De miedos y temores
¿Buenos o malos?
Por Sheila Hernández Huerta
«¡No seas miedosa! ¿Tienes miedo? ¡No es para tanto!» Crecimos escuchando estas palabras desde niñas. ¿Cuántas cosas hemos pensado, dicho o hecho por miedo? Y es que cuando hablamos del temor cada quien responderá de acuerdo a las experiencias, influencias y circunstancias que ha vivido. June Hunt dice: «El temor puede ser un candado que cierre tu mente, o una ruidosa alarma que te impulse a buscar un lugar seguro».
El temor es una respuesta natural diseñada por nuestro Creador como un mecanismo de respuesta y defensa ante un peligro inminente, real o imaginario. Se manifiesta poniendo en alerta nuestro sistema fisiológico. Pero también las emociones se alteran y los pensamientos nos llevan a huir o defendernos.
¿Somos miedosas? La respuesta quizá sea: sí, porque somos seres humanos normales. Sin embargo, existe otra palabra: la cobardía, que en griego indica timidez y temor. Y también están las fobias, cuando el miedo se intensifica.
En su libro Ansiosos por nada, Max Lucado nos muestra cómo se manifiesta el miedo en una persona y cómo se desarrolla la ansiedad debido a las percepciones o interpretaciones de su realidad y a sus narrativas (su diálogo interno).
El miedo: Ve una amenaza.
La ansiedad: Se la imagina.
El miedo: Grita: ¡Vete!
La ansiedad: Cavila ¿qué tal si… y si…?
Estas frases, nos muestran cómo este mecanismo (el miedo) nos libra de peligros. Ante una amenaza nos obliga a huir. El problema es cuando la ansiedad que se preocupa de algo que no existe, se confunde con el miedo y empieza a dominarnos.
Natalia, de veinte años y estudiante de arquitectura, se imaginaba situaciones catastróficas: «No tendré trabajo; nadie me contratará cuando termine mi carrera. Mis rutinas de ejercicio son intensas y nunca logro nada».
En su tiempo de consejería, Natalia ilustró todas esas imaginaciones y cavilaciones que rondaban por su mente. Dibujó una bola grande repleta de bolas pequeñas. Empezó a visualizar cómo se veía a sí misma de maneras incorrectas y cómo veía todas sus preocupaciones alrededor. Luego, empezó a conocer algo más.
Dios sabe que muchas veces vivimos en una preocupación excesiva y desconfianza en esta tierra. En cierta ocasión en que se encontraba en un monte rodeado de una multitud a la que le enseñaba, Jesús dijo: «No se afanen». En otras palabras, «deja de preocuparte». Él comprende el estado de nuestro corazón y por eso nos da esta ¡orden!
Sí, el Señor nos ordena: «En este momento, deja de ahogar tu mente con tantas imaginaciones y cavilaciones. Estas solo te llevan a estados de desesperación intensos, sin pensar que todo aquello que necesitas, yo te lo daré».
El tiempo gramatical de la orden conlleva también la idea de no empezar a preocuparnos. Quizás no lo estemos haciendo en este preciso momento, pero cuando vienen los exámenes, entregas de trabajos, cuando recibimos la invitación a una boda, vemos que nuestra mejor amiga ya tiene novio, y buscamos desesperadamente satisfacer nuestra vida terrenal, emocional, sentimental y profesional, debemos recordarnos: «no te empieces a preocupar».
No es una orden de un padre manipulador o de un maestro regañón. No está dada a gritos, sino basada en la confianza del carácter y tierno cuidado de un Dios que nos dice: «Estoy aquí para protegerte y velar por tu seguridad».
Natalia descubrió que seguir sus propias órdenes trastornó su corazón, pero al empezar a obedecer la orden del Señor, encontró confianza y seguridad, afecto y una relación más cercana con Él. John McArthur lo expresa así: «Enfocarse en los tesoros terrenales, produce afecto terrenal».
Para ella no fue fácil callar esa voz de un día para otro, pues estaba tan acostumbrada a obedecerla, que ha requerido días, meses y años. Ha sido un entrenamiento arduo e incesante en el cual ha descubierto otro tipo de temor.
Todo empezó en el Génesis, con Adán y Eva en el huerto del Edén. Cuando pecaron, sus ojos se abrieron y conocieron que estaban desnudos. Tuvieron acceso a una información que antes no tenían, descubrieron quiénes eran y lo que habían hecho, y con ello empezaron a experimentar la vergüenza, el miedo y seguramente muchas más emociones que se agolparon dentro de ellos.
No volvieron a ver, oír, sentir, o percibir igual. Todos sus sentidos se alteraron a partir de esta experiencia. El miedo se manifestó por primera vez en su vida después de haber comido del fruto que Dios había dicho no comieran.
El hombre y la mujer se escondieron del Señor Dios entre los árboles.
«Entonces el Señor Dios llamó al hombre: —¿Dónde estás?
El hombre contestó: —Te oí caminando por el huerto, así que me escondí. Tuve miedo porque estaba desnudo.
—¿Quién te dijo que estabas desnudo? —le preguntó el Señor Dios» (Génesis 3:9-11a).
Tratemos de visualizar la escena. Dios sabía que fallaron, que estaban metidos en problemas y no los ignoró, ni les aplicó la ley del hielo, sino más bien los buscó para acercarlos a Él y conversar sobre lo sucedido.
Aquí la palabra para miedo es yaré, que significa reverenciar, temer, espantar, asustar. Tuvieron miedo, no porque fuera un Dios tirano y malo, sino porque ellos sabían lo que habían hecho.
Este es un temor de un reconocimiento, respeto a quién es Dios y quiénes eran ellos.
Y surge para mostrarnos quién es Dios en nuestra experiencia, en nuestra vida, en este momento.
Natalia empezó a experimentar este tipo ce temor, llevándola a sentirse a salvo, reverenciando a su Dios y asombrándose de manera más cercana. Y esto ha hecho una gran diferencia en su vida.
¿Has experimentado este tipo de temor que da seguridad, en vez del que paraliza? Acércate al Señor Jesucristo, Él hace la diferencia.
¿Buenos o malos?