Serie: Crónicas del primer siglo (2)
La huérfana
Por Erika Simone
Elvia llegó corriendo y se escondió debajo del puente que había llegado a ser su hogar, el lugar más seguro que había encontrado. Intentó calmar su respiración agitada que delataría su paradero. Escuchó los pasos de los soldados perderse entre el gentío de la calle, sus gritos desapareciendo poco a poco. Ya pasado el peligro, se sentó en un montón de trapos y sacó de su túnica el pan hurtado.
De pronto, sus instintos la hicieron congelarse. En las sombras, estaba un joven. Después de unos segundos eternos, Elvia comenzó a levantarse, preparada para huir. Pero, él levantó las manos vacías indicando ninguna mala intención y dio un paso hacia la débil luz brindada por la luna. Estaba bien vestido. Y sin saludarla, hizo un diseño en el lodo con el dedo del pie. Era un pez. Elvia miró la figura primitiva pero inconfundible y luego volvió la mirada al joven.
Con una sonrisa franca, el joven la saludó. —Gracia y paz. Vengo a ofrecer el hogar de mi madre a cualquiera del Camino que se encuentre sin hogar.
Elvia miró al suelo. —No.
El joven frunció el cejo. —Pero… reconociste la señal. ¿No eres seguidora…? —Dejó la pregunta a medias, sabiendo el peligro que corría al ser explícito sobre su fe.
Elvia procuró ignorarlo, pero el silencio se extendió y al darse cuenta de que el joven no se retiraba, volteó a verlo con ojos llenos de fuego y lágrimas.
—No quiero tener nada que ver con Cristo, ni sus seguidores. ¿Qué tipo de Mesías permite que sus discípulos sean despedazados por animales? ¿O acaso un buen Dios permitiría que hombres malos destrocen a una familia feliz y amorosa dejando a la hija huérfana? Si así es este Salvador, yo no quiero ese Camino.
El joven estaba escuchando boquiabierto. —Siento mucho que hayas pasado por eso. Verdaderamente has sufrido. —Elvia quiso interrumpirlo pero no tuvo oportunidad—. Conozco un poco de lo que sientes. Mi padre también fue llevado a la cárcel y pronto después condenado a muerte por no reconocer que el César era divino. Mi hermano mayor no está muerto solo porque aún no lo han encontrado. No sé dónde está, por mi propia seguridad. Espero volverlo a ver algún día.
Volvió el silencio, menos incómodo esta vez. Finalmente, Elvia habló forzando una voz indiferente. —No sé cómo aguantas todo esto. Si Dios fuera tan bueno o tan poderoso, haría algo.
—Quisiera tener las respuestas. Pero, sé que puedo confiar en la bondad y la soberanía de Dios. Sus caminos y pensamientos son mucho más altos que los nuestros. El hecho de que no entienda su plan, no quiere decir que no haya un plan. —Su tono pensativo cambió—. Mientras tanto, mi mamá tiene lugar y estaría encantada de tenerte. Puedes estar segura con otros del Camino y al menos tendrás una cama.
Elvia pasó los dedos por su melena rubia, un hábito que había heredado de su preciosa mamá, y se estremeció al sentir la tierra y suciedad. Realmente, no le quedaba opción.
En casa de la señora Lidia, Elvia agradeció la hospitalidad, pero no se abrió a contar su historia. En la noche, cuando los hermanos se reunieron en la casa, escucharon unos golpes fuertes en la puerta. Pegó un grito y corrió a su pequeña habitación. No podía ver más que sus nuevas sandalias corriendo sobre el hermoso piso. No escuchó las palabras susurradas, ni vio a los demás escaparse por varias puertas y ventanas ya designadas para ese propósito.
Cuando la señora Lidia, después de haber despedido amablemente a los mercaderes quienes, en busca de posada se habían equivocado de dirección, llegó a la habitación, encontró a Elvia hecha bolita en la cama y temblando. —Elvia, ¿puedes contarme qué pasa?
Pasaron largos minutos antes de que la chica pudiera responder.
—Escuché a los soldados en la puerta. Vi a mi papá, arrastrado de un brazo hacia la calle. Vi a mi mamá correr tras él. Luego los soldados la golpearon en la cabeza y la lanzaron a la carreta también. Los soldados se rieron y dijeron que los leones comerían doble ese día.
La señora Lidia le acarició el cabello en silencio. Luego, empezó a orar en voz alta. Dio gracias a Dios porque Elvia estaba con ella. Pidió que el Señor llenara de paz y fuerza su corazón. Terminó agradeciendo a Dios por la salvación que ofrecía a través de Cristo. Y cuando escuchó la palabra «salvación» Elvia sintió la dureza expandirse de su corazón a su rostro.
—Elvia, te voy a contar algo que muy pocos saben. Mi esposo era seguidor de Cristo. Yo no. Teníamos una buena vida, y yo atribuía nuestro éxito a los dioses y a nuestros antepasados. Tenía imágenes de ellos y fielmente oraba y hacía sacrificios. Pero mi esposo había confiado en Cristo desde el día que escuchó el evangelio por primera vez. Y tú sabes cómo Cristo cambia el corazón de un pecador. Nuestro matrimonio era más amoroso y su trato con nuestros hijos, mejor. Pero yo vivía enfurecida y aterrada. Enfurecida por su falta de reverencia hacia la religión tradicional y aterrada que alguien se fuera a enterar.
Efectivamente, alguien lo reportó. Llegaron por él los soldados un día cuando yo estaba en el negocio con mis hijos. Eso me quebrantó. A partir de ese día, empecé a ir cada semana con algunas conocidas al río, donde nadie nos vería, a orar a Dios. Sabía que los antepasados no tenían nada que ver con esa crueldad y que a los dioses romanos no les importaba. El único que me podía dar la explicación era el Dios de mi marido. Fue allí donde llegó Pablo a predicar el evangelio y escuché con atención por primera vez. Fue ahí, junto al río, ya viuda, que acepté mi responsabilidad de pecado y el perdón que Cristo ofrece. Desde el día que me dio perdón, tengo paz. Paz que nunca me habían dado los antepasados, ni los dioses romanos. Yo sé que has sufrido. Cristo también sabe lo que es perderlo todo. Él lo perdió todo para rescatarte a ti, ¿recuerdas?
El corazón de Elvia se quemaba dentro de su pecho y sus rápidos latidos parecían redobles militares. Ella lo había perdido todo por Cristo, pero nunca había pensado que Cristo voluntariamente había perdido todo, incluso su vida, por ella.
Levantó ojos grandes para mirar a la señora Lidia, y su corazón se abrió como no lo había hecho desde que había visto desaparecer a sus papás. Cristo sabía lo que ella había vivido, porque Él también lo había experimentado. Ella podía confiar en Cristo, Él no solo ofrecía salvación para su alma después de la muerte, sino que en ese instante la podía salvar de su amargura de alma, de su resentimiento, de su terror. Cristo era también su Salvador.
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