Serie: Crónicas del primer siglo (5), 

Foto por Frida García Retana

El incendio

Por Keila Ochoa Harris

«¿Me acompañas, Flavia?», preguntó su padre. Ella accedió con entusiasmo. Su padre se distinguía de otros oradores y senadores de Roma por dos cosas: tomaba en cuenta a su única hija y era cristiano. Ninguna de las dos le hacía ganar popularidad entre sus camaradas.

Flavia mantuvo el paso hacia el edificio que su padre tenía en el sur de la ciudad y que ella nunca había visitado. De hecho, su padre confesó que sólo lo había visto una vez: el día que lo compró. La insulae albergaba a cientos de familias, pero nada preparó a Flavia para lo que vio esa mañana.

—El edificio contiguo es de mi amigo Marco Tulio —le explicó su padre—. Aquí viven los pobres, hija. Antes no me preocupaba de las condiciones del lugar, pero no puedo quitarme de la mente las palabras de Jesús: «Siempre habrá pobres entre ustedes, y pueden ayudarlos cuando quieran…» ¿Pero eso hago?

Flavia jamás había pensado en esas personas hasta que su padre y ella comenzaron a asistir a las reuniones cristianas, y lo hizo porque se sentó junto a un hombre que solía mendigar en la calle. Flavia fingió que no le importaban sus manos rugosas, sus pies sucios, ni el aroma a sudor que provenía de sus ropas. Pero sí le incomodó su presencia.

—Son doscientos escalones hasta el piso de arriba, patrón —le dijo el que vigilaba el edificio.

—Me hace bien el ejercicio —dijo su padre y comenzó a subir.

Flavia lo siguió y sus piernas resintieron los últimos esfuerzos. Entre más subían, se topaban con más personas. El fétido olor también se acentuaba, y cuando finalmente lograron acceder al último piso, Flavia sintió que se asfixiaba. Nada más había una pequeña abertura, pero debido a la lluvia del día anterior, las goteras dejaban pequeños charcos que una mujer esquivaba. Tenía un bebé recién nacido contra su pecho.

Flavia detectó la lámpara de aceite en una esquina. ¿Dónde cocinaba la mujer? ¿Dónde dormía? Su perro y los canarios que habían pertenecido a su madre antes que muriera, vivían mejor que esos individuos.

Descendieron en silencio. No había mucho qué decir. El cuadro de miseria y encierro se grabaría en su mente para siempre. En el trayecto de regreso a casa, su padre lanzó un profundo suspiro.

—Los griegos usan la palabra aristoi para los ricos como nosotros, Flavia.

—Los mejores —ella tradujo.

—Los pobres son los cheirous.

—Los peores.

Su padre la miró de soslayo: —¿Lo crees?

Flavia tragó saliva y pensó en el mendigo a su lado en la iglesia, el hermano Silvestre, pues tenía nombre. No olvidaría sus ojos puestos en el techo mientras entonaba un salmo judío.

—Debemos mandar componer el techo y mejorar la ventilación. Cambiar los escalones o un día alguien tropezará. Por ahora, debo visitar a mi amigo Marco Tulio —le informó su padre.

Marco Tulio arrugó la frente cuando vio a Flavia. No le simpatizaban las mujeres pues las consideraba inferiores. Flavia sabía que las comidas con amigos podían durar años y esta no fue la excepción. Llegaron más amigos, se sirvió más vino, y aunque su padre no participaba del todo, tampoco se marchaba pues debía hacer negocios con todos ellos.

De repente, un esclavo apareció jadeando.

—Su señoría, un incendio…

—¿Dónde? —preguntó Marco Tulio.

El sirviente mencionó el barrio donde estaba el insulae de su padre y el de Marco Tulio.

—Debemos ir —dijo su padre.

—No tiene caso —informó un esclavo de mayor rango—. Ambos edificios se consumieron por completo. Lo siento mucho.

—¿Murieron personas? —preguntó su padre.

—Los que no pudieron salir. Los de arriba, su excelencia. El incendio comenzó en la planta baja.

Flavia pensó en la mujer y su recién nacido. Su estómago se contrajo.

—Son buenas noticias, Augusto —dijo entonces Marco Tulio con una sonrisa y miró a su padre de frente—. Ya era tiempo de derrumbar esas antigüedades y reconstruirlas. Podremos doblar la renta. ¿No es grandioso?

Augusto, el padre de Flavia, no contestó pues por sus mejillas rodaban un sinfín de lágrimas. A ella, el incendio le enseñó una lección que jamás olvidaría: a los pobres siempre los tendría. ¿Cómo los ayudaría de ahora en adelante?


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