Confesiones de una hija de pastor, Capítulo 10

Imagen por Frida García Retana

Sobre los novios

Por Keila Ochoa Harris

Creo que no tendré novio hasta los cuarenta años. O más bien, quizá nunca llegue a tener una relación romántica. Tal vez esté exagerando, pero en este preciso momento me siento incapaz de pensar con claridad.

Hoy por la tarde comimos con los padres de Emiliano. Desde hace años tenemos la costumbre de celebrar los cumpleaños juntos y en esta ocasión le tocó el turno a Víctor, el papá de Emiliano y gran amigo de mi familia.

El COVID quedó como tema del pasado y ahora que han comenzado las clases de un nuevo ciclo escolar, he estado muy ocupada con los útiles escolares, las nuevas materias y los proyectos del año. Al ser mi último de preparatoria, percibo una sensación de emoción y de nerviosismo, si es que se pueden combinar tantas cosas en un mismo corazón.

Por supuesto que la conversación en la mesa no giró en torno a mi vida escolar, sino al noviazgo, en particular, el de Emiliano con Tomy. Jamás imaginé que las cosas avanzarían con tanta rapidez, pero así fue. Al regreso del campamento, pensé que todo se calmaría, pero Emiliano invitó a Tomy al cine el fin de semana posterior, luego comieron juntos un domingo y el lunes ya eran novios.

¿Novios? ¿No iban demasiado rápido? Emiliano no lo creía así. Me lo contó en mensaje privado, pues como su mejor amiga, consideraba propio darme las primicias de su nueva relación. Según él, Tomy había rondado en sus pensamientos por más de un año. Además, él no quería casarse hasta los treinta como muchos acostumbran, sino antes de los veinticinco.

«Me quiero comprometer con ella», escribió. Tuve que sentarme para calmar mi respiración. La cosa iba en serio de parte de ambos, lo que debía alegrarme y serenarme, pero todo se me hacía demasiado precipitado. Pensé que mis padres y los de Emiliano tratarían de disuadirlo, pero fue todo lo contrario. Víctor hasta sacó champaña para festejar, aunque solo convidó un poco a los mayores de dieciocho.

En el fondo, me parece que los padres de Emiliano temían que su hijo terminara como sus primos, los González, que ya pasaban de los treinta y no daban señales de querer formar una familia. Se habían dedicado a sus carreras y a comprar ropa de marca, ir a los conciertos más caros y viajar al extranjero, sin olvidar que habían durado poco con las novias que llegaron a tener. Según Víctor, no deseaban sentar cabeza, lo que a la larga se convertía en un peligro.

Después de media hora de anunciar las mil razones por las que los jóvenes hoy día no quieren comprometerse y enumerar los peligros de dicha postura para el beneficio de la sociedad, Víctor nos contó, por milésima ocasión, cómo conoció a su preciada Verónica y cómo le propuso matrimonio.

Emiliano me miró de reojo con una sonrisa. Nos sabíamos la historia de memoria y no se me figuraba ni romántica ni graciosa, pero escuché cómo ambos se habían visto y cómo una serie de malentendidos los mantuvieron separados hasta que Víctor se envalentonó y confrontó a Verónica, quien le reclamó su poco tacto. Dos años después, las campanas de boda alegraron el mejor día de sus vidas.

Mi papá no se pudo quedar con las ganas de contar su propia historia, así que ayudé a Verónica a servir el pastel de cumpleaños mientras mis padres tomaban turnos para hablar de sus días de seminario y cómo no les permitían conversar a solas, salvo con la presencia de un tercero que resultó ser el hermano menor de mi mamá, quien se colocaba audífonos para no enterarse de nada.

Emiliano de repente desviaba la atención a su celular, en espera de un mensaje de Tomy y se sonrojaba cada vez que respondía, tecleando con rapidez. «Ah, el amor», suspiró mi mamá. Amor que, por supuesto, no deseaban para su primogénita o así me parecía. Ahí estaba yo, en medio del grupo, pero sin decir una sola palabra. De luto porque perdía a mi mejor amigo y preguntándome por qué Santiago no había vuelto a la iglesia desde que terminó el campamento. A lo mejor ya se había hartado de nosotros.

Para colmo, el fin de semana siguiente mi mamá salió de la ciudad con Aarón para una presentación de piano, que mi hermano el virtuoso tenía. Así que el viernes por la noche mi papá me miró con incertidumbre.

—¿Qué quieres hacer?

—No lo sé.

—¿Vemos una película?

En realidad, no teníamos los mismos gustos. Al final decidimos salir por unos tacos. Una vez ahí, mi papá se rascó la cabeza.

—No voltees a la derecha, Emiliano y Tomy acaban de entrar. ¿Qué te parece si huimos?

—Pero…

—Vamos, Pris, todavía no ordenamos y…

—No me importa, papá. Son mis amigos. Estoy contenta por ellos.

—Lo sé —dijo mi papá y posó su mano sobre la mía—. Pero eso no impide que duela. Todavía me acuerdo de cómo se siente tener diecisiete años.

Me sentí un tanto enternecida de que mi papá percibiera mi oculta frustración. A decir verdad, no soportaría ver al par de enamorados en un contexto que no fuera la iglesia, así que lo seguí por la puerta trasera.

Entonces, a las once en punto, cuando mi papá ya roncaba, Miri me mandó un mensaje. Tardé en ubicarme. Mi amiga me contaba que se había peleado con Nacho y estaba devastada. Necesitaba hablar con alguien. ¿Podíamos vernos? Repasé mis horarios. El sábado acompañaría a mi papá a una reunión de jóvenes de otra iglesia.

«¿Te parece si nos vemos mañana en el centro comercial cerca de mi casa a las once?».

Por la mañana leí Efesios. Aunque no había sido tan buena alumna, cuando me acordaba seguía mi lento avance en el libro y no me sorprendió lo que leí: «Vivan una vida llena de amor… Saquen el mayor provecho de cada oportunidad en estos días malos. No actúen sin pensar, más bien procuren entender lo que el Señor quiere que hagan».

Una vida llena de amor. Siendo sincera, yo solo quería tener un novio. ¿Qué de malo podía tener ansiar que alguien en este vasto mundo me considerara única y bonita? ¿Era mucho pedir que alguien me tomara de la mano y me hiciera sentir escalofríos? Anhelaba ese primer beso, casto y puro. Soñaba con una propuesta novelesca, mucho mejor que la que recibió Tomy.

En el fondo, sufría. Todo había cambiado. Tomy y Emiliano andaban siempre juntos y eso me dejaba solo con Pau, quien a veces se distraía y se entretenía con otras personas. Christian ya no asistía con tanta frecuencia e incluso Tatiana se encontraba sumamente ocupada con la universidad. No sabía con quién juntarme.

Encontré a Miri sentada en una banca, la más apartada, mirando un aparador vacío. La tienda en cuestión quebró durante la pandemia.

—¿Todo bien, Miri?

Cuando ella me miró, vi su rostro hinchado y corrí a abrazarla.

—¿Qué ocurre?

—Pris, estoy embarazada.

Obvio sé cómo se hacen los bebés, pero mi mente no lograba imaginar que mi amiga y mi amigo hubieran estado juntos de ese modo. Para mí eran la pareja ideal, el romance de juventud que llegaría al altar y alcanzaría la perfección.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunté cuando ella dejó de contarme cómo Nacho se había enfadado ante la noticia y no le respondía los mensajes. Miri estaba desesperada.

—No puedo decirle a mi papá. Me va a matar. Soy la hija del pastor.

Entendía perfectamente su situación, pero supuse que algo siniestro planificaba cuando se tronó los dedos y me dejó ver un pequeño papel que anunciaba una clínica de abortos.

—No, Miri, eso no. Te lo suplico.

—Pero ¿qué otra opción tengo, Pris? ¿Qué más puedo hacer?

—Confiar en Dios.

¿Yo hablando de Dios? Las palabras de Efesios brotaron solas: «La salvación no es un premio por las cosas buenas que hayamos hecho». A final de cuentas, ¿quién las hacía? Era un regalo. Y ese hijo, de algún modo también era un regalo. Hablé con ella un largo rato. Cuando se marchó me quedé con un mal sabor de boca, pero mi papá ya me esperaba.

Condujo hasta una iglesia en el otro extremo de la ciudad. Ocupé la primera fila para ser solidaria con mi papá. Quizá por todo el enredo que traía dentro, no me preocupé por quiénes llegaban o no, cómo vestían las demás o cuándo terminaría la reunión. La situación de Miri no cesaba de taladrar mi cabeza.

Presté atención a los cantos, que repetían una y otra vez la grandeza de Jesús. Luego mi papá subió al estrado y nos pidió que abriéramos la Biblia, impresa o digital, en Efesios 4. Mis dedos temblaron un poco al recorrer las hojas. ¿Sería posible que mi papá estuviera espiando mi diario? Ahí escribía lo que leía cuando me acordaba y redactaba una pequeña oración al final.

Mi papá eligió precisamente los versículos del quince al veinte. Los leímos en coro y luego mi papá empezó su disertación. Puedo asegurar que se trató del primer sermón de mi papá que escuché de principio a fin sin distraerme. También debo admitir que fue la primera vez que me asombré ante la sencillez y la profundidad con que mi papá trataba el texto. Si no conociera a mi papá (despistado y hombre a final de cuentas), diría que había bosquejado su exposición pensando en mí.

Habló de todo lo que me ocurría: la incertidumbre de cómo vivir y cómo actuar, la invitación a los vicios que recibimos por todas partes y la falta de gratitud en nuestras vidas. Mi papá nos recordó que si vivíamos pensando en agradar a los hombres solo encontraríamos decepción. ¿Quién sería capaz de hacer siempre lo que los demás deseaban? ¡Nadie! ¡Mucho menos un pastor! Todos rieron, pero yo no. ¿Qué decir de la hija de un pastor? Jamás tendría contenta a la hermana Sofía, pero tampoco a mis papás ni a mis amigos más queridos.

Al final de cuentas, ¿alrededor de qué giraba nuestra vida? Mi papá usó un ejemplo científico. Nos mostró en unas diapositivas el sistema solar. Cada planeta orbitaba alrededor del sol, mientras que las lunas giraban en torno al planeta más cercano. Nos habló de la gravedad y la perfección de cada coordenada. «De igual modo, todos orbitamos alrededor de algo. ¿Eres una luna que gira alrededor de un planeta sin vida como Marte o Saturno? ¿O has elegido ser la Tierra y orbitar alrededor del Sol?».

Era cierto que el Sol tenía muchos atributos parecidos a Dios: proveedor de la vida, más grande de lo que podemos imaginar, tan caliente que no podemos acercarnos, pero imposible vivir sin Él. Finalizó con sobriedad. «Muchachos, no actúen sin pensar. Busquen la voluntad de Dios». Pensé en Miri.

Cuando nos subimos al auto de regreso a casa, me sentí bastante tranquila de compartir el trayecto con mi papá. Una especie de muro se había derrumbado esa tarde y quería saborear la nueva sensación que me cubría. Mi papá puso la misma música, manejó igual que siempre y dijo dos o tres malos chistes sobre la reunión. Sin embargo, lucía diferente, por lo menos a mis ojos.

De un modo increíble habíamos conectado después de diecisiete años y esa noche no me incomodó ser la hija del pastor.

Todos los derechos reservados.
D.R. ©️ Keila Ochoa

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