Serie: Crónicas del primer siglo (1)

Imagen por Frida García Retana

El óbolo

Por Keila Ochoa Harris

La pesadilla comenzó como tantas otras. Artemia, quien realmente era una versión joven de su abuela, se acercaba a la orilla con manos titubeantes. Caronte, el barquero de Hades, el encargado de guiar a los difuntos al otro lado del Aqueronte exigía un óbolo, una moneda, para pagar el viaje.

Entonces Artemia abría la mano. Vacía. El anciano flaco y de ropajes oscuros arrugaba la frente con tal fuerza que los pliegues le daban un aspecto feroz, luego la echaba fuera con palabras petulantes y groseras. Sin moneda, no había cruce. Ahora Artemia debería vagar cien años antes de que le permitieran cruzar el río.

Despertó con el corazón palpitante, pero de inmediato se dio cuenta que la abuela tosía y se acercó a su lado.

—Yiayia, ¿estás bien?

—Ya se me pasará. —Artemia se acurrucó a su lado. Hacía días que la abuela no se levantaba, se fatigaba a cada instante y sentía un dolor insistente en lo más profundo de sus entrañas—. ¿Te he contado mi mayor anhelo? Ver a Jesús en las nubes tal como se fue. Cada mañana despierto y le digo: «Ven hoy, Señor Jesús».

Artemia contempló el techo pintado de blanco, luego miró la vasija de cerámica en la que reposaban las cenizas del abuelo quien había muerto antes que su familia decidiera seguir a Jesús.

Aún podía recodar el llanto de la abuela y la histeria de las plañideras. Jamás olvidaría lo que la abuela le susurró cuando los ritos funerarios terminaron: —Es un viaje sin retorno. No hay solución para la muerte.

Sin embargo, no olvidaron colocar el viático de Caronte en la boca del abuelo asegurando la protección del alma del difunto.

Al día siguiente, la abuela murió. Hombres y mujeres de la iglesia se presentaron para consolar a la familia, pero el corazón de Artemia parecía haberse detenido a la par del de su abuela. Habían cambiado de religión por sugerencia de la abuela, pero ni su padre ni ella se encontraban plenamente convencidos del nuevo credo.

—No tengas miedo, Artemia —le dijo su amiga Sixta, una esclava huérfana de su edad que conocía bien las pérdidas.

—Ella no quería morir. Deseaba ver a Jesús en las nubes. Quizá todo esto es falso. No ha valido la pena. Mi abuela dio casi todo su dinero para pagar la fianza del hermano Jasón. Y ¿para qué?

Sin embargo, un pensamiento más inquietante la perturbaba. Debía colocar un óbolo en la boca de su abuela antes que la cremaran. Desafortunadamente, los ritos se sucedieron con una lentitud impresionante. La música funeraria con los instrumentos de viento se evitó. Su padre accedió a que se entonaron los salmos hebreos que algunos de los cristianos conocían. Artemia no comprendía la letra, pero el ritmo la tranquilizó medianamente.

Su padre decidió entonces que aguardarían la visita de Timoteo para el elogio por la finada abuela. Todo esto inquietaba a Artemia quien solo tenía una idea en mente: salvar a su abuela de cien años de vagar por el mundo.

Nada, ni siquiera la ligera lluvia que apaciguó el calor veraniego de Tesalónica, tranquilizó a Artemia, y Sixta percibió su inquietud.

—Si tan solo estuviera Pablo, él te animaría —le susurró.

Pero no estaba ahí. Unos años atrás había anunciado el mensaje más sencillo del universo: fe para salvación, y Yiaiyia no dudó en aceptarlo. Le siguió su padre y luego ella misma, pero ahora el recuerdo no la consolaba. ¿Quién trenzaría su cabello? ¿Quién dirigiría la casa? ¿Quién la abrazaría por las noches?

Su padre ni siquiera había mencionado el óbolo. No creía más en esa práctica, pero Artemia buscó dos monedas y las ocultó entre sus ropas. Seguramente dos monedas harían que Carento y Hades pasaran por alto su afiliación al cristianismo.

¿Pero si los romanos estaban mal? ¿Si los cristianos tenían razón? ¿A qué deidad ofendería?

Así pasaron tres días de tormento, hasta que llegó Timoteo. La pequeña comunidad cristiana se reunió alrededor del cuerpo inerte y Timoteo alabó la fe de la abuela quien no había dudado en seguir las pisadas del Maestro.

Entonces sacó un pergamino y lo abrió lentamente. Se trataba de una carta para los miembros de la iglesia, pero, aunque prometió que la leería en su totalidad más tarde, Timoteo decidió enfocarse en una parte.

«Hermanos, no queremos que ignoren lo que va a pasar con los que ya han muerto, para que no se entristezcan como esos otros que no tienen esperanza. ¿Acaso no creemos que Jesús murió y resucitó? Así también Dios resucitará con Jesús a los que han muerto en unión con él».

Artemia apretó las monedas contra la piel hasta provocarse dolor. ¿Qué debía hacer? Su padre asintió con la cabeza y unos esclavos entraron para cargar el cuerpo hacia el cementerio. Mientras todos abandonaban el salón hacia la calle, Artemia supo que tendría segundos para colocar las monedas.

Se aproximó al cuerpo y alzó la mano, pero recordó las palabras de Pablo. «No se entristezcan como esos otros que no tienen esperanza». La abuela había depositado su total confianza en Jesús. Ella había creído, y Artemia debía hacer lo mismo. Así que, dejando escapar el aire lentamente, dejó caer las monedas al piso de mosaicos y se despidió de Yiayia.


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