Una paloma entre las gaviotas

Foto por Carmen Quero

Foto por Carmen Quero

Mi alma se parece al mar:

tiene olas y tempestades;

pero en sus profundidades

muchas perlas se han de hallar. 

     ~ Heinrich Heine ~ 

Por Carmen Quero

Creo que los lugares pertenecen a las personas que más los han vivido. Quiero decir, vivido de verdad. El lugar propio es allí donde una aprende el arte de vivir feliz y con sentido. Por lo tanto, a ese donde pertenezco, lo llamaré el Lugar de mi Bendición.

Y yo, la mejor amiga de Paloma, puedo definirla de una manera honesta y llana, justo allí, en su Lugar de Bendición. 

Un piojo caminó por encima de un pequeño tubo negro de textura rugosa símil cuero. Paloma, o Palo, como le llamaba, reaccionó como un resorte, y lo espantó. El tubo contenía su trofeo, el fruto del esfuerzo máximo, ¡y su orgullo bien ganado! El diploma de la UdelaR  —Universidad de la República—declarándola: Bióloga Marina. 

—¡Piojos de las piedras! ¡Son lo único que no soporto en este lugar donde crecí! —chilló Paloma al ver la criatura acorazada cerca de sus piernas—. Ya sé que son inofensivos, ¡pero son temerarios! Brotan de los huecos y trepan todo lo que está a su paso. Solía ser una chica curtida e imperturbable ante pequeñeces, pero no había manera de permanecer calmada cuando, de repente, un millón de patas subían por mis brazos hasta el cuello. 

Paloma evocaba los años de su niñez y adolescencia, mientras se dejaba llevar por detalles que jamás había olvidado. En sus veintitrés años recién cumplidos, y sentada en la enorme roca, cerca de unos pescadores y del viejo faro, repasaba el camino recorrido: uno largo y sinuoso hacia la mujer en la que se había convertido. 

Apreciaba todo de Punta del Diablo. Vivir en shorts y remeras de breteles finitos, incluso en medio de la fatiga de los trabajos diarios. El pequeño pueblo de pescadores en las costas de Rocha era un paraíso con casas de colores vibrantes, de olor a sol y sal.

Nuestras familias se habían asentado sobre sus playas a principios del mil novecientos. Nuestros abuelos, pescadores y amigos de ley, vinieron juntos desde Valizas, para emprender una nueva vida propia, lejos de los sinsabores del pasado. 

Los niños formamos parte de ese proyecto de vida. Así lo entendían nuestros mayores, porque esperaban que nuestro futuro luciera más bonito, seguro y libre de temores. 

No teníamos vallas en el fondo de las viviendas, que daban al mar, ni en los frentes, ni entre casa y casa. Un pie fuera de la cama y corríamos hacia la playa, sin abrir portones ni cruzar calles. Así de cerca estábamos de nuestro océano de energía y libertad. Éramos felices como nadie. No sospechábamos de terrores interiores o amenazas de alguien o algo. 

Hoy, ya no podemos. El terreno que nos separaba del mar tiene dueño. No sé de dónde salió. Nadie puede correr más. La playa donde nuestros papis nos enseñaron a nadar de chiquitos, se fue convirtiendo en algo for export.  Ahora tienes que pagar hasta para respirar el aire del mar. 

Los hombres se dedicaban a la pesca del cazón, que es el tiburón niño, al que luego vendían a los viajantes de la industria pesquera de exportación, para carne de consumo humano, como también por su hígado, del que se extrae aceite. Lo hacían en sus barcas de madera de teca, tan sencillas como recias para enfrentar al mar más impetuoso.  

Las mujeres eran artesanas, creadoras de objetos bellos, a partir de cositas que traía la marea, o las barcas en sus redes: caracoles y estrellas de mar, boyas de vidrio, piedras, huesos, medallas, caballitos de mar fosilizados.

Los chicos íbamos a la escuela durante el otoño y el invierno. En el verano jugábamos, construíamos las cosas más alocadas, y ayudábamos a lavar las barcas, acarrear el pescado y a seleccionar rarezas para las artesanías. También las vendíamos a los turistas.  

Así, Viviendo, con V mayúscula, se nos pasó volando la infancia. 

La adolescencia llegó flotando como una medusa transparente. 

Íbamos al colegio en La Coronilla, en autobús. Era nuestra primera independencia: viajar esos poquitos kilómetros solos, como dueños de nuestro destino. 

Hubo dos cambios rotundos, además de la madurez física y el comienzo de la escuela secundaria: por un lado, Paloma y yo comenzamos a trabajar durante el verano en el Museo Marino de Punta del Diablo; y de la mano de ese nuevo «estatus», ambas decidimos nuestras futuras carreras de estudios superiores. 

Habíamos sido las primeras en visitar el museo el mismo día de su inauguración, junto con unos turistas ingleses. Los ojos se nos salían de sus órbitas como en los dibujos animados. Era ver la película de nuestro mar y sus criaturas, desfilando en una vitrina de cristal, y en afiches brillantes. 

Palo era la más intrépida e inteligente. El mismo día de la apertura del museo, preguntó a la encargada qué era lo que había que hacer para conseguir trabajar allí en el verano. Y pidió que le aceptaran redactar una solicitud de empleo. 

Yo la admiraba al máximo del deslumbramiento. Con una amiga como ella, mi vida nunca sería aburrida. Y no me importaba seguir sus pasos, aunque con timidez. 

Como lo esperaba, Paloma consiguió el empleo. Pero lo que jamás imaginé fue que ¡también conseguiría uno para mí! Así, con apenas 14 y 15 años, subimos a la categoría de empleadas públicas de la República Oriental del Uruguay. Como el museo pertenecía a la Secretaría de Recursos Naturales de Rocha, para nosotras eso era como estar cerca del presidente de la nación. 

En el museo, nuestro contacto diario con los misterios de las ciencias naturales, no hizo otra cosa que reafirmar el enamoramiento que ya sentíamos por los animales del agua, por sus rocas milenarias, las aves, las algas, y por la danza en que todos ellos se movían, incluyéndonos.  

Paloma se enteró de la carrera universitaria que abarcaba todas esas nociones, y le arrancó la promesa a su mamá de que, en dos años, harían el esfuerzo de pagarle los estudios en Montevideo, no sin jurarle que ella misma se «quemaría las pestañas» hasta traerles, en el menor tiempo posible, el diploma honorífico, para que ellos lo exhibieran a todo el pueblo, y a los turistas, en el puesto de artesanías de la familia. 

Y así cumplieron la palabra, sus papás y ella. 

Nos criaron como hermanas, un reflejo de nuestras madres, quienes también habían sido inseparables desde la cuna. De hecho, sin pensarlo dos veces, me pusieron el nombre Johana, como mi tía del corazón, la mamá de Paloma. Y decidieron decirme Jana para evitar confusiones.  

¿Quién podría confundirme con la maravillosa Johana Matos? Y de suceder alguna vez, lo guardaría como un trofeo dentro del pecho. Bellísima de la cabeza a los pies, de ojos y cabello oscuro que destacaban más su piel de lámpara blanca, su manera de sonreír y hablar suave no le quitaban ni una pizca de la firmeza y determinación de su carácter. 

«No tomo sol y punto», decía riendo. «Es una decisión de mis células y de mi cerebro. No me dejo llevar por modas absurdas, ¡y eso no me hace menos “costeña”! Por lo tanto, me verán bien plantada en la playa, debajo de una sombrilla o en camisola larga, con un sombrero de ala ancha. O en la protección del puesto de artesanías, o al abrigo de los restaurantes del lugar, disfrutando una paella de mejillones o un buen bife de corvina. Contentísima, aunque siempre en alguna sombra fresca y tranquila».   

Además, Johana era una voz sabia de calma ante las amenazas de tormentas en alta mar, cuando escuchábamos las ráfagas desde la casa, adivinando la altura de las olas allá lejos, y a los hombres de la familia en las barquitas.  

Sabíamos de buena fuente cuántos de esos padres de familia del pueblo jamás regresaron, y sus seres queridos se quedaban muchos días mirando hacia el horizonte, con la incertidumbre más dolorosa. 

—Sus papis saben nadar —nos recordaba ella, a Paloma y a su hermano, a mí y a mi hermano, en esas noches terroríficas

—. Además siempre oramos al Dios de los pescadores, ¡que es el más fuerte y rápido!, capaz de sacar de la misma garganta del abismo a quienes confían en Él. 

La primera vez que escuché hablar del Dios de los pescadores, fue de boca de Johana. Nos quedamos toda una noche en vela, en cama y tapadas hasta la nariz, oyendo la fuente de tanto conocimiento místico. Eran días en que en mi casa no andaban bien las cosas entre papá y mamá, y ellos me mandaron a pasar una semana con mi amiga del alma. 

Una anciana del pueblo le había llevado a los padres de Paloma una Biblia, a cambio de un centro de mesa hecho con caracoles gigantes y un caballito de mar, que Johana le había obsequiado en un impulso, porque —decía— había tenido la corazonada de haber conocido a un ángel de la antigüedad. Se trataba de las «joyas del océano»: no se ponían a menudo a la venta, ¡y menos se regalaban! Eso nos hizo siempre admirar el libro sagrado, y no olvidar jamás cómo, regalo por regalo, el adorno fue con la anciana-ángel, y la Biblia del Dios de los pescadores, con nosotros. 

Lo que la Biblia enseñaba era contrario a la filosofía derrotista que tuvo, entre otros, el abuelo de Palo quien nunca aprendió a nadar.  

Un turista una vez le preguntó: 

—¿Y si tenés problemas en alta mar? 

—Se te acaba rápido el problema —le respondió. 

Pero a Johana, su hija, ese espíritu le parecía contrario a lo que había aprendido en las páginas de la Biblia. El Creador había puesto todos los elementos naturales y al ser humano ahí en medio, para que los cuidara, pero también para que los administrara a su favor.  

No vinimos al mundo para dejarnos morir ante el primer naufragio. Había razones para dar batalla y llegar a la orilla, a empezar de nuevo todo, si fuera necesario. Pues una tempestad no es el fin. La vida vale más por lo que podemos dar, que por lo que vamos perdiendo con cada navegación complicada. 

¡Ah! ¡Cuánto crecía el coraje en nuestro pecho al escucharla interpretar el Espíritu del Libro! 

—¡No seremos como las gaviotas! —nos advertía—, con sus cabezas hacia la arena, a la pesca de una almeja distraída, jamás en vuelo alto, nunca una misión trascendente. Ya tenemos bastantes gaviotas en la playa y sobre las rocas. ¡Son necesarias las almas de paloma! ¡Son imprescindibles! 

—Entonces, procuraremos ser una paloma —exclamamos—. Despierta, alerta y tenaz al momento de obedecer su instinto. Una paloma bravía que tiene claro el destino al que se dirige, con su mejor determinación, llevando un mensaje en cada vuelo. Firme y decidida. Mansa, pero aun así, luchadora. 

Así era la Paloma de Johana. La hija de Johana. 

Y así fuimos aprendiendo el significado de los pormenores grandiosos de la existencia. 

Paloma tuvo sus tropiezos. Su debilidad era su fuego de carácter, una desmesura ante lo que consideraba incorrecto o injusto. Una testarudez a flor de piel que la llevaba en andas. 

Recuerdo aquella vez que, investigando movimientos raros en la costa, de noche, descubrió a unos portugueses embarcándose en botes contratados a cambio de unos pocos euros. 

Salían en plena oscuridad mar adentro, para esperar el amanecer lejos de la vista del pueblo, y volvían al anochecer siguiente con aletas de tiburones embolsadas, tras mutilar decenas de ejemplares. Era más que el comercio ilegal de fauna marina. Era una masacre sin nombre, porque los tiburones eran atrapados, cortadas sus aletas dorsales y arrojados de vuelta al agua, dejándolos a su suerte en una agonía lenta y despiadada. 

No pudo soportarlo. Tomó un bidón de kerosene y, mientras los delincuentes bebían cerveza en la cantina haciendo tiempo para el embarco, se vistió de negro como Gatúbela, y ¡prendió fuego a los botes antes de que zarparan! 

Fueron tan enormes sus nervios y miedo que, después de eso, en lugar de volver a su casa y acostarse, se arrojó al mar, cruzó la rompiente y se internó nadando furiosamente: mar adentro, en las aguas abiertas de la Punta del Diablo.  

Como si la hubiese tragado la tierra después del mar, no se escuchó ni un chapoteo, ni un gritito ahogado. Aunque, si lo hubiera producido, nadie hubiera podido escucharla. Se hallaba sola, hundida en su rabia justiciera, en el vientre de su amigo líquido y frío. 

«No. Este “piso” no es un banco de arena. Tampoco es el barco que incendié, ¿no fueron tres los barcos que destruí?… ¡Qué extraño es estar sobre las olas como sobre el asfalto de la ruta hacia La Coronilla! No estoy flotando, ¡pero mi cuerpo está firme sobre el agua!» 

Despertó abrazada a una aleta plateada, la aleta dorsal de un animal marino. Pero, no se trataba de un tiburón zombie. Tampoco se encontraba en un delirio de la medio difunta. ¡Se trataba de una tonina! 

«Es imposible», pensó débilmente. «Hace al menos un par de décadas que no se ven por la costa rochense, ni por la de Canelones, ni en la de Montevideo». 

Volvió más nítidamente en sí, se irguió, y al levantar la cabeza se encontró con el ojo del delfín acerado. La miraba fija y divertidamente, como diciéndole:  

«¡Ey! ¿Por qué tan cobardona, Paloma Brava? ¡Fíjate bien, nadie ha muerto aún!». 

¡Era verdad! Su grande y maravilloso mundo estaba intacto. Hasta las toninas habían regresado, con sus lomos lustrosos, sus narices de botella, sus aletas triangulares tan vigorosas como para aferrarse sin temor; y sin soltarse, en una noche de desesperación y equivocaciones, emprender el regreso a tierra firme, brazada a brazada, con ritmo regular y decidido. 

—No es tu trabajo salvar a los tiburones —le dictó la voz de aquella anciana que se quedó con el caballito de mar—. Estás para cosas más formidables. Recuerda a las gaviotas. Estás para mostrar el milagro del regreso de los delfines, a aquellos que solo sueñan con aletas ensangrentadas de tiburones malheridos. Como sus mismos corazones de pescadores pobres. 

La vida nos separó. Los caminos de Paloma y los míos se dibujaron como una “Y”. Aun así, de alguna manera misteriosa, seguimos a la par. 

Paloma ya es bióloga. Pronto seré ingeniera naval. En nuestros sueños locos estuvo siempre trabajar en un gran emprendimiento laboral, mejorando la calidad de vida del universo pesquero, tanto de las personas como de los animales del océano. Hay gente oceánica, como hay “bichos” del mar. Solo Dios sabe si nuestros caminos volverán a juntarse físicamente. 

Lo que siempre nos mantendrá unidas, es la misión aprendida: trabajar todo el tiempo entre la vida y la muerte, para darle a la vida otra oportunidad. 

Sus últimas palabras susurradas a mi oído en la estación de ómnibus, el día que dejó Punta del Diablo para ir a su nuevo hogar en el campus de la UdelaR, se definieron como un pacto entre las dos. 

«No te olvides de llamarme al celular, así tenemos reuniones para hablar de nuestros rincones interiores. No te olvides de leer algo en la Escritura, cada día, sin presiones pero sin desvíos. Ama al Creador apasionadamente, antes de que un chico inteligente y guapo conquiste tu corazón. Y cuando eso ocurra, ámalo más. Él es el único que dio su vida por nosotras. Nunca nadie más llegará tan lejos por amor». 

Concluyó diciendo: «Revela a Jesús. Los misterios maravillosos de las Buenas Noticias. Ajusta el cinturón de tu fe y esperanza solo en Dios. ¡Es la victoria de tu alma!» 

Esa fue una propuesta saludable que Palo no necesitó imponer en mí. Me había persuadido. Había nacido para ser líder, en el mar vasto del alma humana, en el arte de pescar valores que le dieran sentido a nuestras vidas. 

Yo, Jana, la mejor amiga-casi-hermana de Paloma cuento esto. Y es verdad. 

Pedro fue el apóstol intrépido que siguió a Jesús. Y como él, hoy hay cientos, y miles de Palomas, Janas, Johanas, y Ancianas alrededor del mundo que intercambian joyas de nácar por Joyas Eternas. Vale la pena buscarlas para sumarse a sus emprendimientos para ser felices y para ser útiles. Para ser Discípulas del Gran Maestro Pescador.


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