Confesiones de una hija de pastor, Capítulo 12

Imagen por Frida García Retana

Sobre la hija del pastor

Por Keila Ochoa Harris

Mi papá se recuperó rápido, pero toda la situación afectó a mi mamá, quien empezó a sufrir de insomnio. El doctor tuvo que medicarla y Nana vino a pasar otra temporada con nosotros. Recuerdo bien la tarde en que Aarón se fue a jugar con un amigo y Nana me invitó a tomar el té en la terraza.

Después de sorber la bebida, decidí que el té no era lo mío, pero no quise desairar a Nana así que mordí mejor una galletita y le puse más azúcar a mi bebida.

—Le he pedido a tu madre que hable contigo de lo que le pasa, pero no es fácil, cariño.

Mi abuela me estaba invitando a abrir mi corazón, así que decidí hacerlo.

—Algunos en la iglesia dicen que los cristianos no pueden deprimirse. Si lo hacen, es porque están en pecado.

—¿Y tú qué piensas?

Tomé otra galletita y contemplé el atardecer. Mi ciudad contaba con los tonos anaranjados y rojizos más hermosos de la zona. ¿Qué podía decir? Mi mamá era la mujer más cristiana que conocía. En Efesios aprendí que seguir a Jesús es más que hacer o no hacer ciertas cosas. Como me explicó Lupita, se trata de una relación con Jesús. ¡Y mi mamá se la vive platicando con Él! Incluso antes de manejar el auto ora para que Dios nos proteja.

—¿Le falta fe?

—¿A quién? ¿A tu mamá? —Nana lanzó una risita—. Cariño, la depresión conlleva muchos matices, pero grandes héroes bíblicos como Elías quisieron morirse, y tenían fe. Unos, como Job, se quejaron a viva voz por los pesares que les venían. Otros, como Moisés, se desanimaban ante el trabajo que Dios les había encomendado.

—¿Qué problema aqueja a mi mamá?

—Lo podríamos llamar de muchas maneras: temor al hombre, falsas expectativas, buscar aprobación. Muchos padecemos del mismo mal, pero ella está aprendiendo a enfrentarlo. Sin embargo, no se sana de la noche a la mañana. Cuando uno ya estuvo mucho tiempo callando, huyendo y pensando mal, se necesitan nuevos hábitos y verdades que nos hagan salir del círculo vicioso.

No entendí mucho de lo que la abuela explicó. En eso ella entró a la casa para abrir la puerta, era un vendedor. Yo me quedé meditando en sus palabras. 

Pau me dijo hace poco, para contrarrestar mis quejas, que ser la hija del pastor es igual que ser la hija de un abogado o un empresario. Sí y no. Sí, porque a final de cuentas todos los padres tienen alguna profesión que marca, de algún modo, a los hijos. No me vendría mal ser la hija de un multimillonario que tuviera una suntuosa herencia; pero el punto está en que siempre seremos la hija de alguien.

Por otro lado, ser «la hija del pastor» conlleva cierto tipo de responsabilidad moral que otras profesiones no consideran. Ya he lidiado con algunos de esos puntos. Mi problema personal estaba en que también contemplé mi rol como hija de pastor como un tipo de «pase» a todo el asunto de Dios y la eternidad. Como si mis sufrimientos me otorgaran puntos extras. No funciona así. 

La abuela volvió y comenzó a platicarme un poco de la depresión postparto de mi mamá.

—Comprende, cariño, tu mamá los ama con locura. Tú y Aarón son la luz de sus ojos. Pero en algunas mujeres, la depresión se manifiesta cuando hay desequilibrio hormonal a raíz del parto. Tu madre perdió el apetito y no lograba conectarse con Aarón. Tuvo que tomar ciertos medicamentos que la ayudaron a salir adelante y se consagró a su bebé. Sin embargo, en esa ocasión lidiamos con su estado físico, pero no con el espiritual. Todo está conectado, Pris.

—¿Por eso ha vuelto a deprimirse?

La abuela asintió: —Tu madre se casó con tu padre muy enamorada. Pero renunció a su sueño de aprender violín. Luego quiso ser la esposa perfecta y se agotó. Para ella, ser perfecta significaba no contradecir a los demás, mucho menos a los de la iglesia y no aceptar su cansancio o su malhumor. Fingir cuesta.

—¿Y qué le enseña la consejera?

—La está ayudando a ver la importancia de los juicios que uno hace sobre sí mismo y los demás.

Empecé a hilar varias cosas. Mi familia estaba tan preocupada y ocupada en quedar bien, en complacer a los congregantes y en recibir la aprobación externa que poco a poco dejamos que las expectativas de los demás desbancaran al Señor y a su voluntad. En lugar de aceptar que éramos una familia imperfecta, tratábamos, por lo menos los domingos, de aparentar que no pasaba nada.

—¿Y qué pide Dios de la esposa de un pastor? ¿Qué pide de la hija de un pastor? —me preguntó la abuela. Lo bueno que no esperó una respuesta, sino que dijo: —Lo mismo que de cada ser humano: amar a Dios por sobre todas las cosas y amar a los demás. Con qué facilidad olvidamos esta sencilla petición cuando nos ocupamos de buscar que los demás nos den el visto bueno. Es una pérdida de tiempo.

Si a mi mamá le estaba costando, ¡cuánto más a mí!

—Eres joven, Pris, pero aprende la lección. En donde estés, sé tú misma. No pretendas saber más, solo di que no lo sabes.

Pensé en el concurso en el que me sentí tan miserable por no poder acordarme de las historias que tanto amo, solo porque los nervios me traicionaron.

—No quieras fingir una prudencia o una modestia que no sientes.

Me gusta verme bien y me agrada la decencia. No debo vestir algo para agradar a la hermana Sofía, sino a Dios.

—Sobre todo, no mendigues el amor de los demás, Pris. El amor llegará. Siempre lo hace.

¿Estaría Nana leyendo mi diario? Nos terminamos el té y entramos a la casa. Mi mamá dormía en el sofá. La abuela se metió en la cocina y yo me arrodillé junto al sofá. Luego le di un beso en la frente a mi preciosa Gaby.

—Te quiero, mami. Todo va a estar bien. Vamos a salir de esta.

Lo creí de todo corazón.

Todos los derechos reservados.
D.R. ©️ Keila Ochoa

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