Serie: Crónicas del primer siglo (12)

Ilustración por Frida García

La Navidad

Por Erika Simone

Los hombres no le estaban prestando atención a Ágathe, quien recogía los restos de la cena mientras ellos debatían. Pero ella estaba fascinada por el tema. 

Ágathe vivía con su hermano que era mucho mayor que ella y ya estaba casado. Él era muy hospitalario y había abierto su hogar para que otro discípulo de Jesús, un hermano experimentado que viajaba para animar a los cristianos esparcidos por todo el mundo, pudiera quedarse un par de noches. 

Juntos estaban explorando ambos lados de un asunto controversial: si debían o no celebrar la fiesta de Saturnalia que se aproximaba. Ágathe se detuvo en la puerta, sosteniendo un plato de servicio para escuchar lo último.

—El hermano Pablo nos ha dicho que todo nos es lícito, pero Saturnalia no es una fiesta inocente. Refleja el caos del dios que se celebra. Y nuestro Dios es un Dios de orden. ¿Cómo vamos a celebrar el caos de un dios pagano? 

El huésped replicó: —Mira, acabas de declarar mi punto: todo nos es lícito. Además, si uno no se sale de control, puede ser un tiempo placentero para la familia. Nada malo en que los siervos tomen el lugar de los patrones por solo un día. No me hace mal darles todos mis privilegios junto con unos regalitos. —Pero el señor de la casa ya estaba meneando la cabeza. 

—Pero si estamos contentos en cada circunstancia como se nos enseñó, no vamos a necesitar un cambio de posición, ni por un día. Y los regalos tienen una asociación cercana con el dios Saturno. Y ese es el problema, no el que sea una fiesta, ¡sino una fiesta para honrar a ese dios!

—Pero si todos saben que soy seguidor de Cristo Jesús, ¿cuál es el problema? Además, llega en los días más cortos y deprimentes del año, justo cuando todos necesitamos un descanso y salirnos de la rutina. Nos hará bien. —Ágathe sintió la mano de su cuñada en el hombro y pegó un brinco. Pero, la señora sólo tomó el plato con una sonrisa y le sugirió quedarse para escuchar mientras que ella hacía el trabajo de ambas en la cocina. Ágathe le dio una mirada de aprecio y se acomodó en su lugar a la mesa.

El debate continuó hasta que se acabó el aceite en las lámparas por segunda vez y decidieron que no tenía caso continuar. Los hombres se abrazaron y todos se retiraron a las pequeñas habitaciones, pero Ágathe se acostó sabiendo que no dormiría.

Estaba convencida de que un seguidor de Cristo no debía festejar a un dios pagano. Ni Saturno ni ningún otro dios había mostrado amor y misericordia como el Dios Verdadero. 

Ese Dios no sólo había enviado a su Hijo como sacrificio para perdonar a los pecadores hebreos, ¡ofrecía perdón a personas que ni siquiera eran de su pueblo! Ágathe era griega. Tenía amigas romanas. ¡Y Cristo Jesús había enviado su mensaje de perdón, a ellas también! Para Ágathe, participar en una fiesta que diera honor a cualquiera que no fuera ese Dios, era impensable. 

A la vez… Ágathe acomodó sus cobijas y se dio la vuelta para mirar a través de la ventana que daba al patio central. Podía ver un cielo oscuro con estrellas brillantes. Dios había creado un mundo en donde los días se acortaban, las estrellas cambiaban de lugar, las fogatas llegaban a ser el centro del hogar y la familia tenía más tiempo para reunirse… ¡Nosotros tenemos más que celebrar que nadie! Nuestro Dios no sólo creó este mundo increíble, con invierno y verano, sino también nos ofrece perdón y vida eterna con Él. 

Ya se le cerraban los ojos. Debe haber una manera…

La luz del alba alumbraba su habitación cuando Ágathe despertó a la mañana siguiente. Donde unas horas antes había estrellas, ahora se veían rayos rosas y naranjas sobre un fondo azul. Dios había dado un nuevo día en el que podrían seguir a Jesús. Deberíamos celebrar que nuestro Dios nos envió a Jesús. Eso es lo que hace diferente a nuestro Dios de todo el panteón griego o el panteón romano. El pensamiento le llegó de golpe. ¡Esa era la respuesta!

Ágathe no tardó mucho en arreglarse para el día y pronto estaba en la cocina ayudando a preparar el desayuno. Mientras sus manos trabajaban, su espíritu disfrutaba su nueva idea. ¿Acaso llegarían los hombres a la misma conclusión? Una vez preparados los platos de queso, pan y fruta, la familia se acomodó alrededor de la mesa. El hermano mayor de Ágathe le pidió al huésped que diera gracias. 

Cuando terminó, hubo un eco de «Amén», pero en medio de la tranquilidad familiar, parecía que el corazón de Ágathe quería salírsele. Tenía que compartir su idea. ¿Pero cuándo sería el momento adecuado? Las palabras brotaron de su boca antes de que pudiera decidir. —¿Qué tal si celebramos otra cosa? ¿Qué tal si celebramos la venida de Cristo Jesús?

Su hermano y cuñada la miraron sorprendidos. El huésped se veía confundido. Ágathe no sabía si era por la participación de una adolescente en la conversación o porque nadie sabía de lo que estaba hablando. Finalmente, su hermano preguntó: —¿A qué te refieres?

Ágathe, totalmente ruborizada, explicó: —Anoche estaban hablando de la fiesta de Saturnalia. Y no pude dejar de pensar en el tema. Estaba pensando en la diferencia entre los otros dioses y nuestro Dios. ¡Es Cristo Jesús! El Mesías que vino a rescatar no sólo a su pueblo, sino a todos. ¡Eso es digno de celebrar! Podríamos celebrar eso en lugar de participar en la fiesta de Saturno que es tan caótico y cruel. Y nadie tiene porqué cambiar de posición… —Dejó sin terminar la frase. Sentía que, si seguía hablando, sólo le daría más vueltas.

Su cuñada la miraba con aprobación y su hermano había alzado una ceja, señal segura de que estaba pensando. Miró a su huésped. 

—Hermano, ¿qué piensas? 

Hubo una pausa y después: —¡Creo que es buena idea! Podemos festejar la diferencia de nuestro Dios, ejerciendo nuestra libertad, a la vez marcando una clara diferencia con el mundo religioso. ¿Cómo se te ocurrió la idea?

Ágathe se sonrojó, pero no hubo tiempo de responder, ya que la conversación continuó sobre el tema de cómo celebrar para que la diferencia entre la celebración de los cristianos y la fiesta de Saturnalia fuera obvia. 

Ella estaba llena de satisfacción. ¡Al hermano le había gustado su idea! ¡Alguien sabio y experimentado! Mientras continuaba el desayuno, oró en silencio para agradecer al Padre la idea que Él le había dado que podría, quizás, resolver la controversia entre hermanos. 

No terminó su oración sin antes dar gracias por el privilegio de ser parte de un hogar cristiano que pronto celebraría la venida de Cristo Jesús, su Salvador.


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