Serie: Crónicas del primer siglo (4)

Foto por Frida García Retana 

La hija del soldado

Por Erika Simone 

Cornelia admiró su reflejo. Estaba complacida porque había regalado algunas túnicas a los necesitados. Le contaría a su papá sobre su obra generosa a la hora de la cena. Los ojos de su papá, tan parecidos a los suyos, brillarían de orgullo. 

—¡La cena está servida! —dijo y llegó a sus oídos la voz de un esclavo. En la mesa sus hermanos entraron jugando a empujones y su mamá procuró tranquilizarlos. Su papá los guió y ofreció una libación ante el altar. A pesar de los esfuerzos de su mamá, los niños no se quedaban quietos. 

—Papá, mi amigo Lucio tiene estatuillas en su lararium. ¿Por qué nosotros no? 

—Porque estoy convencido de que hay un Dios más grande que esos dioses romanos. No se puede capturar su esencia en una estatua. 

El hermano más chico, que estaba en edad de hacer las preguntas que nadie se atrevía a pronunciar, dijo: 

—Pero, papá, si es más grande, ¿por qué lo adoras del mismo modo? 

Su papá dio un gran suspiro. —No sé de qué otra forma rendirle adoración. Pero, he estado suplicándole que me lo muestre y… —Echó una mirada a su esposa—. Les tengo noticias sobre eso. 

Cornelia cruzó las piernas, luego las cruzó al revés, luego se acomodó la trenza en el hombro. No quería pensar en que quizás su papá estaría haciendo algo malo. ¡Seguramente cualquier dios podría ver que era un hombre bueno! Compartía ropa y comida con los necesitados. Cumplía de forma estricta con el culto de adoración y agradecimiento cada noche a la hora de la cena. ¡Hasta donaba grandes cantidades a los judíos religiosos! Ningún dios rechazaría eso. Suspiró y se cambió la trenza de lado. Su papá seguía hablando y aun los niños estaban escuchando boquiabiertos. 

—Hace tres días cuando estaba orando a solas, por la tarde, llegó a mí un ser… pues un ángel. Me espantó. 

—Los niños exclamaron. ¿Su papá, un soldado fuerte, que se había destacado por su valentía en enésimas batallas, había tenido miedo? Cornelia miró el piso y se rascó el hombro. Su asiento se sentía duro. 

Su papá continuó. —Me dijo que Dios había visto —carraspeó — mis oraciones y lo que hemos hecho por la gente. Y que en Jope —dijo y sus ojos empezaron a brillar y su voz aumentó de volumen— ¡hay un hombre que puedo pedir que venga a enseñarnos sobre este gran Dios! De inmediato, envié a dos criados a rogar que ese hombre venga a enseñarnos. Esperamos su llegada hoy. Mamá y yo hemos invitado a la familia y unos amigos a escuchar lo que nos va a enseñar. 

En eso, alguien tocó la puerta y Cornelia pegó un brinco. Pero, su papá muy tranquilo terminó de cenar. Habían llegado los invitados y un siervo los llevaría a la sala. 

Cornelia había perdido el apetito. Después de hacer tantas cosas buenas, Dios por fin había reconocido el esfuerzo de su papá. Pero ¿qué tal si los judíos tenían razón y Dios había mandado a este hombre a decirles que nunca estarían bien ante el Dios verdadero porque no eran del pueblo escogido? Apretó los labios al sentir crecer la indignación en su ser. Su papá era el mejor hombre que ella conocía además de ser un excelente soldado. ¡Dios debía tomar en cuenta todo lo que él había hecho! Quizás nadie más merecía su atención, ni esos odiosos religiosos que se creían tanto, ¡pero su papá sí! Soltó el aire que se había atorado en sus pulmones y caminó hacia la sala tras sus hermanos. 

Cornelia pasó las siguientes horas sentada junto con su familia y unos pocos amigos de confianza. Escucharon un mensaje extraño. Este hombre parecía hablar con sabiduría divina y aunque su ropa no era fina, ni su voz culta, los trataba como a iguales y les compartía sus «Buenas Noticias» con fuego de pasión en los ojos. 

Cornelia miraba de reojo a su papá. Parecía que estaba aceptando todo lo que este hombre decía. Quizás porque el ángel le había dicho que este hombre les enseñaría sobre Dios. Pero, cuando su papá se puso de pie y declaró su fe en Cristo como su Salvador personal, Cornelia se mordió el labio y cerró los ojos para no llorar. 

¡No tenía sentido! ¡Su papá era un hombre bueno! ¡No necesitaba un Salvador! ¡Era un salvador! Era un centurión romano que se aseguraba de que se hiciera justicia entre sus soldados y en el área que él vigilaba. Además, era amoroso con su familia y generoso con los pobres. ¿Qué pecados tenía? ¿A poco necesitaba un Salvador para borrarlos? 

Apretó los puños contra sus ojos en frustración. ¡Este judío atrevido estaba convenciendo a su padre de que era malo cuando nunca lo había sido! Sólo les había enseñado a ser buenos. Y si él, su héroe, su ejemplo a seguir, el estándar de todo lo justo y lo correcto era pecador… ¿qué era ella? Ella, que se inspiraba en la justicia de su padre, que cometía tantos errores al aprender a ser amable y generosa como él… ¿dónde quedaba? Logró escabullirse de la sala y salir al patio en donde, mirando a las estrellas, tragó aire fresco. Allí, a solas, vinieron las lágrimas.

Su alma se sentía pesada, cargando con cada pecado. Siempre se había portado tan bien. Había procurado complacer a sus padres, ser un ejemplo para sus hermanos… ¿por qué se sentía tan pecadora, entonces? 

La brisa de la noche secó sus lágrimas, pero la caricia en su mejilla tenía el calor de una mano. —Hija mía, ¿estás bien? —Su voz la abrazó con amor. Cornelia abrió la boca para responder, pero se le quebró la voz. Se escondió en los brazos de su papá—. Hoy es el mejor día de mi vida, hijita. Tu madre, tú y tus hermanos me han traído muchísimo gozo, pero estoy tan honrado de poder compartir con ustedes el mensaje del Hijo de Dios. ¡Él vino para rescatarnos de nuestros pecados! Su muerte fue una tragedia y un fracaso de la justicia romana, pero Dios lo usó para ofrecernos vida en lugar de muerte. 

Cornelia lo interrumpió: —Papá, tú eres un hombre bueno. ¡No necesitas un Salvador! 

La risa suave de su papá la detuvo. 

—Ay, Cornelia, si sólo supieras… ¿Sabes que el peor pecado que he cometido es ser orgulloso? Hice todo lo posible por hacer todo bien y al final, lo peor que hice fue sentirme orgulloso de mis «justicias». Pero, Dios me mostró misericordia. A pesar de mi orgullo, me trajo a alguien que me dijera la verdad. La verdad es que todas las cosas buenas que he hecho no son un manto brillante de justicia que cubre mis fallas, al contrario, son trapos sucios y apestosos porque cada cosa que hice estaba contaminada con mi pecado, mi orgullo, mi rechazo del Cristo judío. Tú no sabes cuánto pecado había en mi corazón.

Cornelia lo miró a los ojos. 

—¿Había? 

—Sí, ya no hay. Mi corazón está limpio, totalmente libre de pecado ante Dios porque acepté la oferta de Cristo Jesús. Él pagó mi cuenta ante Dios y borró mis pecados por siempre. —Cornelia pensó en su propio corazón. 

—Pues si tú eres pecador, no hay esperanza para mí, papá. No soy generosa, soy egoísta… 

—Mi Cornelia, yo lo sé. —Cornelia lo miró con las cejas arqueadas. ¿Tan obvio había sido el pecado de su corazón?— Pero, Cristo no vino a salvar a los que no tenían pecado. Vino por los pecadores. 

Cornelia volvió su mirada a las estrellas, la brisa seguía rozando sus mejillas y el calor del brazo de su papá rodeaba sus hombros. Sí, era pecadora. Pero reconocerlo ya no la incomodaba. ¡Cristo le ofrecía el perdón! 

—Papá, ¿me ayudas a orar?


Tal vez también te interese leer:

Serie: Crónicas del primer siglo (1) El óbolo (Historias del cristianismo primitivo)

Serie: Crónicas del primer siglo (2), La huérfana  (Historias del cristianismo primitivo)

Serie: Dignas de imitar. Defensora de los derechos civiles  (Sigue sus huellas)

Serie: Dignas de imitar. Poeta y compositora  (Descubre tus talentos y sirve al Señor)

Serie: Dignas de imitar. Escritora de libros infantiles   (Aprende de su ejemplo)

Serie: Dignas de imitar. Mártir de Sevilla   (Recibe fortaleza de esta historia)

Anterior
Anterior

Serie: Suficiente, Parte 5

Siguiente
Siguiente

Ensalada reina