Confesiones de una hija de pastor, Capítulo 8

Imagen por Frida García Retana

Sobre los secretos

Por Keila Ochoa Harris

Casi no tengo secretos, en especial con mi mamá. Creo que le he contado casi todo lo que me ha pasado en mis diecisiete años de vida, pero por supuesto hay detalles que no le he confesado. Uno de ellos ocurrió la Navidad pasada. Como de costumbre, fuimos a casa del tío Pedro para el festejo. Los hermanos de mi papá se reúnen con mi abuela cada vez que pueden. La abuela y dos hermanas de mi papá preparan el lomo envinado, mi mamá lleva ensaladas y todos los demás cooperan con postres y bebidas.

Para mí la mejor parte es pasar tiempo con mi prima Flor. Aunque es solo un año mayor que yo, desde niña la he admirado. La considero la hija, la alumna y la amiga perfecta. Tiene lo mejor de cada miembro de la familia,  siempre está dispuesta a ayudarme con los temas que a veces no quiero preguntar a mis padres. Su familia también asiste a una iglesia, pero no cuentan con las presiones que yo debo soportar, así que viven con más tranquilidad y libertad, por así decirlo.

Cuando el tío Pedro, su padre, sacó las botellas de vino y de sidra para brindar, le sirvió una a Flor y luego me contempló con curiosidad. Yo le acerqué una copa, pero mi papá dijo que no con la cabeza y el tío Pedro me pasó de largo. Esa noche, mientras los adultos conversaban en la sala, Flor me dijo que saliéramos al patio y me trajo una copa con vino.

—Debes aprender a tomar, Pris. De lo contrario, un día te van a ofrecer algo en una fiesta y no vas a poder decir que no y para qué te cuento. Pruébala.

—Pero…

—Tengo enjuague bucal. Nadie se dará cuenta.

Di mi primer sorbo y debo confesar que la bebida me resultó más amarga que un limón. Mi primera reacción fue escupirlo, pero tragué el contenido y luego experimenté una especie de calor. Flor me dijo que probara un poco más. Así lo hice hasta terminarme la copa, consciente de que me encontraba un tanto «alegre» y de que la cabeza me daba vueltas. Sin embargo, no podía negar que la sensación resultaba extrañamente placentera.

Flor me miró fijo.

—Nunca, nunca aceptes que alguien te dé una copa que no viste cómo servían, y nunca tomes más de dos. Con una, la gente dejará de molestarte.

Arrugué la frente tanto que me dolió, pero los ojos de Flor se nublaron.

—Todos toman en la universidad, Pris. No hay fin de semana que no me inviten a celebraciones o reuniones donde abunda el alcohol. He decidido no ir más, pero las pocas veces que fui descubrí cosas terribles que no quiero que tú sufras. El alcohol es peligroso, Pris. Mi amiga Caro… Algún día te contaré, pero no olvides la lección.

Esa noche dormí bastante bien, pero al otro día tuve un ligero dolor de cabeza.

Recordé esa escena de Navidad el domingo por la noche. Nana, mi abuela materna, había venido a visitarnos. Ella siempre traía consigo paz y alegría, lo que conllevó un cambio en mi madre. Creo que las terapias comenzaban a funcionar y sus niveles de energía y conexión aumentaron con la presencia de Nana, quien la llevó a caminar al parque y la impulsó a bordar de nuevo. Mis papás volvieron a reír con más naturalidad y todo esto me permitió planificar mejor mi próxima salida al campamento que sería en una semana.

El día anterior, en la reunión del sábado, estuve en un grupo pequeño con Santiago. Solo éramos cuatro: Emiliano, Tomy, Santiago y yo. Roberto quería tratar el profundo tema de los vicios, así que nos dividió en pequeños núcleos para poder permitir las confidencias. De hecho, percibí que la mayoría se comunicaba en susurros y mi grupo no fue la excepción.

Tomy confesó que jamás había probado una gota de alcohol, pero que había fumado con sus primas. Todos sabíamos que el abuelo de Emiliano había muerto por cirrosis hepática, producto de su desenfrenado alcoholismo, y que uno de sus primos falleció a causa de una sobredosis de heroína, así que Emiliano evitaba las cervezas y la droga a toda costa. 

Yo no me atreví a decir nada. Estaba segura de que si hablaba de mi copa de vino y la historia llegaba a oídos de la hermana Sofía, mi papá perdería su trabajo. No podía arriesgar la felicidad de mi familia en esos momentos que comenzábamos a avanzar en el tema de las relaciones sanas.

Santiago, sin embargo, lanzó un suspiro.

—Me he emborrachado varias veces y no estoy orgulloso de ello. Usaba el alcohol para escapar de mis problemas y sentirme aceptado por los demás. Pero ese mundo da miedo. En especial, me molesta ver a mujeres tratando de beber a la par de los hombres solo para demostrar… No sé qué quieren probar, pero no ganan nada.

Cuando Nana nos visitaba, yo dormía en el despacho de mi papá en una colchoneta. A Nana le dejaba la privacidad de mi habitación y el buen colchón de mi cama, que protegía su espalda. Como estábamos de vacaciones, tenía mi celular a mi lado y chateaba con mis amigas. Alguien tocó la puerta principal y entonces oí las voces de los padres de Christian.

Por supuesto que no salí del despacho. Mis papás ya me creían dormida, y Nana y Aarón dormían desde las nueve y media. Pero mi ubicación permitía que escuchara cada palabra como si estuviera sentada en el sillón. Traté de no moverme y escuché todo.

Los padres de Christian se encontraban devastados.

—Han pasado ya varios meses y las cosas no mejoran, por eso decidimos venir —dijo el padre de Christian.

—Ayer fue la gota que derramó el vaso —lloriqueó su madre—. Un amigo de Christian nos habló a las tres de la mañana. Christian chocó el auto contra un árbol. Destrozó la parte delantera.

—¿Él está bien? —interrumpió mi mamá.

—Gracias a Dios traía el cinturón de seguridad —dijo la madre—. Pero, Gaby, estaba totalmente borracho. No sé cómo se atrevió a conducir el auto. ¿Por qué sus supuestos amigos le permitieron hacerlo?

Se refería a sus compañeros de universidad con quienes Christian pasaba más tiempo ahora. Primero se trató de un pequeño viaje de fin de semana donde probó la cerveza y sus padres percibieron su aliento alcohólico. Poco sirvieron el sermón y los castigos, pues al fin de semana siguiente volvió a las andadas.

—Ya no quiere venir a la iglesia —confesó su papá con vergüenza—. Dice que es para retrasados mentales. Está irreconocible.

Con paciencia, mis padres los consolaron y oraron por ellos. Mi papá no lanzó uno de sus sermones, ni siquiera recitó versículos. Dedicó más tiempo a escuchar y luego a pedir a Dios por Christian. Prometió que conversaría con él, aunque dudé que Christian aceptaría una charla con el pastor.

Debo confesar que mis dedos ardían con las ganas de contarles a Pau y a Tomy la noticia. No me movía el chisme, sino la necesidad de desahogarme, de compartir mi preocupación y de escuchar otras voces. Christian, a final de cuentas, era nuestro amigo. Era uno de los nuestros; punto. No me gustaba que se juntara con aquellos que no velaban por su bienestar y que habían permitido que se accidentara por su imprudencia.

Mis papás repetían: «Gracias a Dios Christian no se lastimó». Insistían en que Dios lo había protegido de algo peor, como de atropellar a un inocente. Yo no podía ni siquiera imaginarlo. Pensar en «mi» Christian tambaleándose y arrastrando las palabras, con la camisa desfajada y diciendo malas palabras, me revolvió el estómago. Pero no se lo podía decir a nadie en absoluto. Otra de las muchas razones por las que ser hija de pastor apesta.

No era la primera vez que escuchaba de una tragedia que no comprendía. Aprendí a temprana edad la palabra «adulterio» por una conversación entre mis padres, y desde entonces prometieron no hablar de temas de la iglesia frente a nosotros, pero no siempre lo lograron. 

Supe que los tíos de Tomy se iban a divorciar antes que ella. Lloré cuando la iglesia se dividió por dos hombres que no concordaron con mi papá en su decisión de no volver a recibir con las puertas abiertas a un hombre que había estado pidiendo dinero a los miembros de la iglesia para alimentar su problema con las apuestas. 

En dicha división se marchó mi mejor amiga de la infancia, Montserrat, a quien a veces veía en los eventos juveniles cristianos de la ciudad, pero jamás me recuperé de esos meses de chismes, intriga y violencia verbal.

Al parecer, este sería uno más de los secretos que debía guardar. No echaría de cabeza a Christian. No rompería la confidencialidad de mis padres. Pero ¡cuánto pesaba! Los papás de Christian se marcharon a medianoche y yo di vueltas en la colchoneta hasta que la puerta crujió y mi mamá entró de puntillas. De inmediato supo que estaba despierta y se recostó a mi lado.

—Oíste todo, ¿verdad?

Murmuré un sí.

—Lo siento. Olvidé que estabas aquí abajo.

Se hizo un silencio, luego un largo suspiro.

—Tú no harías algo semejante, ¿o sí? ¿Me has ocultado algo, Pris?

Escuché con claridad las manecillas del reloj de pared. Era mi oportunidad de descargar mi corazón, pero algo me impidió hacerlo. ¿La eterna culpa que me seguía por ser la hija del pastor, la que debía ser perfecta en todo? ¿El miedo de que mi madre perdiera el brillo que empezaba a aparecer de nuevo en su mirada? Así que le respondí que no.

Cuando se marchó, mi corazón latió con más fuerza. Esa tarde había leído algo en Efesios. «Antes estaban muy lejos de Dios, pero ahora fueron acercados por la sangre de Cristo». 

De repente me sentía lejos, muy lejos de mis padres, pero ansiaba la paz de la que hablaba ese pasaje. ¿Y si lo intentaba con Dios? ¿Si hacía lo que me había sugerido Lupita? 

Se lo conté tal cual, como si Jesús mismo estuviera sentado en la silla giratoria de mi papá, tomando un poco de café. Al otro día leí: «Ahora todos podemos tener acceso al Padre por medio del mismo Espíritu Santo gracias a lo que Cristo hizo por nosotros».

En ese momento reconocí lo que había sucedido la noche anterior. Había tenido mi primera conversación, espíritu con espíritu.

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D.R. ©️ Keila Ochoa

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