Serie: Principios sobre la belleza
Principio 5: Si miramos como Dios lo hace, veremos el corazón y no las apariencias
Por Laura Castellanos
Algo estaba pasando en los ojos de Mariana. Al despertar, notó una cierta comezón en sus párpados. Se talló con cautela, pero la picazón la enloqueció. Se metió a duchar y el agua le ayudó a aliviar el dolor hasta que salió de su departamento. Veía los árboles y las flores con normalidad, ¡pero las personas parecían tener cabezas de animales!
—Debo ir al médico —se dijo preocupada.
Pidió un taxi, el cual iba conducido por un hombre cara-de-rata, que le cobró más de lo que la tarifa indicaba. A media mañana, escuchó la voz del contador que le gustaba. Desde hacía unos meses se derretía por él. Casi se desmayó cuando reconoció sus pantalones azules, sus zapatos negros, su camisa azul con el último botón desabrochado, ¡pero tenía cabeza-de-lobo!
Pasó la tarde prometiéndose visitar al médico cuanto antes, pero primero tuvo una junta. Su jefe, cabeza-de-perro-San-Bernardo, requería su ayuda para tomar una decisión trascendental. ¿Debían aceptar a los nuevos clientes recomendados por el cabeza-de-lobo?
Mariana tenía dolor de cabeza y no entendía las gráficas que su jefe le proporcionó. ¿Cómo sabría qué decir? Sin embargo, cuando conoció a los tres clientes potenciales, tomó una decisión drástica. ¡Esas personas no debían trabajar en su empresa! De los tres accionistas, ni uno se le figuró de fiar, pues estaba un cabeza-de-zorro, una mujer cabeza-de-cobra y un cabeza-de-buitre.
Su jefe agradeció su ayuda y Mariana se dirigió al elevador. Para su mala fortuna, en el tercer piso, como de costumbre, se subió Juan, el gerente de ventas que asistía a una iglesia hermana de la suya. Para su asombro, el cabeza-de-delfín la serenó. Ciertamente el hombre era sumamente inteligente y además juguetón. Siempre le robaba una sonrisa, aun cuando ella lo trataba con descortesía.
—¿Gustas un café, Mariana?
—Debo ir al oftalmólogo. Me urge —le dijo ella con lágrimas en los ojos.
—Te acompaño y de allí vamos por un café.
Mariana accedió. El doctor cara-de-búho la examinó. Unas gotas y quedaría como nueva.
Nuevos ojos
En marzo del 2008 me operé de la vista. Tenía miopía y astigmatismo, así que la doctora me prometió que vería «con nuevos ojos». La operación con láser duró unos segundos, pero la recuperación resultó lenta por causa de una infección. Aun así, al mes de operada, me emocionó no tener que usar anteojos. Me sentí maravillada porque leía sin ningún problema.
Los colores lucían más intensos, aunque la luz, aun hoy, me molesta un poco. Sin embargo, un año después, mi ojo derecho empezó a fallar. La doctora me recordó la advertencia que me había hecho antes de pagar por la operación: tarde o temprano, los ojos se desgastan. La doctora me ofreció un retoque de láser, pero supe en ese instante, que mis ojos sufrirían el deterioro por el uso y la vejez.
Aun así, con todo y ese año de nueva vista, debo reconocer que no aprendí a ver con la nitidez que hubiera deseado. Tampoco aprendí a ver como Dios mira. La Biblia relata:
«Pero Jehová dijo a Samuel: “No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo le he descartado. La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Jehová mira el corazón”» (1 Samuel 16:7 Biblia de Jerusalem).
Dios es el único que puede mirar el corazón. Él ve las cosas de otro modo, como las intenciones ocultas o los pensamientos más profundos. Existen rincones que ni siquiera uno imagina.
Precios invertidos
¿Por qué no podemos ver como Dios? ¡Porque hemos cambiado el orden de las cosas! Le hemos dado valor a lo menos importante.
Imagine que usted va al supermercado donde los dependientes pegan etiquetas con el precio a cada producto. Pasa por la sección de entretenimiento y se fija que la televisión de sus sueños cuesta cerca de $1000. En los electrodomésticos, observa una licuadora en $50. Un paquete de harina está en $3. El aceite de oliva lo encuentra en $8. Una lata de frijoles anuncia su precio de $2. Finalmente, la lavadora que le urge anda en $600.
¿Qué pasaría si esa noche entraran unos maldosos y cambiaran todas las etiquetas? Al siguiente día, usted se iría de espaldas con los siguientes precios:
Televisión: $2. Licuadora $8. Harina $50. Aceite $1000. Frijoles: $600 y Lavadora: $3.
Tal vez se emocionaría y compraría tres televisores pero, ¿pagaría seiscientos por una lata de frijoles?
Nosotros hemos hecho algo parecido. Alguien intercambió los precios, de modo que hoy le damos más valor al color del cabello que a la amabilidad, a la estatura que a la honestidad, al peso que a la confianza, a la marca de la ropa que a la fidelidad.
Dice la Biblia en relación a Jesús: «Enviaron algunos de sus discípulos junto con los herodianos, los cuales le dijeron: —Maestro, sabemos que eres un hombre íntegro y que enseñas el camino de Dios de acuerdo con la verdad. No te dejas influir por nadie porque no te fijas en las apariencias» (Mateo 22:16 NVI).
Cuando nos fijamos en las apariencias y nos basamos en ellas, cambiamos el precio de la etiqueta. Pero los hombres y las mujeres de integridad no se dejan influir por lo externo. A ellos no les importa quién es el candidato a la presidencia más apuesto o que habla más bonito, sino quién ofrece las propuestas más inteligentes. Las personas de integridad, es decir, de una pieza, miran con los ojos de Dios.
No nos dejemos llevar
Los principios bíblicos nos invitan a no basarnos en las apariencias.
«No buscamos el recomendarnos otra vez a ustedes, sino que les damos una oportunidad de sentirse orgullosos de nosotros, para que tengan con qué responder a los que se dejan llevar por las apariencias y no por lo que hay dentro del corazón» (2 Corintios 5:12 NVI).
Se nos recomienda «no dejarnos llevar», no perder el sentido ni la lógica cuando emitimos un juicio. La gran lección de estas palabras se resume de la siguiente manera: No cambies el precio de las cosas.
El que se deja llevar es como un barco a la deriva, como un caballo sin jinete. Los seres humanos poseemos inteligencia y razonamiento para poder controlar nuestra mirada y entonces ver como Dios mira.
Si miramos como Dios lo hace, veremos el corazón y no las apariencias
Mientras el doctor cara-de-búho le aplicaba las gotas, Mariana pensaba en los rostros del día: el portero cabeza-de-oveja, su propia madre cabeza-de-conejo, su hermano cabeza-de-hámster, la mujer que limpiaba la oficina cabeza-de-hiena, la secretaria cabeza-de-pescado, el barrendero cabeza-de-caballo, la recepcionista cabeza-de-cacatúa.
Los ojos le ardieron, pero al abrirlos, miró la luz eléctrica en el techo, luego la pared y finalmente al doctor, con rostro normal. Cierta tristeza la invadió. De algún modo, suponía que veía mejor antes.
Cuando salió, el gerente de ventas, el antes cabeza-de-delfín, aún la aguardaba. No era más alto ni más apuesto que el día anterior y supuso que el contador cabeza-de-lobo continuaría robando suspiros. Pero de algún modo, la experiencia la ayudó y aceptó el café que Juan le invitó.
No se arrepintió. Esa tarde conoció a un hombre inteligente y bondadoso, un fiel representante de un delfín.
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