Confesiones de una hija de pastor, Capítulo 6

Imagen por Frida García Retana

Sobre la vocación

Por Keila Ochoa Harris

Fin de cursos. Por supuesto que mis papás insistían en que debía asistir hasta el último día, aunque muchos de mis compañeros faltaban o inventaban excusas para no ir a clases. Sin embargo, por esta ocasión, no me quejé. Además de que se aproximaba mi último año en la preparatoria antes de ir a la universidad, me hacía bien salir de casa.

Mis papás no «peleaban» exactamente, pero podía sentir la tensión entre ellos. Uno de los temas principales de sus discusiones giraba en torno al dinero. Como pastor, mi papá recibía una mensualidad de parte de la iglesia, pero a veces no alcanzaba para todos los gastos de la casa y de una familia en crecimiento.

Entonces vinieron a cenar unos amigos de mis padres. Los consideraban sus consejeros espirituales, y aunque no pude escuchar la mayor parte de la conversación, supe que descargaron sus corazones ya que mi mamá lloró y mi papá tartamudeó cuando logré oír algo. Finalmente, los amigos sugirieron que mi mamá acudiera a consejería cristiana, pero mi papá se negó. ¿Qué pensarían los feligreses si veían a mi mamá en consulta?

—¿Y qué importa lo que piensen? —gritó mi mamá—. ¿Qué no me amas?

Más murmullos y sollozos. Mi papá perdió la batalla. Mi mamá necesitaba ayuda. Eligieron una consejera cristiana que vivía en otra ciudad, literalmente, pero que podía verla cada quince días. La ciudad en cuestión quedaba a media hora. ¿El problema? Un gasto más que no se podía cubrir sin realizar serios sacrificios.

Aarón se despidió de su futura patineta y yo de mis soñados audífonos. Todos decidimos comer menos fuera de casa y ahorrar gasolina. El verano lo permitía. De todos modos, aunque contaba los días para salir de la escuela, no saltaba de gusto por un verano en una casa donde las cosas no marchaban como antes.

Cuatro días antes del fin de cursos la directora invitó a una chica que venía de paso por la ciudad. En mi escuela, dirigida por cristianos, se apoyaban las misiones y las causas nobles, así que no me sorprendí cuando presentaron a Lupita, una mujer en sus treintas, baja de estatura y no muy delgada, que trabajaba en una clínica en un país africano.

Me senté en la última fila junto con Miri. Ella siempre mostraba interés por una buena historia, pero noté que estaba distraída e irritable. ¿También tendría problemas en casa? Tomy había faltado ese día por un dolor estomacal.

Lupita, vistiendo unos jeans y una blusa blanca, se colocó delante del micrófono. Comenzó hablando de su niñez en la Ciudad de México, con una madre trabajadora y un padre que murió en un accidente de trabajo cuando ella tenía seis años. Habló un poco de sus días escolares, diciendo que sus calificaciones jamás hubieran pronosticado que terminaría una carrera universitaria. Después contó de sus días en la preparatoria, donde empezó a experimentar con drogas.

No me espantaba escuchar del uso de drogas, pues había visto suficientes series americanas que hablaban del tema. Mis padres me explicaron las serias consecuencias de una adicción. Mi sorpresa surgió del hecho de que esa joven de sonrisa tierna hubiera caído en la trampa.

Ella lo adjudicó a su inclinación natural por el mal y el abandono en casa. Sin embargo, la misericordia de Dios la alcanzó. Antes de que su problema se hiciera mayor, escuchó de Cristo por medio de una tía y su vida cambió. Comenzó una relación personal con Jesucristo y empezó a asistir a la iglesia.

De alguna manera, esa frase «una relación personal con Jesús» me incomodó. ¿A qué se refería? En mi iglesia decíamos convertirse, hacerse cristiano, pertenecer a la iglesia, pero ¿relacionarse? Quizá había escuchado el concepto de labios de mi papá, pero el hecho de que esa joven sincera, aunque poco elegante la pronunciara, hizo que adquiriera un tono diferente.

Terminando la preparatoria, Lupita entró a trabajar en la pollería de su tía. Su mamá se volvió a casar, así que Lupita sintió que estaba mejor con su tía. ¿Pensar en una profesión? ¿Ella? ¿Con bajas calificaciones y sin dinero?

Miri y yo intercambiamos miradas. Desde unos meses atrás comenzamos a sentir la presión por el futuro. Los maestros nos preguntaban qué inclinaciones vocacionales teníamos. Los alumnos más adelantados nos recordaron las fechas de exámenes para colocarnos en las diferentes opciones universitarias.

Tomy no se preocupaba, pues desde los ocho años decidió estudiar pedagogía. Nada la disuadió, ni siquiera las nuevas carreras en el ramo. Miri vacilaba entre ingeniería industrial y diseño gráfico. ¿Yo? Algo me hacía pensar que todos esperaban que cursara el seminario, como mi papá. No se me había figurado algo tan descabellado, ya que estudiar la Biblia me resultaría sencillo y conocía a algunos de los maestros del seminario más cercano.

Sin embargo, envidiaba un poco la emoción con que otros hablaban de sus planes futuros. Parecían genuinamente motivados a pasar por todo el estresante proceso de convocatorias y exámenes de admisión. Me hacían preguntarme si habría algo más para mí.

Por su parte, Lupita trabajó dos años en la pollería hasta que un día lo supo. Cansada de cortar carne y romper pescuezos, decidió enmendar a los de huesos rotos y ofrecer sanidad. Intentó dos veces la carrera de medicina, sin buenos resultados. Sus calificaciones no ayudaban y quedó abajo en las listas. Entonces su tía sugirió que optara por enfermería. Si seguía trabajando con ella, lograría pagar sus estudios en un colegio privado.

Temerosa, pero motivada por el Señor, accedió. Tres años después, Lupita se graduó siendo la mejor de su generación. Luego trabajó en clínicas privadas hasta que escuchó a un hombre hablar de las necesidades en África. Las fotos de niños desnutridos pero sonrientes y de mujeres valientes que soportaban innumerables tragedias la conmovieron.

Llevaba ya dos años en un hospital en África y no los cambiaría por nada del mundo. «Amo mi trabajo. Amo a la gente. Amo a Dios». Hasta ese momento me di cuenta de que Miri se había quedado dormida. Lupita no habría ganado en un concurso de oratoria, pero su historia me había dejado intranquila.

Tardé en concentrarme el resto del día y me parece que reprobé una evaluación, pero no podía dejar de pensar en las frases que Lupita había pronunciado. A la hora de la salida, mi mamá avisó que llegaría tarde. Mientras aguardaba y los demás se iban, Lupita salió de la oficina del director.

Todo mi ser deseaba charlar con ella, pero no sabía cómo. Sin Miri, me sentía indefensa. Lupita, sin embargo, me sonrió y se sentó a mi lado. Me preguntó mi nombre y algunos datos personales. Yo no podía dejar pasar la oportunidad.

—Dijiste que la vida cristiana se trata de tener una relación con Jesús. ¿Qué es eso?

Lupita se encogió de hombros: —Es como cualquier relación. Nos presentan a Cristo por primera vez cuando decidimos seguirlo. Algunos le llaman hacer una oración de fe o alzar la mano en algún evento de la iglesia. Pero eso es solo el comienzo. Uno debe querer buscarlo a diario, porque Él siempre está ahí. Él nos habla por medio de su Palabra, pero no necesariamente en las reuniones de cada semana, sino en lo personal, en nuestro momento a solas con Él.

Había oído incontables veces sobre el tema, pero me parecía escucharlo por primera vez.

—¿Cómo lo hago?

—Empieza por el libro de Efesios. Luego sigue con Filipenses. Lee una porción, lo que tú quieras. Lee, mastica, saborea. Luego dile algo a Dios sobre lo que leíste.

—¿Así es como Dios te motiva a hacer las cosas?

—Correcto. Cuesta trabajo explicarlo, porque es una conversación a otro nivel. No es verbal, como lo estamos haciendo tú y yo, sino espiritual; espíritu con espíritu. Sin embargo, es real. Inténtalo.

Esa noche abrí mi Biblia, la que casi no uso y está como nueva, y busqué el libro de Efesios. No entendí nada. Luego me acordé de que la abuela me regaló una Biblia más sencilla, pero de una versión moderna. Mi papá había arrugado la frente, pero la abuela no se incomodó. «Está hecha para que las nuevas generaciones la comprendan», había dicho.

Las primeras palabras sonaron más comprensibles. Pablo hablaba de unas bendiciones espirituales y de algo de la salvación. Nada que no supiera. Cerré la Biblia con un poco de frustración. No había pasado nada. Mi espíritu no se comunicaba con ningún otro espíritu. ¿Debería hablar con Dios al respecto? ¿Y qué le diría?: «¿Tu Palabra es un poco aburrida? ¿Incomprensible? ¿Repetitiva?».

Las últimas palabras de Lupita antes de despedirse me tranquilizaron: «No te desanimes enseguida. No es una receta ni un acto de magia. Si después de unas semanas no pasa nada, quizá no te has topado con Jesús en primer lugar. Si ya son amigos, funcionará, pero con el tiempo. Cualquier amistad cuesta trabajo».

Eso me hizo pensar en Miri. ¿Por qué andaba tan distante y cabizbaja? ¿Tendría algo que ver con Nacho? Últimamente no pasaban tanto tiempo juntos.

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D.R. ©️ Keila Ochoa

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