Sanada por el amor

Foto por Regina Rodríguez

Foto por Regina Rodríguez

Serie: Discípulas de Jesús

Por Graciela Rozas

Juanita llegó al refugio de mujeres en situación de riesgo y violencia y como todas las mañanas, elevó una oración antes de entrar. 

«Señor, úsame para ayudar a alguien hoy». 

Entró, saludó con abrazos cariñosos a las que ya conocía, repartió algunos dulces entre los niñitos que estaban con sus madres, llevó hasta la cocina las verduras de su huerta y entonces, la vio. Tendría quince o dieciséis años. Despeinada y huraña, colgaba de una silla como un trapo sucio. De tanto en tanto se tapaba la boca con la mano, conteniendo una arcada. Juanita se acercó y poniéndole una mano sobre el hombro, le dijo:

—¿Tienes náuseas? ¿Quieres que te sirva algo

—¡Déjeme! —casi le escupió la palabra con voz ronca y le apartó la mano bruscamente.

Juanita conocía esa reacción. Sabía que no era contra ella; era contra todo el rechazo que la había herido, contra los golpes que le habían estampado esos moretones que lucían sus brazos, contra todo lo que la había empujado a llegar esa mañana a ese lugar desconocido. Ella sabía, porque también había estado allí. Como un latigazo en su memoria, pasaron por su mente viejos pensamientos y escenas desoladoras del pasado...

«¿Qué hago? ¿A dónde voy? A casa, ni pensar. Lo más probable es que mi padrastro esté borracho y no me deje acercarme a mi mamá. No sé por qué me detesta tanto. ¿Qué culpa tengo de que el hombre que me engendró nunca se hiciera cargo? ¿Qué he hecho más que tratar de no molestar, durante toda mi niñez?». 

Cuando me cansé de su maltrato hacia mi mamá y lo enfrenté, entonces los golpes fueron para mí también. Si mi mamá se hubiera puesto de mi lado, hubiéramos podido cambiar la historia... pero no, solo sabía justificarlo y soportar; parece que le importaba más mantenerse bajo esa turbia seguridad, que sacar a flote a su hija. 

Su última maldad fue, en represalia por una discusión, quitarme a mi perrito Batuque, el único que me mostraba cariño, y abandonarlo en la carretera. Lloré durante una semana. 

«No lo aguanto más. Nadie me da ni una pizca de amor en mi casa. Mejor, le hago caso al Rober y me escapo con él».  

—Bien, si no te sientes bien no voy a molestarte. Pero permíteme darte un medicamento para tu malestar.

Suavemente le acercó un vaso de agua y una pastilla. La muchacha la miró, y tal vez porque vio firmeza y dulzura combinadas en su rostro, aflojó ese gesto defensivo y aceptó lo que le ofrecía.

Juanita siguió acomodando las cosas en la cocina, y de vez en cuando la miraba de reojo disimuladamente. Cuando percibió que ya se sentía mejor, le preguntó:

—¿Quieres desayunar ahora? —y le acercó una taza humeante y unas rebanadas de pan. Mientras la chica se iba suavizando ante esas sencillas muestras de amor, le preguntó:

—¿De cuántos meses estás?

—No sé... dos o tres. Pero me lo quiero sacar...

«Me lo quiero sacar. No quiero, no puedo seguir con esto adentro. Maldito Rober, me dijo que me quería. Me dijo que me fuera a vivir con él, me hizo pelearme con todos en mi casa, me endulzó con dos o tres mimos». 

Creí que por fin podía tener amor; era la primera vez que alguien me prestaba atención, me llevaba a pasear y me hacía sentir linda. No me importaba que viviéramos en ese cuartito oscuro en la casa de su madre, que no tuviera trabajo, que el dinero que a veces traía tenía un origen sospechoso. Yo le creía y le perdonaba todo. Hasta el día de ayer en que, con ilusión, le dije que estaba embarazada.

—¡Me sacas a esa loca de la casa! —gritó su madre. —¡Encima que come gratis, nos va a traer un crío, como si no tuviéramos suficientes problemas!

La pelea fue infernal y el romance terminó como todo en mi vida: un amor de papel que se deshizo a la primera tormenta, un amor de humo que se desvaneció cuando tenía que protegerme, un amor donde puse todo y no me devolvió nada. Me dejó así, vagando por las calles grises, con otra vida en el vientre y plomo en el corazón.

La chica rebuscó dentro del pequeño bolso donde posiblemente estaban todas sus pertenencias en este mundo y sacó un papel con una dirección.

—Me dijeron que en este Centro de Salud me lo pueden sacar. Yo no tengo dinero. ¿Usted sabe si cuesta mucho? 

Su mirada erraba buscando algún rincón donde posarse. Juanita se dio cuenta de que la vergüenza y la desconfianza no la dejaban mirarla de frente. Suspiró, dejó lo que estaba haciendo y se sentó junto a ella.

—¿Tienes miedo? —le preguntó Juanita suavemente. La chica asintió con la cabeza, mientras las lágrimas bajaban a tropezones por su rostro mustio...

«El miedo es como una garra cortándome la respiración. ¿Por qué estoy haciendo esto? Es que no veo otra salida». 

En la Sala de Primeros Auxilios del barrio, una enfermera locuaz me convenció:

—Nena, en tu condición no puedes tener a esa criatura. ¿Cómo la vas a criar? Te va a arruinar la vida. Lástima que no viniste antes, te hubiera dado pastillas anticonceptivas. ¿Nadie te enseñó a cuidarte? Bueno no hay problema, todo tiene solución. Aquí no tenemos las condiciones, pero las nuevas disposiciones del gobierno garantizan que se te haga un aborto solo con que lo pidas. Tienes todo el derecho. Yo te hago una nota para que te acepten en el hospital.¿Sabes dónde queda, no?

Llegué hasta el hospital arrastrando los pies pesadamente. Tal vez porque desde la noche anterior no había probado bocado, tal vez por las náuseas propias de los primeros meses o  tal vez por el calor bochornoso del mediodía. Sentía que todo a mi alrededor daba vueltas y los sonidos se fundían en un remolino que giraba dentro de mi cabeza.

Pero no, no era el hambre, ni las náuseas ni el calor. De repente supe con certeza de que era miedo. Miedo a todo: al aborto, al dolor, a la muerte y a la oscuridad que entenebrecía cada minuto de mi vida. Jadeante me detuve y me senté en un banco de la plaza que está frente al amenazante edificio.   

Esta vez la muchacha aceptó el leve abrazo que Juanita intentó darle, pasando el brazo sobre sus hombros. 

«¡Si pudiera transmitirte todo el amor y la compasión que me despiertas! ¡Si supieras que yo también estuve allí!»

—Te propongo algo: ahora ve a tomar una ducha y relájate. Te daré algo de ropa limpia que tenemos aquí. Verás que así te sentirás mejor. Luego podemos hablar y ayudarte a decidir lo mejor. ¿Te parece?

Mientras la chica nueva se duchaba, Juanita salió al jardín y se sentó a la sombra de su árbol favorito. Siempre le parecía sentir los brazos amorosos de Jesús al descansar allí. Inclinó su cabeza imaginando que la reclinaba sobre el pecho de su Amado. Volvió a sentir que la inundaban esa paz y amor que solo había conocido al ser rescatada por Él. En un murmullo oró: 

—Querido Señor, hoy llegó otra ovejita herida, como me encontraste a mí hace tiempo. Te pido que la abraces, la sanes y la acaricies con ese amor que echa fuera el temor. Úsame para llevar tu luz a su oscuridad. La necesita mucho. Lo sé porque yo también estuve así. Aún rodeada del fuego del mediodía, cerré los ojos y me sentí hundida en un pozo de oscuridad. Sola y con miedo, parecía que la muerte estaba llamando a esa vida que ya latía en mi vientre; 

«Si la muerte gana la batalla, quiero que me arrastre a mí también». 

Confundida en el remolino de esos pensamientos, no me percaté de la muchachita que se sentó a mi lado hasta que suavemente me tocó el brazo. 

—¿Te sientes mal? ¿Puedo ayudarte en algo?

«No, nadie puede ayudarme, nadie quiere, nadie se interesa». 

Quise decirle pero solo pude negar con la cabeza. Me extendió una botella de refresco. 

—Toma, creo que lo necesitas. Y también déjame decirte algo importante: no olvides que Dios te ama.

«¿Que Dios me ama? ¡Qué ridículo! ¿Dónde estuvo hasta ahora, mientras mi vida se iba hundiendo más y más en un pozo de desprecio y soledad?».

Sin embargo, sus palabras quedaron como un eco persistente en mi cabeza: 

«Dios te ama... Dios te ama». 

El refresco calmó la sequedad de mi garganta, pero la sed de amor que había sentido toda mi vida, no se calmaba con nada. De pronto, como desde el fondo de un abismo, elevé una oración: —Dios, si de veras me amas, demuéstramelo.

Sin mucha esperanza de ser escuchada, cerré los ojos, indecisa ante la opción de entrar ya y pedir el aborto en el hospital. Y entonces lo escuché. Un lejano ladrido familiar. ¿Era acaso el recuerdo del único ser que jamás me retiró su cariño? Pero lo oí cada vez más cercano. Me asomé por la puerta, ¡y sí, allí estaba! ¡Batuque, limpiecito, bien cuidado, meneando la cola con alegría y celebrando nuestro reencuentro! ¡No lo podía creer! 

 —¡Batuque! ¿Dónde estabas? ¿Quién te cuida tan bien?

Como entendiendo, mi querida mascota se lanzó a la carrera. Me olvidé de todo: del Rober y su madre, de la enfermera, del hospital, de la terrible palabra con olor a muerte que me perseguía. Corrí tras de él una, dos, tres cuadras, hasta que llegó a una iglesia. Al lado del sencillo edificio, una casa anexa ostentaba un cartel: 

«MI REFUGIO: Bienvenida mujer, queremos ayudarte en tu necesidad».

Mientras oraba sintiéndose abrazada por su Señor, se acercó Batuque, mascota oficial de la casa desde que la directora lo encontrara tirado. Se recostó a sus pies para que Juanita lo acariciara. 

—Mi amado Jesús —siguió diciéndole— ¡qué increíble fue la manera en que me mostraste tu cuidado! Ahora sé que siempre habías estado allí, esperando que yo clamara a ti. Conocerte fue experimentar el verdadero amor, ser limpia de todo mi pasado, aprender a perdonar, recibir la ayuda y la fuerza para vivir y dar vida. ¡Gracias, Señor! Yo también te amo —suspiró agregando — Permíteme guiar en este camino de restauración a la chica que llegó hoy. Pido por esta corderita herida, sé que la amas mucho a ella también. Amén.

La silueta de la muchacha nueva se asomó tímidamente al patio. Limpia y con nuevas ropas, parecía que una paleta de acuarelas la había retocado. 

—¡Qué bien luces! 

De un salto, Juanita llegó junto a ella y le pasó cariñosamente la mano por el hombro. 

—Justamente estoy por salir a buscar a mi hija al Jardín de niños. Queda aquí cerca, ¿me acompañas? Podemos conversar en el camino.

 Aunque Jesús amó a todos sus discípulos por igual, Juan parece haberlo experimentado de una manera intensa y especial. En su Evangelio, se refiere a sí mismo como «el discípulo a quien amaba Jesús» y cuenta que se recostaba a su lado. En sus escritos el amor es un tema central, tanto el profundo amor de Dios, como el que sus hijos podemos dar a otros cuando hemos sido cambiados por Él. ¿Has experimentado ese amor?


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