulnerable en un espacio seguro de comunidad se convirtió en experiencia sanadora para Tamita, así también nos hace bien caminar con otros quienes también han sido heridos y sanados. El Espíritu Santo nos ayuda a emprender el camino para que nuestras heridas se tornen en experiencias de renovación. 


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