Excluida

Foto por Phil Eager

Descubre por qué Mireya se sentía excluida

Por Sofía Luján

Bajé a desayunar con hambre, aunque ya era un poco tarde. Mamá exprimía una naranja y me miró de reojo.

—Mireya, tu padre no vendrá por ti este fin de semana. Tiene un congreso en Acapulco.

El hueco en mi estómago se hizo más grande. Desde la separación de mis padres siempre duele enterarme que papá anda fuera. Los fines de semana son mis únicos momentos con él. Cuando algo más se atraviesa en su camino, me siento excluida.

Sin embargo, no sé qué hubiera hecho tres años atrás si alguien no me hubiera hablado de Jesús. Aún cuando todavía lastima que papá no esté, sé que Jesús está a mi lado.

Tomé un vaso de la alacena y miré por la ventana. Una mariposa se posó sobre el cristal. El sol se asomaba entre las nubes. Quizá sería un buen día. Pero faltaba otra noticia.

—Cambié mi turno en la cafetería. Voy a trabajar por la tarde así que irás con la tía Lola.

Los fines de semana mamá trabajaba, quizá para no pensar que yo estaba con papá. Pero aun así, saber que ella estaba organizando su viernes por la tarde sin tomarme en cuenta me hizo sentir… excluida.

Sorbí el jugo de naranja. Las naranjas estaban dulces y disfruté cada gota. No cabe duda que Dios siempre me envía pequeños obsequios en medio de las malas noticias. Tal vez, pensé en ese instante, aún mejoraría el día.

No me gustaba mucho mi nueva escuela porque me intimidaba el tamaño. Había estado acostumbrada a una escuela con pocos alumnos, así que ese colegio con cuarenta alumnos por aula me atemorizaba. Sin embargo, encontré en Karla una buena compañera.

Sobreviví a Matemáticas. Después tuvimos clase de Educación Física. El profesor nos separó hombres y mujeres. Los hombres se pusieron a jugar fútbol, y nosotras practicamos voleibol. Éramos trece, y cada equipo debe contar con seis integrantes. Dos chicas fueron nombradas capitanes para dividirnos. Hilda, Reina, Gabriela, Teresa….

Escogían a todas las que me rodeaban, pero nadie mencionaba mi nombre. Comencé a sentir un hormigueo en la espalda; cierto que soy muy torpe para los deportes y mis piernas flacas no cooperan con la impresión que otros se forman sobre mi destreza física, pero cuando solo faltábamos tres, contuve la respiración.

—Sonia.

—Lucía.

El profesor se encogió de hombros: —Descansa en las gradas, Mireya. Cuando alguien falle más de tres veces, entras tú.

Me senté con el rostro colorado y una opresión en el pecho. Nuevamente excluida. Quería llorar, pero contemplé una fila de hormigas que transportaba migajas de pan rumbo a un hormiguero. Por cierto, me quedé sentada todo el partido. Nadie se equivocó tres veces.

Durante el receso, comí junto a Karla, Hilda y Gabriela, como era nuestra costumbre. Posiblemente me encontraba demasiado sensible pues las noté extrañas, como si me ocultaran algo. Las oí cuchichear mientras yo iba al baño. Intercambiaban miradas que me intrigaban. Hasta la salida me enteré lo que ocurría.

Karla las había invitado a su casa. No me invitó a mí. Mientras me colocaba la mochila al hombro y caminaba rumbo al andador que conducía a casa de la tía Lola, recordé que había olvidado recoger un libro en la biblioteca.

Entonces las vi trepar el auto de la mamá de Karla, todas riendo y planeando cómo pasarían la tarde. Me sentí excluida.

Justo entonces comenzó a lloviznar. Las gotas de la lluvia se combinaron con mis lágrimas. Solo faltaba que la tía Lola decidiera no acogerme en su casa. La tía Lola es la hermana mayor, excéntrica y solterona, de mi madre, a quien ningún sobrino quiere, ni ella quiere a nadie.

—En el sótano hay latas de atún. Ve por dos para preparar el almuerzo —me pidió cuando abrí la puerta.

Aún hoy detesto el sótano de su casa. Lo mandó construir cuando escuchó sobre el peligro de bombas atómicas; ahora solo lo usa de almacén y tilichero, pero uno debe bajar con lámpara de mano. Para mi mala suerte, me quedé encerrada. A la hora de volver con las latas de atún, traté de abrir la puerta, pero la encontré atrancada.

Me senté en el escalón con impotencia. La tía Lola veía el televisor con tal volumen que no me escucharía ni en mil años. Entonces la palabra excluida se repitió en mi mente, y no tanto por lo que ocurría ese día, sino porque la había leído en la Biblia la noche anterior. No recordaba bien el pasaje, solo que aquellos que no conocen a Dios ni obedecen el Evangelio, serán un día excluidos de la presencia de Dios para siempre.

A pesar de mi mal día, había disfrutado del sol, el viento y la lluvia. Dios me había abrazado a través de una mariposa y una fila de hormigas sin darme cuenta, y me daba ánimo para seguir adelante. ¿Pero qué sería estar lejos de él para siempre? Aún la tía Lola que detesta a todos, y al mismo Dios, disfrutaba del sol, el viento y la lluvia… hasta aquel día cuando ya no haya otra oportunidad.

Toqué dos veces y el perro ladró. Manchas avisó de mi predicamento y la tía Lola abrió con enfado. Nos sentamos a conversar, mientras ella preparaba el atún. No recuerdo bien mis palabras pero después de contarle mi horrible día, excluida por mi padre, mi madre, mis compañeras de clase y mis supuestas amigas, le dije algo así:

—Tía Lola, es horrible sentirse excluida. ¿Quiere usted estar separada de Dios toda una eternidad? Sinceramente, no se lo deseo a nadie. Ni siquiera a mi peor enemigo.

Mi tía Lola me miró largo y tendido. Quizá de niña también se sintió excluida. Tal vez todavía lo hacía, pues pocas veces la invitaban a las fiestas de cumpleaños de los sobrinos. Entonces susurró: —No… no me gustaría estar excluida para toda la eternidad.

Así que le conté de Jesús.


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