Serie: Principios sobre la belleza  

Foto por Itzel Gaspar

Principio 3: Si algo es bello, es porque está cumpliendo el propósito para el que fue creado

Por Laura Castellanos

Por años, Carolina soñó con tener una hija y cuando nació, a la pequeña Flor le había faltado el oxígeno y en consecuencia padecía de parálisis cerebral.

Jorge, su esposo, la abandonó al ver la discapacidad de Flor. Él le había puesto el nombre antes de que la niña naciera, pero cuando la vio enferma, se quejó: —No veo una flor en ella, sino un cactus; algo muerto y sin vida.

Sin embargo, Carolina había crecido en el desierto y sabía que hasta los cactus eran bellos e incluso floreaban.

A pesar de sus carencias económicas, Carolina no se dio por vencida. Esa niña había recibido el regalo de la vida. Tenía los mismos derechos que cualquier niño sano: crecer y ser feliz, lograr algo y triunfar en lo que deseara.

Jorge se volvió a casar y tuvo otras dos bellas hijas. Carolina sufría al compararlas con su hija. Mientras ellas brincaban la cuerda, hablaban y cantaban, las piernas de Flor se arqueaban de modo grotesco y solo balbuceaba y babeaba.

Ya habían pasado doce años y Carolina desanimada se quejaba internamente, mientras le cambiaba, una vez más, el pañal a Flor.

El bote de basura y el jarrón

La belleza de las cosas radica en el propósito para el que fueron creadas. Cada cosa debe servir para aquello para lo que ha sido creada. Pero en nuestra ceguera, hemos perdido la dimensión de cada cosa. 

Por ejemplo, ¿qué pensaríamos si en una casa vemos un bote de basura sobre la mesita de centro lleno de rosas? Alabaríamos las rosas, pero concluiríamos que nuestro amigo está loco. ¿Por qué poner unas flores en un bote de basura?

Quizá se tratara de un práctico bote de basura, laminado y con una tapa que impide los malos olores. Entonces, ¿por qué no lo elogiamos? O imaginemos que vamos al baño de la misma casa y vemos junto al excusado un precioso florero de porcelana repleto de papeles sucios. ¡Nos daría un infarto!

El bote de basura puede resultar hermoso y práctico en el lugar correcto; el jarrón, por el contrario, luciría mejor con flores. Esta inversión de roles no implica que ni el bote ni el jarrón sean «feos», simplemente no están cumpliendo su función. 

Las moscas

Cuando cada cosa fue creada, era buena. Dice la Biblia:

«Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera. Y fue la tarde y la mañana el día sexto» (Génesis 1:31 RVR60).

Sin embargo, nuestros ojos y nuestros prejuicios nos ciegan al valor de lo que nos rodea. Por ejemplo, pensemos en las moscas. En casi todo ecosistema las hallamos cerca de la comida. Las detestamos y las matamos. Nos queremos deshacer de esta «peste», cosa en que se convierten cuando sobrepasan la cantidad indicada por la naturaleza. Pero cuando solo están allí, en sus números correctos y en su labor prevista, ¿acaso son «inútiles» o «feas»?

Que nos disguste su apariencia física no quiere decir que sean «malas» o «inservibles». Si un día deseáramos que desparecieran y se nos concediera nuestro deseo, notaríamos su ausencia.

Se calcula que hay cerca de 1500 especies de mosca negra en el mundo. ¿Y para qué sirven? Por una parte, indican que hay agua limpia cerca. Las moscas necesitan de agua pura y cristalina para reproducirse y, aunque no lo creamos, no toleran la contaminación.

Por otra parte, las moscas son polinizadoras importantes. Los machos solo comen néctar de plantas y savia; al hacer esto, polinizan, eliminan cadáveres y se vuelven un control biológico. Finalmente, las moscas son alimento para otras especies como los murciélagos y las libélulas.

Así que, ¿existe algo realmente «feo» o «inútil»? En realidad solamente cuando algo ocupa el lugar que no le corresponde, al no cumplir el propósito para el cual fue creado.

La ruta importa; la meta importa aún más

El hombre, del mismo modo, ha sido creado con un propósito según lo dice la Biblia.

«Trae a todo el que sea llamado por mi nombre, al que yo he creado para mi gloria, al que yo hice y formé» (Isaías 43:7 NVI).

Hemos sido creados para glorificar a Dios, convivir con Él y disfrutar de lo que nos ha dado. Uno de nuestros propósitos es cuidar el mundo en el que vivimos y embellecerlo. Cuando nos negamos a ser parte del plan original, sufrimos.

Nuestras tragedias ecológicas han sido el fruto de malas decisiones y de un sentido falso de superioridad. Entre nosotros mismos hemos cometido crímenes atroces al suponer que una raza es superior a otra. En nuestras vidas hay descontento y frustración, pues no estamos viviendo de manera digna. Nuestras acciones no conducen a dar gloria, sino deshonra.

Una persona que transita por el mundo sin propósito, está perdida y carece de belleza. No puede ver la belleza en lo que la rodea; no cree en su propia valía. 

Se me figura a una llanta que deseara ser cuadrada porque está de moda. Supongamos que se cumple su deseo, ¿podría ser usada? Terminará relegada en algún rincón; inservible y lejos de lograr su objetivo en la vida. Aseguro que si la rueda pudiera hablar, nos diría que los mejores momentos de su vida fueron cuando rodó sobre el asfalto para mover un auto.

¿Y qué pasaría si desconocemos o negamos el propósito bíblico? Como Alicia en el país de las maravillas, le preguntaríamos al gato:

—Disculpe, ¿qué rumbo debo tomar?

—Depende hacia dónde quieras ir —dijo el gato.

—Realmente no importa.

—Entonces tampoco importa la ruta que tomes.

¿Cuál es tu meta? ¿Hacer aquello para lo que fuiste creado? Entonces solo hay una ruta que seguir: la que marca la Biblia. Y ahí se nos dice que todo lo que hagamos debe ser para la gloria de Dios, pues para eso fuimos hechos.

Si algo es bello, es porque está cumpliendo el propósito para el que fue creado.

La vida de Flor cambió cuando apareció la doctora Murillo, una mujer bajita y rubia, con una sonrisa impactante. Convenció a Carolina de llevar a Flor a la clínica cada semana. Le enseñó cómo hacerle terapias, aunque le advirtió sobre el costo.

—A veces tendrás flojera o cansancio; en otras pensarás que no vale la pena esforzarte; o quizá no veas los progresos que requieres para confiar en mí. Pero no pienses en mí, sino en tu hija Flor.

De ese modo, Carolina procuró no fallarle a su hija. Se conmovió la primera vez que Flor sujetó un pincel con su boca. El cuello lo tenía más firme que sus extremidades y para su sorpresa, lograba trazos certeros. Flor logró aprender a escribir, así que se pudo comunicar con su madre por primera vez. Carolina guardó toda su vida el papel en el que, con trazos temblorosos, Flor le escribió: «Gracias, mamá. Te amo».

Delante de sus ojos, Flor abrió sus pétalos y Carolina descubrió dentro de su corazón la esencia de una persona creativa y que, a pesar del dolor y el sufrimiento, maduraba y luchaba por sentirse como una persona real, aunque siempre lo había sido.

Flor escribió poemas, pintó cuadros y se comunicó con el mundo. El más sorprendido fue Jorge. De repente ya no veía delante de él un espíritu atrapado en un cuerpo enfermo, sino una niña con sentimientos y pensamientos que no lo reconocía como su progenitor, y aun así mostró suficiente compasión para perdonarlo.

Carolina, por su parte, jamás se arrepintió de haber dado a luz a una niña que triunfó a pesar de los obstáculos, una bella flor que Dios le regaló para cuidar, regar y podar con ternura y dedicación.


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