La verdad sobre la belleza

Foto por Phil Eager

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Los halagos pueden alimentar nuestro ego y las críticas nuestro autodesprecio

Por Itzel Gaspar

De seguro, hemos escuchado algunas de estas frases: «Qué bonita estás. De grande vas a tener muchos pretendientes» «A ti te doy doble plato porque te hace falta comer» «¿Estás segura de que te vas a servir más? Vas a salir rodando» «Ah, hoy no te maquillaste, con razón pareces enferma».

Desde muy pequeñas recibimos comentarios que definen lo que creemos sobre nuestro cuerpo y su propósito. Hemos caído en el engaño de que existen características físicas que nos hacen dignas de amor en menor o mayor medida.

Es triste que nuestra cultura, sociedad y aun nuestros seres más queridos nos enseñen (no siempre de forma consciente) a calcular nuestro valor de acuerdo a los números que muestre la báscula o la cinta métrica. El constante adiestramiento que tanto hombres como mujeres recibimos desde niños, nos lleva a tratar a las personas dependiendo de cómo se ven. 

Lo notamos desde nuestros primeros años de escuela, donde la niña güerita, alta, delgada y de ojos claros es de la que todos quieren ser amigos. Contrario a la que lleva la falda arrugada, tiene unos kilos de más y calza zapatos ortopédicos, de quien la mayoría prefiere huir. Es impresionante cuánto se le puede humillar a una pequeña debido a un mal corte de cabello, tratamiento de ortodoncia o vello extra en su piel.

No tardamos mucho en comenzar a vernos al espejo y hacernos nuestros propios comentarios crueles: «Si tan solo mi cabello fuera rizado» «Es obvio que nadie me va a querer con esta piel llena de granos» «¿Por qué no tengo el vientre plano y cintura pequeñita?» «Llegué bien tarde a la repartición de labios».

Si hemos expresado frases de este tipo, ya sea hacia nosotras mismas o a otros, tenemos un problema. Recordemos que nuestras palabras dan a conocer lo que abunda en nuestro corazón. Primero, debemos tener muy presente que nuestra atracción hacia lo bello siempre ha existido, por el simple hecho de que Dios mismo la plantó en nuestro corazón. Pero ya que todo fue contaminado por la caída en el Edén, esto también se corrompió. 

Fue Dios quien creó la belleza y nos dio la capacidad de reconocerla. Él diseñó los mares, la luna y las estrellas. Formó las montañas, los ríos, árboles y flores. Planeó cada cosa y paisaje a nuestro alrededor con toda la intención de que nos robara el aliento. El objetivo era apuntar hacia su divinidad, que al disfrutar de un atardecer, recordáramos que la hermosura de quien lo pintó no tiene comparación.

Sin importar lo mucho que nos hemos alejado de ese propósito, nunca es tarde para tomar el camino de regreso. No es cosa fácil. Requiere constancia, valor y muchísimo amor. Quizá luchemos con confiar en que Dios nos esculpió con amor, a su propia imagen y que por lo tanto somos dignas de un buen trato, admiración y respeto. 

Los halagos pueden alimentar nuestro ego y las críticas nuestro autodesprecio. Ambas cosas se relacionan con el orgullo y deben ser trabajadas. Mal encaminado, nuestro deseo de belleza física puede convertirse en un veneno peligroso que causa heridas profundas y algunas veces mortales. Un ejemplo son los trastornos alimenticios, que han cobrado tantas vidas durante mucho tiempo.

Entendamos que el querer vernos bonitas no es pecado, pero podemos estar seguras de que esto no debe llevarnos a tener un mayor o menor concepto de nosotras mismas del que debemos tener. 

Entonces, para enfocarnos en la verdadera belleza, es necesario que poco a poco transformemos lo que creemos sobre ella. Escribamos estas palabras en la tabla de nuestro corazón:

  1. Fuimos creadas a imagen y semejanza de Dios, (Génesis 1:27) para que cuando otros nos vean, lo reconozcan a Él. 

  2. Nuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo (1 Corintios 6:19). Lo cuidaremos con reverencia y respeto, porque su presencia habita en él.

  3. Dios no considera nuestro parecer, sino  lo que sabe que hay en nuestro corazón, (1 Samuel 16:7) y la importancia de lo que nos pide hacer no tiene nada que ver con nuestra apariencia física.

  4. La belleza verdadera es el espíritu tierno y tranquilo, el cual es precioso para Dios (1 Pedro 3:4).

  5. Nuestra vestimenta debe constituirse en su mayoría por buenas obras, (1 Timoteo 2:9,10) esto es, acciones que beneficien a nuestro prójimo y por lo tanto glorifiquen a Dios.

Tengamos la certeza de que si queremos encontrar más sobre la realidad sobre la belleza en la Biblia, la hallaremos. Podemos comenzar con estos cinco puntos. Lo siguiente es creerlos y ponerlos en práctica.

Nuestra generación necesita con desesperación a personas que se atrevan a dejar que el Espíritu renueve su entendimiento. Esto dará paso a que honremos nuestro cuerpo y el de otros, dándole el lugar para el que se le destinó desde el principio, sanando muchas heridas y encaminándonos así al diseño original de Dios.


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