¿Y la sala de gritos?

Por Andrea Hernández

Cuando sufrimos, desearíamos encerrarnos en un lugar y descargar nuestras emociones

Por Sofía Luján

Cierta mujer, en un hospital, salió del cuarto donde yacía su hermano enfermo, y preguntó a una enfermera: «Señorita, veo una sala para orar, una sala para descansar, pero ¿dónde está la sala para gritar?». Cuando sufrimos, desearíamos encerrarnos en un lugar y descargar nuestras emociones, ya sea a través de llanto incontrolable, un buen grito o una sesión de patadas o golpes a un costal para boxear. La realidad es que todos, aun los que aman y obedecen a Jesús, sufrimos.

No podemos evitar vivir en un mundo caído donde las catástrofes ocurren y está lleno de violencia y maldad. Tampoco podemos ignorar el hecho de que Dios creó seres con libre voluntad. Hubiera sido muy fácil crear robots que respondieran con un botón, pero nosotros mismos no querríamos un novio o una amiga que dijeran siempre lo correcto. Elegiríamos vez tras vez a alguien que, de su debilidad y humor cambiante, dijera una sola vez, con toda sinceridad: «Te quiero».

Así que Dios, al tomar ese riesgo de darnos libertad, sabía que no elegir lo bueno, conllevaría a buscar lo malo. Y esa maldad ha provocado desperfectos en nuestro mundo: gente mala que se dedica al crimen, un medio ambiente descuidado que se ha deteriorado, enfermedades contagiosas que son producto de liberalidad sexual.

Aún más, tenemos un Dios que conoce el sufrimiento de primera mano. Recuerdo la historia del padre Damián que viajó a Hawai para atender una colonia de leprosos. Los cuidaba y atendía con cariño. Estaba al tanto de sus necesidades, hasta que un día se puso en pie para comenzar su sermón y dijo: «Hermanos, nosotros los que tenemos lepra...».

El padre Damián se había contagiado de la terrible enfermedad. Ya no era un extranjero viniendo en su ayuda. Ya no era un turista o un visitante. Era parte de ellos. Así también Jesús habitó un cuerpo humano. Dios hecho carne sufrió una muerte violenta. Quizá aquella noche en el Getsemaní Él también pedía su sala de gritos. Tal como lo dijo Dios muchos años atrás, el Salvador sería un varón de dolores, experimentado en quebranto.

¿Y qué hicimos cuando él sufrió? Escondimos de Él el rostro. Cuando sufrimos, pensamos que nadie más entiende nuestra pena. Cuando otros sufren, tendemos a buscar excusas para apartarnos. Si bien algo en nosotros nos pudiera mover a estar con ellos, nos sentimos torpes con las palabras y vacíos en pensamientos. ¿Qué decir ante un enfermo terminal? ¿Cómo consolar al que ignora el paradero de su pariente que ha sido secuestrado?

Pero nuestro Dios sabe lo que es el dolor. Y sobre todo es el único que puede consolar el corazón más dolido. En el momento del llanto, nadie comprende los porqués. Solo hasta años después algunas experiencias adquieren perspectiva y encontramos lo bueno en ellas.

Pienso en un parto. ¿Por qué debe doler tanto? ¿Por qué Dios no ingenió un medio más sencillo para traer una vida al mundo? Aun la cesárea cobra las cuentas, pues si bien el parto no es como uno normal, la recuperación tarda más tiempo y la herida nos recuerda la crisis del nacimiento.

Sin embargo, concluyo que tiene que doler así, porque lo que resulta es la experiencia más bella de una mujer. El amor que se desborda por esa criatura que anidó en el vientre y se abre paso al mundo no se compara con ningún otro sentimiento en el planeta. A veces tiene que doler para que se produzcan las emociones, las experiencias, las vivencias, los recuerdos, las marcas más profundas, perfectas y santas en nuestras vidas.

Mientras tanto, al ir cruzando el umbral del dolor, recordemos que se vale buscar una sala de gritos. Allí estará Dios, esperando que nos desahoguemos, para después abrazarnos y susurrarnos: «Lo sé. Yo estuve allí, pero ahora estoy contigo».

Que estas palabras consuelen nuestro corazón.


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