Confesiones de una hija de pastor, Capítulo 3

Imagen por Frida García Retana

Sobre el conocimiento bíblico

Por Keila Ochoa Harris

Por más que trataba de no ilusionarme, Santiago llevaba cuatro sábados seguidos asistiendo a la reunión juvenil. Los domingos era más inconstante. Tal vez tenía partidos de futbol o se quedaba a ver la Fórmula 1. Sin embargo, los sábados aparecía desde las cinco diez y no se marchaba hasta casi cerrar.

Por supuesto que empecé a elegir con más cuidado mi ropa. Jeans modernos, blusas o camisetas atractivas, variedad de zapatos y un poco de maquillaje. Para mi gran fortuna, la hermana Sofía no asistía los sábados, así que no corría peligro por ese frente.

Ese día, Emiliano llegó temprano y terminó de conectar la consola y los cables a buena hora. Nos sentamos a conversar. En su universidad ya habían comenzado las clases presenciales, así que se desahogó conmigo sobre dos profesores que amenazaban con truncar su carrera.

—Piden trabajos que no explican. ¿Cómo se supone que sepa qué es un abstracto si no me han enseñado uno? Quieren que todo lo googlee, lo que implica que no hacen su trabajo. ¿Para qué les pagan entonces?

Sonreí porque Emiliano se apasionaba por sus estudios, a diferencia de otros jóvenes, incluida yo.

—¿Y tú cómo vas? —me preguntó.

—Mal en matemáticas. Pésimo en física. Bien en inglés. Excelente en redacción y literatura. Soportando ética y preguntándome por qué me metí a filosofía.

—¿Era una materia optativa?

—Realmente no —le confesé.

Los dos nos reímos. Solía suceder cuando estábamos juntos. Desde niños, por la más simple razón, podíamos lanzar una serie de carcajadas hasta que nos doliera el estómago. En eso, Pau y Tomy hicieron su aparición. Presentía que Pau también tenía cierto interés por Santiago y por eso se vestía un poco mejor los sábados. Su cabello siempre lucía impecable, así como su combinación de ropa. De cualquier modo, jamás me encelaría de mi amiga. La quería con toda el alma y le deseaba lo mejor.

En eso, Aarón, mi hermano, se asomó por la puerta de atrás.

—¿Puedo estar en la reunión, Pris?

Mis amigos lo saludaron. Mi mamá había ido a visitar a una vecina para cuidarla después de una pequeña cirugía. Mi papá no supo qué hacer con Aarón, así que llegaron juntos.

—Supongo que sí —dije sin gran entusiasmo.

Amo a mi hermano. Me encantan sus pecas y su pasión por el futbol. Pero tiene once años. Todavía no comprende muchas situaciones de la adolescencia y la juventud que a veces me incomodan o me avergüenzan.

Emiliano, sin embargo, lo aceptó como uno más del clan.

—Ven, campeón, ayúdame a acomodar las sillas.

La reunión comenzó. Santiago apareció a la hora acostumbrada y tomó asiento junto a Christian. Christian había faltado el sábado pasado y ese día no parecía muy dispuesto. Lo descubrí revisando su celular más veces de lo acostumbrado, sin olvidar que no quiso cantar con el grupo.

Aarón, por su parte, se colocó a mi lado y unió su voz infantil al resto. Debo aclarar que, por alguna extraña razón, cuando los jóvenes nos encontramos reunidos cantamos con menos volumen que los domingos. Incluso los que forman el grupo de alabanza parecen un poco menos intensos que en las reuniones generales. 

Aarón, desafortunadamente, desconocía esas sutilezas y su pequeña voz aguda sobresalía. Vi cuando Santiago esbozó una sonrisa chueca en una de las tantas notas desafinadas de mi hermanito.

Sin poder esconderme ni huir de Aarón, decidí parecer una mártir. Siempre resulta menos vergonzoso sufrir la afrenta que aceptar la derrota. 

Siguió una dinámica para romper el hielo. Era el típico juego de recolectar firmas, lo que me podía proporcionar una oportunidad para cruzar palabra con Santiago. Yo les firmé a todos: «Alguien que no ha visto la última película de terror». Santiago firmó: «Ha ganado un trofeo deportivo». Aarón ayudó a todos con: «El más joven del grupo».

De hecho, Aaron tomó demasiado en serio la actividad y corrió, gritó y exigió firmas como si de eso dependiera su vida. Ganó. Entregó el papel mucho antes que los demás. Nadie aplaudió su hazaña. Le ofrecieron sonrisas compasivas y Roberto, el líder, sin saber cómo alargar la actividad, nos regresó a nuestros asientos.

—Gracias, Aarón —murmuró Pau a mi lado.

Tomy suspiró pues ahora la lección bíblica aumentaría en tiempo. Sin embargo, la esposa de uno de los diáconos tenía preparada una competencia bíblica, lo que permitió una lección más corta y una leve expectativa de algo diferente. Ignoraba que ese pequeño concurso se volvería una pesadilla.

Todo empezó cuando se escogieron los equipos. Emiliano y Christian debían nombrar a las personas que conformarían sus grupos.

—Pris, tú conmigo. Como hija de pastor nos ayudarás a ganar —explicó Christian.

Me puse roja como un tomate. ¿Ganar? ¿Acaso no sabía que padecía un serio problema de amnesia bíblica bajo presión? Emiliano, siempre de corazón bondadoso, acogió a Aarón.

Luego empezó el concurso. Cuando pasé a la primera pregunta, sentí un extraño sudor en la nuca. Me senté frente a Roberto, que se encargaba de leer las preguntas, y me tuve que sujetar de la silla para no caerme.

—¿Quién vendió su primogenitura por un plato de lentejas?

Por supuesto que sabía la respuesta. ¿Entonces por qué un sinfín de nombres volaban alrededor de mi cabeza, pero ninguno aterrizaba? ¿Jacob? ¿David? ¿Jonás? «Antiguo Testamento», susurraba mi subconsciente. Lo tenía en la punta de la lengua. Empezaba con una vocal. ¿Isaac? ¿Abel? 

—Quince segundos, Pris —me advirtió Roberto.

«Quince, catorce, trece. No cuentes, tonta. ¡Piensa!» Podía ver a Santiago con el rabillo del ojo. Se cruzó de brazos. Estaba en el equipo de Emiliano. Seguro que él tampoco conocía la respuesta.

—¡Esaú! —interrumpió Aarón.

Todos lo regañaron por no aguardar su turno; yo perdí mi oportunidad y volví a mi asiento. Mi hermanito contestó bien en cada ocasión y llevó a su equipo a la victoria. Yo olvidé por completo que Silas había acompañado a Pablo en sus viajes misioneros, que Betsabé había sido la esposa de Urías y que Noé construyó un arca. Sí, así de terrible.

¿Lo peor? Tatiana, la hermana de Christian, le dijo en voz alta: —Debiste escoger a su hermano.

Todos escucharon y noté la compasión en los ojos de Tomy y de Pau. Ellas habían acertado a más preguntas que yo, la hija del pastor. 

Por cierto, esta es una más de las muchas exigencias que los hijos de pastor sufrimos. Por la simple razón de que muchos hemos asistido a las lecciones bíblicas desde que usamos pañales y se infiere que nuestros padres son enciclopedias teológicas. Así que se espera de nosotros una maestría en conocimientos bíblicos. 

Eso solo produce dos cosas, por lo menos en mí. Primero, una profunda vergüenza cuando no logro cumplir dichas expectativas. Segundo, una rebeldía natural a escuchar las mismas historias de siempre.

A final de cuentas, ¿en qué me afecta que Esaú haya vendido su primogenitura? El pobre pelirrojo tenía hambre. Por supuesto que yo no hubiera intercambiado unos terrenos por unas lentejas.

Aarón le contó a mi papá lo divertida que había sido la reunión.

—¿Crees que ya pueda venir con Pris? Me supe todas las preguntas bíblicas.

—No lo creo —dijo mi papá y me sentí un poco más aliviada—. A los trece serás más que bienvenido.

—¿Y qué te pasó, Pris? —me preguntó mi pequeño hermano—. ¿Por qué dijiste que Moisés construyó el arca?

Técnicamente Moisés construyó un arca, la del pacto. Obviamente la pregunta incluía el diluvio. Mi papá me miró de reojo. Como no podía defenderme, decidí guardar silencio. Mi papá solo ladeó la cabeza.

—Lo más importante, Aarón, es vivir la Biblia más que sabernos las historias.

Estuve totalmente de acuerdo. Pero ¿cómo se hace eso?

Todos los derechos reservados.
D.R. ©️ Keila Ochoa

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