12 años con Luna
¿Has tenido una mascota? ¿Qué tan importante es para ti?
Por Sara Trejo de Hernández
Hace tiempo, una amiga me platicó desconsolada que su perro había muerto. No dejaba de llorar y me preocupó esa reacción tan extrema. La verdad es que se me hizo exagerada. Pero eso fue antes de tener una mascota.
Una mañana, al abrir la reja de mi casa para ir a la oficina, se metieron a la cochera, como si los hubiera invitado, tres cachorros de pastor alemán. Yo tenía prisa, por lo que me esforcé para que salieran y me fui.
Al regresar a casa, mi hijo Pablo, quien estaba de vacaciones, emocionado y triste me contó:
―Dejaron unos cachorros aquí, afuera de casa. A uno lo atropelló un auto y sus hermanitos le lamieron las heridas, pero ya estaba muerto. Luego a otro se lo llevó un señor que pasó y solo queda uno. ¿Y si nos lo quedamos? Pobrecito, se quedó sin sus hermanitos.
―Pero, tu papi no quiere mascotas, porque no contamos con un lugar para tenerlas.
Al comentarlo con mi esposo, dijo que no era una buena idea.
Esa noche el animalito se la pasó llorando, debajo de un auto en la calle. Daba dolor escucharlo.
Al día siguiente en la oficina, les conté el incidente. Una de mis compañeras dijo que ella había recogido un gatito y lo cuidó hasta que encontró alguien que lo adoptó. ¡Qué plan tan maravilloso! De inmediato llamé a mi hijo y le conté la idea.
Pablo consiguió comida y bañó al animalito. Entonces supimos que era hembra. Cuando llegó mi esposo le contamos el plan. Él no estuvo de acuerdo, pero aceptó que se quedara.
Esa noche, la pequeña ya no lloró como antes.
Como es de imaginar, pasaron los días, meses y años. Nunca encontramos alguien que la adoptara, por lo que se convirtió en parte de la familia.
Para mis hijos adolescentes fue un grandioso regalo. La nombraron Luna. Era muy juguetona. Por años pensamos que no escuchaba, porque en donde vivimos son frecuentes los cuetes y ella no se afectaba al oírlos. Después descubrimos que no estaba sorda, más bien que esa raza es muy controlada.
Desde pequeña aprendió a ir por lo que le lanzáramos y era su especial deleite que jugáramos con ella a la pelota. Por supuesto ninguna duraba inflada después de pasar por las fauces de Luna.
Cuando era un hecho que nadie la iba a adoptar, mi esposo terminó por aceptar que se quedara. La perrita dormía en el mismo patio en el que colgábamos la ropa. En una ocasión escuché cómo mi esposo le cantaba mientras tendía las sábanas. Fue una escena muy tierna.
Para salir de ese patio a la cochera, la perrita tenía que cruzar por la cocina. Una tarde llegué del trabajo y la dejé salir. Antes de eso, yo había servido el último trozo de pastel de avena para mi esposo.
Cuando volví a pasar por la cocina, ya no estaba el pan. Le reclamé a David, mi hijo menor, asumiendo que él se lo había comido pues era su favorito.
―¿Por qué te comiste el pastel que guardé para tu papá?
―No, ma, yo no me lo comí.
Se me hizo muy extraño que desapareciera con todo y el plato. Así que me acerqué a la mesa en la que lo había dejado y en el piso estaba el plato, muy limpio. Luna había sido la responsable de la desaparición.
Esa perrita siempre nos protegía cuando percibía a un intruso, pero a la gente que nos conocía nunca le ladraba. Aún no entiendo cómo sabía la diferencia.
Una vez, empezó a ladrar antes de que nos despertáramos. David le gritaba que se callara, pero no lo hizo, así que fue a ver qué sucedía. Un hombre estaba en el patio robándose nuestra escalera. Gracias a Luna, David pudo evitar que se la llevara.
Los hijos de los vecinos también la querían mucho y algunas veces la llevaron de paseo. Luna le enseñó a Balam, el gato de los vecinos, a dejarse rascar la pancita. Tenían una respetuosa relación. Uno se colocaba en una esquina de la reja y el otro en la otra, para ver pasar a la gente.
Doce años después de que llegó a nuestra vida, Luna tuvo problemas de salud. Era muy fuerte y no se quejaba, pero no podía respirar. Así que tuvimos que dormirla. Ese día nosotros y los vecinos lloramos juntos y nos despedimos de ella.
Hoy sé que las mascotas se vuelven una parte importante de nuestra vida. Dios nos permite cuidar de ellas y nos brindan felicidad. Por eso, cuando se van nos duele y las extrañamos. Pero siempre nos quedan hermosos recuerdos del tiempo que estuvieron con nosotros.
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