Serie: Principios sobre la belleza

Foto por Itzel Gaspar

Principio 4: Si algo es único, es bello

Por Laura Castellanos

Rubén tenía problemas en su matrimonio. Se había casado tan solo dos años atrás y ahora, a los veinticinco, después del primer embarazo, Sandra había subido de peso y vestía ropa holgada. Sandra le decía que pronto pasaría el tiempo de la lactancia y entonces volvería a ejercitarse. 

Entre tanto, Rubén se internó en el mundo de la ficción y escribió su primera novela.

Su trama no era original, pero comenzó así:

«En aquella ciudad, los hombres buscaban esposa en una tienda departamental. Elegir pareja resultaba tan sencillo como ir al supermercado por un litro de leche. Las mujeres se encontraban en exquisitos aparadores y las había rubias, morenas y pelirrojas. Las rubias se parecían a Marilyn Monroe, las morenas a Catherine Zeta-Jones y las pelirrojas a Nicole Kidman. Si se visitaba otra tienda, se podía encontrar chicas al estilo Laetitia Casta o Cindy Crawford».

Entonces llegó al capítulo cuatro. El protagonista se dirigía a la tienda para cambiar de modelo: 

«En ese pueblo uno podía tirar a la antigua esposa y comprar una nueva. Conducía hacia el establecimiento de moda cuando se le descompuso el auto. Enfadado, se bajó a revisar el cofre, pero no daba con el problema, así que deambuló por unas callejuelas hasta un mercado artesanal, donde se vendían collares, pulseras y ropa hecha a mano. Para su sorpresa, en uno de tantos puestos se topó con esposas artesanales».

Rubén no sospechó sobre la  jugada de su subconsciente hasta que llegó el final del capítulo, donde el protagonista:

 «...Halló mujeres con imperfecciones y muchas diferencias. Ninguna nariz se parecía; ningún color de ojos se asemejaba. Algunas presumían lunares o pequeñas deficiencias en sus dientes. No simulaban actrices ni modelos profesionales, deportistas o cantantes. Eran comunes y corrientes, si así se les podía llamar. Entonces, con el corazón galopante, eligió una mujer bajita, de cabello crespo, con una nariz puntiaguda y hoyuelos en las mejillas».

Rubén dejó de escribir. ¡Había descrito a Samantha, su propia esposa!

Desde las huellas digitales

En este siglo nos hemos acostumbrado tanto a los artículos y la fabricación en serie, que hemos perdido de vista el valor y la importancia de lo artesanal. No es lo mismo comprar unos zapatos manufacturados, que unas sandalias de piel hechas a mano. Lo mejor de esos zapatos es que no se parecerán a ningún otro par.

Del mismo modo, la belleza es tan variada como seres humanos hay en el mundo. Se nos dice que no hay dos personas idénticas, aun si son gemelas. Por ejemplo, sabemos que las huellas digitales son únicas. ¡Una maravilla! ¿Y qué del ADN? ¡Tan pequeño, pero tan potente!

Podríamos decir que somos custom made, es decir, «hechos a la medida». No somos producidos en serie como artículos de fábrica, sino que hemos sido cuidadosamente moldeados.

«Tus manos me hicieron y me formaron; hazme entender para que yo aprenda tus mandamientos» (Salmos 119:73, RVA).

Dios nos creó a cada uno en particular. No solo basta observar al ser humano, sino a la misma naturaleza. ¿Cuántas variedades de flores existen? Los botánicos calculan que hay cerca de 240,000 especies de plantas que florean. ¿No es increíble?

Podríamos preguntarnos el porqué de tantas variedades de rosas. Al que gusta de estas flores puede elegir de entre 6,500 tipos; y dentro de algunas especies, también varían los tonos y los colores. ¡Qué locura elegir una flor preferida!

Regresando a la genética, aunque decimos: «Es idéntico a su abuelo», la realidad es que ese niño solo se parece al abuelo en ciertos rasgos físicos o de carácter, pero es único en el mundo. Sus experiencias y su mezcla de ADN lo hacen diferente a su abuelo y a su padre. ¿Cómo no impresionarnos ante las infinitas posibilidades?

Desde el vientre

La Biblia exclama:

«Dios mío, tú fuiste quien me formó en el vientre de mi madre. Tú fuiste quien formó cada parte de mi cuerpo. Soy una creación maravillosa, y por eso te doy gracias. Todo lo que haces es maravilloso, ¡de eso estoy bien seguro!» (Salmo 139:13-14, TLA).

El milagro de la concepción y de cómo se forma un bebé también es una belleza. El niño es tejido en lo oculto. Incluso cuando la ciencia nos muestra con más claridad cómo un niño se concibe y crece dentro de su madre, no podemos comprender ni abarcar los miles de detalles que se conjuntan para formar a un ser humano.

Nuestra capacidad de asombro aumenta cuando vemos a los robots. El hombre ha tratado de imitar a las personas sin grandes resultados. Aun cuando la inteligencia artificial es hoy una realidad, todavía no conocemos a una máquina con sentimientos y pensamientos humanos, salvo en las películas.

En la cinematografía y la literatura encontramos una gama de sueños y posibilidades sobre máquinas y robots que lloran, ríen y sienten. Hemos visto a Wall-e enamorarse y a Terminator salvar a un jovencito. Pero ningún robot ha podido igualar la perfección de un ser creado.

Y aún hay más

Sin embargo, más allá de las diferencias físicas, están las de personalidad. Ninguna persona ha vivido lo mismo, por lo tanto no puede pensar de modo idéntico a otra. Incluso los nombres son especiales, pues se combinan con apellidos y variantes. El nombre de cada persona es un distintivo fiel y determinante.

«Pero ahora, así dice el Señor, el que te creó, Jacob, el que te formó, Israel: “No temas, que yo te he redimido; te he llamado por tu nombre; tú eres mío”» (Isaías 43:1, NVI).

A nadie nos gusta que se nos cambie de nombre o que se nos ponga un apodo. Cuando expedimos un pasaporte, se nos piden datos biométricos porque son únicos. Cuando describimos a un amigo, nos fijamos en su modo de sorber la sopa o reír. Reconocemos el timbre de voz del amado o la suavidad de las manos de la pareja. ¿Cómo se logra esto? A través de la hermosura de la genética y la cultura, la sociedad y la experiencia propia. En suma, ¡un abanico de posibilidades y personalidades!

Entonces, ¿por qué criticamos y minimizamos al otro por no hallarlo bello?

Si algo es único, es bello 

De vuelta a la historia:

Rubén pensativo cavilaba: —Necesito cambiar mi actitud y mostrarle a Samantha que hay muchas razones más por las que la amo, no solo su físico —Entonces se le ocurrió una idea:— ¿Por qué no buscar tres cosas buenas que veo en ella por cada mala que quiera mencionar?

Encontró lápiz labial en el lavabo, pero antes de quejarse, recordó que Samantha había planchado sus camisas, le había comprado sus rastrillos esa mañana y había recogido la ropa que él solía dejar en el suelo.

Más tarde ella roncó, pero él se acordó de que le encantaba verla dormir, lo buena que era como mamá y lo creativa que era para solucionar problemas en la casa. 

Al otro día, la sopa le quedó salada, pero él después de un rato lo olvidó, ya que comenzaron a platicar sobre un libro muy interesante que ella estaba leyendo sobre cómo estimular el aprendizaje durante los primeros 5 años de los niños. Entonces recordó lo inteligente y emprendedora que era su mujer y que lo que más disfrutaba a la hora de la comida eran sus ricas conversaciones y su buen sentido del humor.

Después de unos días de hacer este ejercicio, un día cuando salían para una cena en casa de los abuelos, él se percató de que su forma de ver a Samantha había cambiado. Al verla junto a su hijo, se dio cuenta de que el cuerpo de su esposa había pasado por muchas cosas esos últimos meses, para que pudiera traer al mundo a ese pequeño ser único y hermoso que tanto amaban. 

Se fijó en sus manos pequeñas y blancas, sus pantorrillas firmes y su lunar junto al ojo derecho. Pequeños detalles que lo habían enamorado desde un principio y que seguirían ahí por siempre. Al igual que su personaje de fantasía, aun cuando Rubén pudiera ir a un centro comercial en busca de una esposa perfecta, terminaría eligiendo una Samantha en el mercado de artesanías. Su mujer era única.


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