Serie: Crónicas del primer siglo (7)

Foto por Frida García Retana

Mi trabajo siempre fue la muerte

Por Elizabeth RH

Se decía que un soldado trabajaba para el César y por tanto, para la expansión de Roma y la nueva civilización. Mis ancestros y los otros soldados solían verlo así. Éramos parte del sueño que comenzó con Alejandro y que sus dinastías estaban afirmando. O al menos en apariencia. Nos sentíamos orgullosos, incluso en los trabajos olvidados por los dioses.

Los soldados enviados a las provincias, al otro lado del mar, éramos justo eso. Los soldados del olvido que establecen a Roma hasta lo último de la Tierra. Pero como dije... yo trabajaba con la muerte. La Pax Romana. El orden. El cumplimiento. Era un auxiliari, enviado a una provincia bajo las órdenes de un centurión.

Además de garantizar la seguridad del político en la región de Judea, mi trabajo era asegurar que nadie se saliera de las órdenes de ese político. Los judíos tienen un talento especial para eso. Nada tan grave como los golpes de estado que el Bajo Egipto nos hizo alguna vez, o los viejos y olvidados persas. Pero eran duros. A un judío, si no lo atas con sus ideas, encuentra las armas para tratar de levantarse cuando menos lo esperas.

Sus ideas eran peligrosas.

Arrestarlos en plaza pública y hacerlos azotar es la manera de advertirles a los otros que deben estarse quietos, o la Pax de Roma les caerá encima como nunca antes. La mayoría entiende; por un rato. Otros se vuelven rebeldes, forman grupos religiosos que entrenan combatientes.

Luego estaba su sociedad derruida por el crimen. Llenos de maleantes, éramos nosotros quienes teníamos que reasignar el orden: 42 azotes menos uno, una multa, una crucifixión en su Sabbat sagrado para hacerles aprender la lección. Empujones, gritos por las calzadas, llevarlos a rastras, echarlos al piso, detenerle la mano a uno mientras otro auxiliari entierra el primer clavo, partirle las rodillas para acabar la agonía después de 5 o 6 horas.

Lo dije... trabajé con la muerte.

Es con la muerte donde las preguntas de la vida suelen venir.

Otros milites buscan respuestas a su manera. Unos adoran a Juno por su supremacía, otros ofrendan a Ceres por recuerdo a su familia. Solo legionarios tienen a Marte como director principal. El más reverenciado entre los hombres que necesitan olvidar la muerte es Baco. El jugo de la vid pacífica a los humanos, en especial a los que trabajan largas jornadas con el látigo y la lanza.

Si de deidades hablamos, los romanos somos expertos. Si de conquista y civilización se quiere conversar, los romanos tenemos mucho para jactarnos. Si de muerte y experiencia en darle fin a la vida, los romanos estamos presentes. Pero en medio de las dudas a mis preguntas sobre lo que es morir y lo que significa vivir... ¿Será que acaso los filósofos de nuestro tiempo todavía no son muy expertos?

El último día que trabajé como auxiliari, fue el día que Pilato le anunció al pueblo de judíos que dejaría libre a uno de los peores criminales que arresté en mi carrera. Ladrón, asesino, perseguidor de mujeres... Hereje según sus tradiciones judías. El mismo pueblo que ordenó encarcelarlo meses atrás, gritó: «¡Queremos a Barrabas, queremos a Barrabas!». No solo los romanos somos expertos en la muerte, también los judíos. A voz en cuello le exigieron al Prefecto que escarmentara y luego matara a un maestro religioso. En Roma, los maestros se hallan entre los más alabados puestos.

Aquí, a éste, quisieron verlo sangrar hasta la muerte.

De nuevo el mismo camino: los empujones, el griterío, las órdenes, el sudor, la sangre de los primeros azotes, sostener la mano contra la madera, oír el crujido del clavo que atravesó piel y hueso. Los gritos: «¡Crucifícalo. Crucifícalo!». Tantas veces escuché esa plegaría por la muerte y tantas veces me recorrían los humores. ¿Era náusea o miedo? ¿Eran preguntas o solo el mareo por el hedor de la sangre? 

Pero ese último día, sentí la mirada del hombre debajo de mí. Sujetando su mano para que Sexto le atravesara la segunda palma con otro clavo. 50 golpes de martillo se necesitan por cada una, cincuenta. A él lo acusaban de ser un mentiroso y un hereje. Lo acusaban de ser un revoltoso ofensivo.

Era otra muerte entre las muchas de este mundo, pero su mirada cristalina, debajo del dolor físico y la extenuación del alma... ¿Era sólo la muerte? ¿O eran respuestas a mis preguntas?

Los ciudadanos romanos no sabemos mucho de filosofía. Apenas sabemos algo de religión. Lo que sucedió en los días siguientes a ese momento, puede significar más para todos ustedes. Para alguien como yo, ese momento fue el momento. ¿Trabajas para la muerte...? Lo oí en mi mente. Lo oí. Yo lo sé.

¿Trabajas para la muerte? Un Dios que nunca había oído. Un Dios que no cree en la Pax Romana pero dudo que crea en la Shalom tal como lo aplican hoy día los judíos. ¿Trabajas para la muerte?

Dijo mi nombre. Sí, respondí. Soy un soldado. Soy un auxiliari romano. Este es mi trabajo.

Su mirada cristalina dolía, fijada en todos cuando lo alzaron, fijada en mí no sé cuándo ni cómo.

Tal como no sé de qué forma pude oír su voz, pude oír también la verdad: Un colaborador de la muerte... ¿No está muerto ya? No somos soldados bajo la orden del César, somos trabajadores del Hades.

¿Un colaborador de la muerte podía renunciar a su trabajo y cambiar?

Desde hoy, trabajarás para la vida. No supe qué quería decir cuando me miró de nuevo, en su último aliento, después de tantas palabras a todos y al cielo. Hoy trabajas para la vida. Dijo mi nombre de nuevo. Y exhaló. ¿Podía un soldado hacerlo? ¿Podría yo hacerlo?

El cielo se pintó del manto del inframundo. La muerte devoró al pueblo de los judíos. Nadie entendía, tampoco yo. Hoy trabajas para la vida, siguió diciendo. No pensé en eso los días siguientes, con más arrestos, más orden de Roma. Ya no podía trabajar para eso. ¿Cómo renuncia un soldado? No es posible, ni común. Sólo después de 15 años de labor o una excusa digna de los dioses haría que un soldado suelte la capa y la espada de Roma. 

La tercera mañana de ese día de muerte... vino la mía.


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