Razón para vivir, razón para morir

Foto por Abraham Macip

Foto por Abraham Macip

Serie: Discípulas de Jesús

Por Graciela Rozas

Los habían descubierto. Los vio venir a través de la ventana. Formaban una turba ruidosa y desbordante de ira; pero Shahida los miró con amor. Ella también había estado allí, también había gritado y experimentado furia. Entonces se sintió el estruendo y el estallido del vidrio.

Shahida creció escuchando que los cristianos estaban comandados por intereses extranjeros, que querían engatusarlos para llevarse sus riquezas; siempre los había visto como colonialistas y enemigos de la cultura y religión de su pueblo. Y ella amaba a su pueblo: amaba el sonido acariciante de su lengua, los vaivenes ondulantes de su música, los mercados estallantes de colores y aromas, las celebraciones solemnes que los unían. 

Todos estos aspectos, los mínimos y los omnipresentes, estaban atravesados por un mismo hilo poderoso: su religión. No cabía en su mente la idea de cuestionarla, aunque ciertos aspectos le produjeran un poco de escozor intelectual y alguna sensación de aprisionamiento. Por ejemplo, el hecho de que fueran siempre los varones quienes tuvieran más libertades y privilegios, que su cuerpo se tratara como algo perverso que se debía tapar, o que pronto sus padres le arreglarían un matrimonio y su esposo pasaría a ser su dueño. 

Pero confiaba en que todo esto tenía una razón y que serviría para protegerla.

La amenaza era, en cambio, que vinieran con otra religión a querer trastocar su mundo. Sus profesores en la escuela les advertían fuertemente contra esto: los cristianos comenzarían hablándoles de otro Dios, y terminarían imponiéndoles conductas desvergonzadas, blasfemas, antipatriotas, ¡quién sabe si hasta usándolas de espías para otros gobiernos!

Shahida era una luchadora; tenía un fuego interior que no le permitía permanecer pasiva. Así que cuando los líderes religiosos de su pueblo descubrían algún encuentro de cristianos e iban a acosarlos, ella acompañaba con sus gritos y aún a veces arrojando piedras. 

En una de esas ocasiones, en que descubrieron que en una casa se habían hecho reuniones cristianas, mientras sacaban al padre de familia a empujones con el fin de golpearlo a la vista de todos, sus ojos se detuvieron en la mujer y los hijos que, llorando, suplicaban clemencia desde la puerta. ¡No podía ser! ¡Allí estaba Adila, la estudiante más destacada de su clase! La que no solamente sacaba las mejores notas, sino que siempre estaba dispuesta a ayudar a sus compañeras. ¿Cómo podía ser ella una cristiana?

Al otro día, Shahida se encargó de que toda la escuela supiera la condición de Adila. Nadie quería estar vinculada a una traidora, así que pronto quedó relegada a un rincón, sin amigas. Aun varios profesores comenzaron a hostigarla y a bajar sus notas sin razón. «Se lo tiene merecido», pensaba Shahida, cuando sentía un aguijón de remordimiento al verla tan sola. «No podemos permitir que nos infecte con sus ideas blasfemas».

Pero las cosas cambiaron en la familia de Shahida, y sus preocupaciones también. El último bebé que tuvo su mamá, que tanta alegría había traído a su padre por tratarse de un varón, comenzó a mostrar signos preocupantes. Tenía un bulto extraño en la espalda; pasaron los meses y no se le veía mover bracitos y piernas como otros niños; su cabecita no se erguía, y parecía aumentar extrañamente de tamaño. 

Cuando al fin lograron viajar a la ciudad capital y atenderlo en un hospital, los golpearon con unas palabras extrañas: «espina bífida». Ese niño enfrentaría dificultades toda la vida, posiblemente nunca caminaría por sí mismo, ni llevaría una vida normal.

Al volver a su pueblo, Shahida y su madre supieron ahora lo que era vivir la vergüenza y el rechazo de su comunidad. Un discapacitado era casi una maldición para la familia. Las miradas se volvieron sospechosas, los vecinos cuchicheaban a sus espaldas y su padre despotricó contra el cielo por enviarle ese niño que sería una carga. 

Ordenó que su esposa y el bebé quedaran relegados a las habitaciones del fondo de la casa, y que se lo ocultara; buscó una nueva esposa, despreciando a su madre y hermanitos. Incluso el futuro de Shahida se veía amenazado, ya que sería difícil arreglarle un buen matrimonio, con ese estigma en la familia. El fuego nacionalista de su corazón se transformó en desilusión, tristeza y abandono.

Entonces el rostro dulce de Adila vino para iluminar su mundo. Todos los días se acercaba a ella, y con suavidad le preguntaba: 

—¿Cómo está tu hermanito? Estoy rogando a Dios por él.

Ese gesto de amabilidad la desconcertaba. Se suponía que Adila era despreciable, sin embargo ahora era la única que le mostraba aprecio. Poco a poco fueron cayendo sus barreras de prejuicios, y anhelaba cada día encontrarse con ella para contarle sus penas.

—¡Tengo una buena noticia! —le dijo emocionada su nueva amiga un día. —Una familia de misioneros cristianos vendrá a instalarse en nuestro pueblo, ¡y adivina qué! ¡Pondrán un Centro de Salud! Él es médico, y ella es terapeuta, especialista en discapacidades… ¡podrán tratar a tu hermanito! 

En su mundo, a las personas discapacitadas se las ocultaba, no se las trataba. Difícilmente su padre aprobaría que lo llevaran allí. A Shahida no le pareció que esto fuera posible. Y con duda expresó:

— ¿Por qué querría un cristiano atender a alguien del pueblo, corriendo el riesgo de ser insultado, golpeado y despreciado?   

—Por amor, Shahida, por amor. Eso es lo que pone Jesús en nuestros corazones; Él nos enseñó a amar aun a nuestros enemigos, como Él nos amó a nosotros primero. A pesar de ser sus enemigos, vino a dar su vida para salvarnos de nuestros pecados.

Estas palabras sonaban muy raro al corazón de la joven. Trastornaba todo su andamiaje de seguridades, su bagaje de reglas y ritos a cumplir para intentar ser aceptada por Dios, su división del mundo en hermanos o enemigos. Descartó así la idea de acercarse al recién instalado Centro de Salud.

Al principio, las puertas abiertas del humilde pero limpio edificio, mostraban un interior vacío. Los vecinos tenían desconfianza, y miedo de ser señalados. Pero las necesidades eran muchas, y cuando los primeros en acercarse fueron bien atendidos y salieron aliviados, uno a uno fue llenando los consultorios. Adila seguía insistiendo, hasta que un día en que su padre estaba de viaje, Shahida convenció a su madre para que llevaran a su hermanito a una consulta.

La sorpresa fue grande cuando fueron recibidas por la pareja de misioneros. ¡No eran rubios europeos, como ella pensaba! Su piel era casi tan oscura como la suya, y vistiendo su chilaba y su caftán, bien podían ser confundidos con los locales. Aunque con bastante dificultad, se esforzaban por hablarles en su idioma con afecto y por escucharlas. 

Revisaron al bebé, y les dieron esperanza de que, con las medicinas y tratamientos que ellos le darían, y mucha paciencia, podría un día llegar a caminar con ayuda. Al terminar la consulta, les pidieron permiso para tener una oración por el niño. Shahida sintió que una gran paz la inundaba al escuchar las palabras sencillas y sentidas con las que hablaron a su Dios.

—¿De dónde son? —le preguntó a Adila al siguiente día, después de contarle atropelladamente todo lo vivido. 

—De Argentina —y ese nombre le sonó a misterio. Lo buscó en el mapa que colgaba en el aula, y los imaginó dejando esa tierra tan lejana para instalarse entre ellos. ¡Qué extraño! 

—Así que no todos los cristianos son blancos imperialistas, ¿no deben aprender a hablar inglés y vestirse como gringos?

—¡Claro que no! —rió Adila. —Hay cristianos en todas las culturas, con idiomas y costumbres diferentes. Seguir a Jesús no se trata de cambiar por fuera, sino de que Él te cambia por dentro.

Shahida debía admitir que, pese a todo lo que había pensado siempre, cada vez le resultaba más atractiva la vida de su amiga y de los amables doctores del Centro de Salud. En su interior se iban levantando muchas preguntas, y cada vez eran más largas las charlas con su amiga.  Cuando esta ya no pudo responder a sus inquietudes, le propuso que fueran juntas a conversar con la misionera. 

 Y una tarde, una inolvidable tarde, Shahida leyó en la Biblia que le habían regalado: «He aquí yo estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz, y abre la puerta, cenaré con él y él conmigo». Cerró los ojos y sintió tan cerca la presencia de Jesús, que en un susurro le dijo: 

—Sí, oigo que estás llamando a la puerta de mi corazón. Ven, límpiame de mis odios y pecados, quédate conmigo para siempre. Quiero ser tu seguidora.

De ahí en más, su fe y su pasión se volcaron a un nuevo canal. Era tanto el alivio y la alegría que sentía, que su rostro obró como un espejo de su corazón, y todos en su hogar y en la escuela notaron el cambio. Sabía que debía tener cuidado, que era peligroso, pero no podía dejar de hablar de Jesús a quienes le preguntaban. Estaba convencida de que en Él estaba la verdadera liberación que su pueblo tanto necesitaba.

Los momentos que más disfrutaba eran cuando podía reunirse con otros cristianos. Lo hacían cada vez en una casa diferente, para no despertar sospechas. Buscaban días y horarios en que pudieran pasar desapercibidos, llegaban de a uno, y disfrutaban de ese tiempo juntos compartiendo sus luchas y triunfos, escuchando la Palabra de Dios, orando unos por otros. Era como vivir un pedacito de cielo.

Para Shahida era todo un ejercicio de ingenio encontrar excusas para salir de su casa y asistir a esos encuentros, pero sentía que Dios la guiaba y protegía. Sn embargo, sabía lo mucho que arriesgaba, y estaba dispuesta a todo. Por algo al nacer le habían puesto ese nombre, que significa testigo, mártir.

Así pasó mas de un año, hasta que llegó ese domingo de Pascua. Un grupo se había reunido muy temprano en aquella casa, recordando la gloriosa mañana de resurrección. Habían intentado ser discretos, pero no lograron escapar a la vigilancia de algunos vecinos. Y al rato se comenzaron a escuchar los amenazantes gritos.

Los habían descubierto. Los vio venir a través de la ventana. Formaban una turba ruidosa y desbordante de ira; pero Shahida los miró con amor. Ella también había estado allí, también había gritado y experimentado furia. Entonces se sintió el estruendo y el estallido del vidrio.

El siguiente lunes, en los periódicos de algunos países del mundo, aparecía una breve noticia: «En el poblado … un grupo de fanáticos religiosos encerró y atacó con bombas caseras el hogar donde se celebraba un culto cristiano. Debido a los precarios materiales con que estaba construida la casa, el lugar ardió rápidamente, provocando la muerte de todas las personas allí reunidas. Fuentes oficiales repudiaron el hecho…» 

Mientras tanto, en el cielo Shahida era recibida con un abrazo y las gloriosas palabras de su Señor: —Bien, buena sierva y fiel…

Simón el Zelote es uno de los apóstoles de los que menos sabemos por las Escrituras. Sin embargo, el apodo de «zelote» nos indica que pertenecía a ese grupo político, los cuales eran fervientes nacionalistas que se oponían con fuerza a la dominación de Imperio Romano. Podemos deducir que el llamado de Jesús lo convirtió de fanático revolucionario, en ardiente propagador del Reino de Dios. La tradición dice que puede haber llegado a predicar en el norte de África, y que murió como mártir, posiblemente aserrado.

Aunque estas historias de los primeros tiempos del cristianismo nos conmueven, debemos saber que hoy día hay miles de cristianos que sufren persecución, tortura y muerte, por su fe en Cristo. ¡Son nuestros hermanos y hermanas! ¿Los acompañaremos con nuestras oraciones?


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