Un cuento ¿rosa?
¿Cuándo llegaría ese feliz por siempre?
Por Keila Ochoa Harris
De niña era feliz. Pero un día pensó que sería feliz por siempre cuando cambiara de año escolar. Luego pensó que sería feliz por siempre cuando tuviera cuerpo de mujer. Y luego pensó que sería feliz por siempre cuando le sobraran amigos. Y luego pensó que sería feliz por siempre cuando tuviera novio. Y luego pensó que sería feliz por siempre cuando se casara. Después, pensó que sería feliz por siempre cuando llegara su primer hijo.
Entonces, ¿cuándo llegaría ese feliz por siempre?
En el pasado, le habían dicho que la felicidad no existía, que dejara de pensar en abstracto.¿Pero cómo podía aceptar esa idea cuando la sonrisa de su recién nacido le aceleraba el corazón? ¿No era eso felicidad?
También le enseñaron a que dejara de pensar en el futuro y se concentrara en el presente. Sin embargo, no lograba frenar su imaginación cuando contemplaba a su hijo y a su hija correr tras un balón, y soñaba con verlos en un equipo profesional de fútbol.
Alguien más la invitó a practicar la meditación. Le mostró cómo concentrarse para no envejecer, pero resultó un fiasco. El espejo reflejaba las arrugas y las canas que aparecían como parte del proceso.
Entonces alguien le propuso un trato. Ella lo consideró con atención, preguntándose si funcionaría. Parecía que ya lo había intentado todo, no tenía nada que perder. Así que lo aceptó y de modo increíble, su vida cambió. ¿Cuál fue el trato?
Dios inició la conversación:
—El problema está en tu fórmula.
—¿Cuál fórmula?
—La de tu vida. Piensas que ESTAR + TENER = SER. Crees que si estás en la posición que quieres (casada, sin hijos, con hijos), tendrás algo (dinero, renombre, posición social, estabilidad financiera, belleza), lo que te llevará a ser una madre, esposa, novia o mujer independiente.
—¿Y tú qué propones?
—Mi fórmula es darte un SER, y entonces el ESTAR, el TENER y el QUEHACER pueden variar, pero ya no vivirás con la incertidumbre de tu identidad. Yo te ofrezco convertirte en mi hija y mi heredera; eso ya no cambiará. Seas viuda o recién casada, madre o soltera, nada moverá tu posición. Tengas dinero o pobreza, dificultades o alegrías, en el quehacer de tu elección como profesionista o ama de casa, las circunstancias no afectarán mi compromiso contigo.
—¿Y cuáles son los términos del trato?
—Yo me comprometo a amarte y a no retractarme de mis promesas: una vida eterna en mi compañía aun después de la muerte. No te fallaré, ni te dejaré, aun cuando no me veas corporalmente o escuches mi voz de forma audible. Te aseguro que siempre me comunicaré contigo de alguna forma; eso no lo dudes.
—¿Y mi parte?
—Requiero tu total confianza, aun cuando tu intelecto necesite más pruebas o tu corazón más emociones. Aun cuando el precio te parezca muy alto o la oferta demasiado sospechosa por ser gratuita y abierta. Y después, deberás obedecer. La libertad vendrá cuando tú aprendas a hacer las cosas a mi manera.
—Tu fórmula es demasiado… sencilla. Y al mismo tiempo, pides mucho.
—Pero si no lo intentas, ¿cómo sabrás si funciona o no? Esta es una decisión en la que apuestas la vida; pero conmigo la ganas, no la pierdes.
Sonaba a cuento rosa, pero ella se había quedado entre la espada y la pared. Las dos opciones le aterraban: firmar con Dios o seguir en ese círculo de insatisfacción. Lo intentaría, se dijo. Le dio el sí al Creador y así selló su destino.
Ya no pensó que sería feliz por siempre cuando sus hijos crecieran. Los niños simplemente se estiraron, maduraron y un día se marcharon. En el proceso hubo lágrimas, risas, pleitos y sueños rotos. Sin embargo, Él cumplió y nunca la dejó.
Hubo días en que volvió a frustrarse, cuando el nido se quedó vacío y esperaba a los nietos para consolarla. Nuevamente, Él no le falló y le plantó inquietudes que la movieron a dedicarse a los demás y a emprender nuevos proyectos.
En ocasiones ella falló en su parte del convenio. Perdió confianza, no obedeció o se dejó cubrir por la fatalidad cuando su esposo murió. Pero Él la perdonó y siguió a su lado, siempre amándola y protegiéndola.
Finalmente, ella enfermó. En esos días, Él se mantuvo cariñoso y tierno, repitiéndole que pronto el trato se cerraría definitivamente y ella obtendría lo que siempre había deseado. Y un día despertó, no en su cama de hospital, sino en el cálido abrazo del Padre, quien conjuntó la felicidad y los sueños, el ser, el estar, el tener y el quehacer, en un solo instante de dicha y eternidad.
Y para ella, no fue un cuento, mucho menos rosa, sino una realidad.
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