El asombro y yo

Foto por Juan Esparza

Los libros fueron mi siguiente gran asombro

Ania Lias González

La sensación que más recuerdo de mi infancia es el asombro. Asombro por la hierba crecida en la tierra húmeda, por los ojos vivos de mi cachorro, el sabor de los dulces o las canciones de mi madre cuando contaba mis deditos; asombro y un gozo inefable de ser. Soy Ania Lias, repetía feliz, causando risa a mi mamá en medio de sus tareas hogareñas.

Así que, mi primera oración fue acerca del asombro, hacia los cuatro o cinco años. Con la salvedad de que no era una oración, pues no medió palabra alguna ni tampoco tenía noticias de que existiese un Ser Creador que lo llenase todo. 

Sin embargo, recuerdo haber contemplado las abejas entre las campanillas, el verde que me rodeaba, el paso de las personas frente a mi jardín; recuerdo haber mirado las nubes en el cielo con un sentimiento de gratitud inexpresable y la promesa difusa, hecha de sensaciones, de esa cosa rara que es vivir lo mejor. Creo que fue el momento más intenso de mis primeros años.

Los libros fueron mi siguiente gran asombro, cuando aprendí el milagro de juntar letras y hallar en ellas un sentido que era como luz. Por los libros podía conocer de parajes ajenos, la vida de los insectos o de historias que jamás hubiese imaginado. Y entonces llegó el momento de otra promesa difusa y sin palabras: aprender tanto como fuera posible del maravilloso universo donde fui puesta.

Así que mis lecturas solían ser tan variadas como el mismo mundo: astronomía, geografía, El hombre y los animales de Yuri Dmítriev, Oros Viejos de Herminio Almendros, Los Cuentos de Onelio, Jorge Cardoso o Las aventuras de Roman Kalbris, de Héctor Malot.

Pero no fue sino hasta la adolescencia, que descubrí esa intensa vivencia de convertirnos en otro ser, que otorgan los buenos libros. Mirar por los ojos de otro en el tiempo en que deambulamos por sus páginas, dejándonos casi prendados de los personajes donde pudimos habitar, y especialmente de los poetas. Así que a los trece años me «enamoré» de Bécquer, Dante, y le di vueltas al mundo (y al cosmos) por muchos de los personajes de Julio Verne o Daína Chaviano.

Nuevamente, con asombro descubrí que no solo podía ser «Ania Lias», sino una infinita cantidad de seres que alimentaban y multiplicaban mi existencia de una manera tan profunda como excitante. 

Entonces leí, leí, leí. Grandes libros, como los de Cortázar y Borges, Víctor Hugo o Carpentier. Pero también libros tenidos por buenos que abogaban por una líquida posmodernidad, exaltaban la preponderancia de los instintos, lo innecesario de la moral, lo absurdo del más allá, lo ridículo de creer en Dios o en la esperanza.

Me dejé convencer con sus encantos ilusorios y esos argumentos ensuciaron mi vida, mis pensamientos, mi conducta. 

Hacia los diecinueve, ya no quedaba ni rastro de la plenitud de mis primeros años, ni de ese asombro primigenio, ni de esa pureza que de modo instintivo hacía al cielo promesas. Sólo afloraba una sensación de sinsentido, el terror de morir habiendo sido nada, ni siquiera buena, un montón de preguntas dolorosas que se robaban mi sueño, mi apetito, mis ganas de vivir. Y una angustia honda, honda, inconsolable.

En plena crisis existencial llegó a mis manos un libro de C.S. Lewis: Fuera del planeta silencioso. Con sutileza y tacto, página tras página me enseñó que la respuesta de la vida la había dejado abandonada unas decenas de libros atrás; yacía en aquel volumen que todos los modernistas rechazaron en su discurso de rebeldía y desesperanza, y que una amiga me había regalado hacía años sin que yo le prestara demasiada atención.

Cuando abrí los Evangelios, con lágrimas supe que allí estaba el Ser entrañable al que le prometí de niña: «Haré con esta rara cosa que es la vida, lo mejor». Pues no lo hice, le dije, no lo logré. Pero él no me echó fuera. No me condenó. Me escuchó con paciencia, comprensivo, y cuando terminé de llorar y derramarme, de nuevo había algo allí, en el centro, como una lucecita que comenzaba a iluminar con timidez.

Han transcurrido veintitrés años. La luz ha crecido y ahora es un torrente que me genera paz. El mejor de los libros está siempre conmigo, aquí, y es mi faro para alumbrar y juzgar cuanto veo, aprendo, escucho del resto de los libros y de todo el universo donde me puso su autor. Conocer al Autor, sin dudas, es haber hecho con mi vida «lo mejor». La prueba es el gozo inefable de ser, y lo sano de mi asombro, ese asombro primero, como de niña, ahora ante su amor, la belleza de su cruz, lo glorioso de Su Reino, a pesar de la mirada ciega de los hombres.


Tal vez también te interese leer:

Wally y la contemplación    (Aprende a aplicarla a tu vida)

Lo aprendí de Winnie Pooh   (Consejos probados)

El fruto anhelado   (¿Cómo lo logramos?)

Un león, una bruja   (Un relato fascinante)

Despiste   (si eres despistada lee las recomendaciones)

¿A tu manera?  (¿Cómo seríamos sin el amor de Dios?)

Cuando eres inconstante   (Sigue estos consejos prácticos)

Palabrotas   (Cómo cambiar el lenguaje)

Escondido  (Reflexiona si tienes un ídolo escondido)

Frustración o paciencia   (¿Cómo superar la frustración?)

Entrevista a un trozo de barro  (Descubre lo que dijo)

La magia de las hadas  (Descubre dónde se inicia)

Anterior
Anterior

El frapuccino

Siguiente
Siguiente

Serie: Suficiente, Parte 6