Serie: Crónicas del primer siglo (11)

Imagen por Frida García Retana

El banquete

Por Elizabeth RH

En los primeros tiempos del cristianismo, ágape también significaba una comida en común, que es el significado que conserva en la actualidad: comida, banquete. En este sentido, también significa el amor que devora al que ama, por ser este capaz de entregar todo sin esperar nada a cambio. El amor ágape es el amor divino de Dios.

Vino a la fiesta de Heracles, como cada noche de Venus. El viejo filósofo no era igual a otros vecinos, por ejemplo Tácito y su esposa. Heracles sólo dedicaba banquetes a Atenea, con largas mesas para degustar los mejores sabores sin las caricias y dedicaciones de pasión que Tácito y la bella Hipólita les permitían a sus invitados.

Últimamente, él no iba a celebraciones de índoles sensoriales. Si había aceptado venir hoy sería para no quedarse en los aposentos de su hogar en la montaña, rodeado de muebles y pergaminos, a la espera de hacer caso a esas voces que le aconsejaban colgarse de los sicomoros del patio. Necesitaba la conversación humana para evitar pensamientos de oscuridad.

—¿Ya oyeron las noticias?

Acasia rompió alguna conversación sobre filosofía entre los otros invitados. Los sirvientes terminaron de servir bandejas, los comensales comían sin descanso. Los oyentes la miraron, Acasia sonrió con el orgullo de tener las más interesantes noticias de la comunidad:

—Lucrecia... Se ha pasado al bando de los del Camino.

Los oyentes soltaron risas. Él prestó atención. Apenas recordaba quién era Lucrecia Decapele. ¿Era la mujer viuda o la hija de Merito Decapele?

—Era cuestión de tiempo —dice alguien más—. Las pobres estaban en la bancarrota después de que su padre fuera a cruzar el río en la barca de Aqueronte.

«Oh, entonces, era la hija, pensó él».

—También Cecile se ha pasado a las mesas de esos locos —Acasia agregó—.

Y también la viuda.

—Déjame adivinar —copa en mano Ledona se burló. Ella y Acasia eran amigas, unidas por el placer de meterse en asuntos ajenos. Y continuó diciendo—. ¿Las han acogido como a esos huérfanos del barranco?

Todos se rieron otra vez, conocían lo que los del Camino hacían. Sus extrañas costumbres desde que su secta creció dentro del pueblo hebreo que migró entre los helenos. No sólo dejaron de llamarse «judíos», también realizaban cosas que ni aun los hebreos practicaban. Cuidar de niños sin padres era una de sus tradiciones más populares.

—Cómo olvidar, —dijo Ledona—, cuando fueron a recoger al hijo de Zamatra. ¿Se acuerdan que la cínica estaba espantada? Le ordenó a un sirviente que lo dejara en una de las peñas del río, y se puso loca cuando supo que esa gente lo recogió como a un pez. ¿Qué será lo que no pudo soportar? ¿Qué ellos cuidaran al vástago mejor que ella o que tuviera que ver a su propia sangre recorriendo las calles con esos locos? La muerte hubiera sido mejor para el huérfano.

—Y la muerte fue mejor para Zamatra. Qué terrible que la tonta no prefiriera marcharse a Efeso como se lo sugirió su esposo. Mira que usar veneno de áspides para acabar con su vergüenza. —Acasia se abanicaba. Los otros oyentes hacían gestos como si no repararan siquiera en la ausencia de otra de los suyos desde que aquello pasó, dos años atrás.

—Acasia, ¿cómo supiste lo de Lucrecia y Cecilia? —un curioso preguntó.

—Mi sirviente Agamenón las vio, en uno de sus banquetes ridículos.

—¿Sus fiestas de Agapea? 

—Esas, justamente, Iksos. —Afirmó Acasia—. Desde que la capital ha dejado claro que no se requiere prohibirles sus «tradiciones», han hecho muchas en los últimos meses. Tengo una familia de esos locos justo al otro lado de las calzadas. Colocan mesas en los patios, traen utensilios de sus casas, sus bandejas repletas de alimentos de terrible gusto. Ni siquiera comen carne ni vino. Comparten todo y su único contacto es un beso delicado o un abrazo. Son peor de aburridos que tú, querido Heracles. Y yo que decía que tú eras un asceta por estas cenas sin el jolgorio que tenemos con Tácito y su mujer.

Compartieron sonrisas. Heracles no se ofendería. Admitía que las celebraciones de esos sectarios eran extrañas. Había oído sus filosofías de cerca. Una vez fue testigo de los juicios en su contra.

—Es bien sabido que uno de sus más grandes maestros fue sentenciado a muerte hace no mucho —Heracles les contó—. Se llamaba, si mal no leí, Cefas. Lo han crucificado en Roma. Se cuentan cosas que parecerían leyendas. Pero los acólitos de su culto siguen celebrando reuniones hoy en día. Lo mismo se cuenta del día en que su Cristus murió. Crecen como hidras en vez de morir bajo el poder del imperio.

—Hasta parece que los admiras, querido Heracles —Ledona dijo lo que muchos pensaron. Pero Heracles no se defendió. No sentía admiración, sólo era un buen observador.

Ledona puso sus ojos en él, finalmente.

—Has estado muy callado, Tiberio. ¿Los escribientes del centurión están en problemas otra vez?

El oyente silencioso dejó de pensar en la soledad de su hogar y en lo que sintió al oír las palabras del cambio en Lucrecia y su madre. No quería explicar de nuevo los asuntos de trabajo que, en efecto, han tenido en dificultad financiera a muchos transcriptores y traductores de los magistrados de esta provincia. Se escudó diciendo que no tenía nada que comentar. O mejor dicho, nada que aquí pudiera ser entendido.

La celebración continuó, pero él decidió marcharse. Todavía faltan los manjares de relleno, el vino malo para el final del banquete y otros debates filosóficos, políticos o meramente de chismorreo local.

Caminó solo en la calzada que conectaba los kilómetros entre las casas de Heracles y las de sus aposentos. Pensaba en la oscuridad de las salas en su casa, las salas vacías, los escritos de informes tan largos y sin sentido como los redactados ayer, hace un mes, un año, dos décadas. La vida en esta provincia, en el mundo de este siglo, no era más que una larga lista de informes que pasaban y pasaban sin término, sin que nada mejorara.

Las fiestas, la charla, los circos, el teatro, las artes, las comitivas, eran distractores de un mundo tan apagado como las antorchas en su casa.

Pensó en las fiestas del ágape. ¿Amor, decían? No el Eros, no el Filios. Sino el amor que los filósofos llamaban inmerecido e incondicional. ¿Cómo se celebraría eso en un banquete? Sin las letanías de debates ni las caricias de los hedonistas. Sólo amor sin condiciones, ¿qué clase de amor? 

De pronto, entre las luces de antorchas del camino, un grupo en una esquina lo alumbró con su propio fulgor. Varios hombres y mujeres entregaban panes a los desfavorecidos de la calzada. Él reconoció a Lucrecia, pero dudó. Había visto sus facciones en las fiestas donde su padre y su madre visitaban a Heracles. Pero nunca había visto esta luz en sus ojos.

En medio de la calle en penumbra, la luz emanaba de ella y de los suyos, alimentando a esos vagabundos. Locos, extraños, practicantes de actos pacíficos, masacrados en los circos o en las mesas de críticas. Los ojos de Lucrecia se viraron en el momento justo. ¿Habrá escuchado su garganta al emitir un jadeo? ¿Habría notado su desconcierto y su sed? ¿O fueron sus ojos la ventana para que otros más antiguos lo miraran? 

Regresó a casa. La noche oscura. Soñó con un barranco, los peñascos helados, el llanto de un niño en la penumbra. Unas manos lo sujetaron. Un arrullo, el abandono hostil de las eras sin propósito, de los escritos que no tienen sentido, habían terminado. Al despertar pensó: «Las manos, el niño».

Y esos vagabundos alimentados, comiendo gozosamente de las manos de unos locos. ¿Era eso un banquete? ¿Era justo eso la fiesta de Agapea? Tenía que saberlo. Tenía que entenderlo. Por el Amor desconocido. Tenía que vivirlo. Sólo así, entendería lo que era vivir siquiera, lo que era la vida para cualquier ser humano. La causa tras la luz en los ojos de Lucrecia que parecía tenerlo todo al haber renunciado a ello.

Fue cautivado por su adoración antes que por ella.

O quizás fuera la sed lo que provocara mirar en el momento correcto, oír las historias en la noche correcta. Ansiar el agua con sed verdadera.


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