Serie: Crónicas del primer siglo (10):

Foto por Frida García Retana

El terremoto

Por Erika Simone

Julia despertó de golpe. Algo la había tirado de la cama. Su hermanito empezó a llorar a gritos. Intentó ponerse de pie para ir a consolarlo, pero el movimiento del suelo la tumbaba, vez tras vez. Al final, mareada y gateando logró llegar a la camita de la esquina para abrazar al pequeño. Y tan repentinamente como había llegado el terremoto, se acabó.

Julia abrió los ojos. Ya no se estaba moviendo el mundo.

—¡Mamá!

—¡Julia! ¿Estás bien? ¿Y Marco? 

Sus papás aparecieron en la puerta de la recámara. Julia corrió para abrazarlos. Marco, en sus brazos, seguía sollozando. Había grietas en las paredes de la casa y todas las jarras y las canastas se habían caído de las repisas, pero estaban juntos y estaban bien.

Esa tarde, el tío de Julia mandó a un siervo con una invitación. Quería que fueran a su casa, porque el hombre que había causado el terremoto estaba en su casa con un mensaje especial de Dios. Cuando Julia escuchó las palabras del siervo, miró a sus papás con ojos grandes. Su papá levantó las cejas y despidió al siervo sin respuesta. Su mamá levantó una mano temblorosa hacia su frente. 

—Querido, ¿el hombre que causó el terremoto? —En respuesta, su papá meneó la cabeza. 

—Me imagino que es un estafador nada más. Vamos porque tu hermano todo se lo cree y debemos ir para ayudarlo a ver qué es lo que realmente pasó. Podemos hacer preguntas al hombre para comprobar que no es quién dice ser. Nos invitó para cenar, entonces tenemos un ratito para seguir arreglando la casa y luego vamos. No te preocupes. 

Julia vio a sus papás abrazarse de nuevo, antes de continuar con su trabajo de recoger y organizar todo lo dañado por el terremoto.

Aún no estaba oscureciendo cuando la familia salió de la casa. Julia cargaba una canasta con unos panes, su mamá llevaba a Marco y su papá una bolsa de piel con monedas. Había comentado que quizás la manera más fácil de deshacerse de un estafador era dándole algo de dinero. Cuando llegaron, los siervos de su tío ya habían puesto lugares para que todos se sentaran y los aromas que salían de la cocina eran tentadores. Su tío les recibió con una gran sonrisa y luego les presentó al huésped. 

—Este hombre se llama Pablo y su colega es Silas. Gracias a ellos, sigo con vida.

Julia observó el cejo fruncido de su papá que reflejaba la confusión que ella sentía. El siervo no había dicho nada acerca de esto.

—¿Te salvaron la vida, hermano? —Su mamá había palidecido con la presentación de los hombres extraños. A pesar de que estaban bañados y tenían vendas, era muy obvio que estaban cubiertos de heridas. Tenían ojos hinchados y moretes en las muñecas y los tobillos. Las vendas que rodeaban sus torsos delataban que habían sido azotados bajo la ley Romana. Eran delincuentes y ¿le habían salvado la vida a su tío?

—Les voy a contar lo que pasó y luego ellos mismos les pueden explicar el por qué. —El entusiasmo de su tío preocupaba a su papá. Julia lo podía ver en sus ojos. Pero, ella se sentía intrigada. 

—Pásense al comedor. Les cuento mientras cenamos.

Su tío los pasó a la mesa en donde los siervos ya estaban listos para servir la cena. Una vez a la mesa, (¡incluso los delincuentes se sentaron con la familia!), todos pusieron atención a lo que el tío compartía. Pero, Julia no pudo dejar de mirar a los hombres que, aún vendados y claramente adoloridos, sonreían y disfrutaban la comida. 

El tío les contó cómo habían llegado estos dos hombres sin queja alguna, a pesar del grave castigo al que habían sido condenados. Les había puesto en la parte más segura, y la más fea, de la prisión: la parte más profunda del sótano, lleno de humedad, lodo, ratas y más. Les contó cómo había escuchado sus voces cantar acerca de un Dios de misericordia y amor, dispuesto a rescatar a personas pecadoras. Y luego, el momento que todos habían sufrido: el terremoto. Julia se quedó sin aliento cuando escuchó que el terremoto había roto cadenas y abierto todas las puertas. 

Los siervos ya estaban trayendo platos con fruta, queso y pastelitos cuando el tío por fin terminó su historia.

—Todos sabemos la consecuencia de que un prisionero se escape. Yo era un hombre condenado a muerte. Saqué mi espada —Julia vio a su mamá cubrirse la boca con los dedos, sus ojos grandes, horrorizados—, pero no me dio tiempo de quitarme la vida. Desde la oscuridad del sótano, escuché la voz de este amigo.

Julia no lo podía creer. ¿Amigo? ¿Un delincuente, amigo de su tío, el encargado de la prisión? —Me dijo: 

—No te hagas ningún daño. Todos estamos aquí.

—Era cierto, ningún prisionero había muerto ni escapado. Fue un milagro. Tuve que reconocer la mano de este Dios, del cual habían cantado. Un Dios que, a pesar del pecado que llena mi corazón y que mancha mis manos, me estaba dando la oportunidad de vivir para Él. Corrí al nivel más bajo del sótano y les pregunté qué debía hacer para ser salvo. Me dieron el mensaje más sencillo que jamás he oído: cree en el Señor Jesucristo y serás salvo. Ahora, quiero que ellos les expliquen a ustedes. 

Julia veía lágrimas en los ojos de su tío. ¡Lágrimas! En los ojos de un verdugo que había torturado prisioneros durante años sin titubear. Miró a sus padres y podía leer sus pensamientos porque eran los suyos también. ¡Tengo que escuchar este mensaje! Ha de ser algo impactante para hacer un cambio tan grande en un hombre tan duro!

El hombre mayor les sonrió a todos, su ojo hinchado y labio cortado le daban un aire grotesco. Julia se acomodó el cojín, lista para escuchar atentamente al Mensaje que cambiaría su vida.


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