No temas
¿Cómo lo gestionas?
Por Patricia Cabral
La niña se detuvo al borde del último haz de luz, la línea divisoria entre estar a salvo y la oscuridad. Los sonidos nocturnos que no conocía la atemorizaban más allá de lo racional. No podía esperar que siempre un adulto la acompañara a caminar los metros que separaban la casa de los abuelos de la suya, al otro lado de un jardín enorme y rodeado de grandes árboles.
Dio el primer paso hacia el sendero oscuro. Sus piernas temblaban; el latir de su corazón desbocado golpeaba en sus oídos. Dos, tres, siete pasos más. La oscuridad devoró su pequeña figura.
Enseguida salió al otro lado del jardín, bendecida por la luz del porche de su casa. ¡Lo había logrado! Había cruzado el terreno sola y de noche. Nada malo había sucedido. Ningún animal nocturno la había atacado.
Aliviada, suspiró con la sensación de haber derrotado al miedo que la obsesionaba. Decidió duplicar la hazaña y volvió sobre sus pasos para aventurarse al camino inverso. ¡Otra vez lo logró! Sana y salva. Sonrió y recorrió el sendero una tercera vez para, finalmente, subir los escalones y entrar triunfante en su casa, justo a tiempo para la cena.
Desde esa noche, no volvió a esperar que nadie la acompañara ni a quedarse paralizada de miedo al borde del sendero. Podía cruzar cuantas veces necesitara ir de una casa a la otra, porque ya no temía caminar sola en la oscuridad.
Conozco bien la historia, porque esa niña era yo.
He tenido muchos otros miedos desde aquellos primeros años de la infancia. Con cada mudanza que emprendía mi familia, me llenaba de temores sobre la nueva ciudad, los nuevos compañeros de escuela, el barrio: las dificultades de dejar lo conocido y empezar de cero en otra parte.
Tuve miedo por mi integridad física, a la inestabilidad económica, a perder el trabajo, a no terminar la carrera que estudiaba. Miedo a la opinión negativa de los demás, a ser castigada por mis pecados, a que les pasara algo malo a mis padres, o a que mi novio dejara de quererme.
Todos podemos identificarnos con alguno de estos temores.
El miedo es una emoción popular y, al parecer, muy lucrativa. Muchas campañas de marketing apelan a algún miedo personal que acarreamos. Pensemos en toda la ropa de marca que compramos para maquillar nuestro temor al rechazo. Cuando tengamos el smartphone más nuevo, las vacaciones de nuestros sueños o ese auto de lujo silenciaremos la voz dentro de nuestra cabeza que dice que todavía no somos especiales o aceptadas.
Si cursamos la carrera en tal o cual universidad prestigiosa, tendremos «la mejor» educación, que nos dará acceso a los «mejores» empleos y círculos sociales: adiós miedo a no tener controlado el futuro. El consumo y la acumulación pretenden ser la mejor estrategia para el temor a la escasez. La compulsividad obsesiva por llevar una vida saludable y estar en forma es el antídoto para el temor a la enfermedad y a la muerte.
Si hay un miedo, alguien ya creó un producto para vendérnoslo. Pero no nos dicen: «no tengas miedo». Las palabras mágicas son: seguridad, satisfacción, calidad, saludable, conexión, y muchas más.
El miedo es, tal vez, la emoción humana más popular de los últimos tiempos. Y por últimos tiempos, me refiero a que existió casi desde el principio. En Génesis 3:10, después de que Adán y Eva comieron el fruto prohibido por Dios, el hombre le dijo al Creador: «Te oí caminando por el huerto, así que me escondí. Tuve miedo porque estaba desnudo» (NTV).
Hay seis emociones básicas y comunes a los seres humanos: alegría, sorpresa, ira, tristeza, asco y temor, o miedo. El miedo tiene muy mala fama. En esta época se nos incita a rechazarlo y vivir sin él.
Sin embargo, el miedo está integrado a nuestro andamiaje psicológico como si fuera una alarma. Si no tuviéramos miedo, nos expondríamos constantemente al peligro y a otros seres humanos, que se comportarían de la misma manera temeraria que nosotros.
Mi abuela decía: «El miedo no es zonzo». Esto significa que, cuando le tememos a algo, nos volvemos prudentes y pensamos qué opción nos conviene más. Es un mecanismo adaptativo que sirve para nuestra supervivencia. Se le llama «emoción pasiva» porque nos retira del peligro.
Lo cierto es que no nos gusta sentir miedo. Para muchas personas, el miedo es paralizante. Nos hace ver vulnerables y pequeñas.
Pero resulta que no sólo la psicología se interesa en gestionar el temor. La Biblia habla muchas veces de esta emoción que experimentamos todos los seres humanos. En su infinito amor, Dios sabe que el temor forma parte de nuestra condición humana; por eso, en su Palabra abundan los versículos que nos alientan a no temer, sino a confiar en Él.
Si el miedo es una emoción útil para nuestra supervivencia, ¿por qué querrá Dios que no temamos? La definición de la palabra temor dice: «Pasión del ánimo que hace huir o rehusar aquello que se considera dañoso, arriesgado o peligroso». A nuestro ánimo no le hace bien el temor.
A lo largo de su vida, el rey David muchas veces tuvo temor y necesitó la protección de Dios contra sus enemigos. Él escribió: «Alabaré al Señor en todo tiempo; a cada momento pronunciaré sus alabanzas. Solo en el Señor me jactaré; que todos los indefensos cobren ánimo… Oré al Señor, y él me respondió; me libró de todos mis temores» (Salmos 34:1-2, 4, NTV).
David alababa a Dios en todo tiempo, aun durante los momentos de miedo. David buscaba a Dios, reconocía su temor y su vulnerabilidad (humildad), ¡y Dios lo libraba de sus temores!
El Salmo 34 nos inspira: «Los que buscan su ayuda estarán radiantes de alegría; ninguna sombra de vergüenza les oscurecerá el rostro. En mi desesperación oré, y el Señor me escuchó; me salvó de todas mis dificultades» (vv. 5-6). ¿Ves el cambio cuando recurrimos a Dios en nuestro temor? «Prueben y vean que el Señor es bueno; ¡qué alegría para los que se refugian en él!» (v. 8).
¡Ni la mejor campaña publicitaria podría prometer tanto! No sirve cambiar de estrategia o de producto. Nuestra opción es buscar a Dios, hablar con Él, confiarle nuestros miedos. Cuando no lo hacemos, cuando buscamos una solución propia, momentánea, el tan repetido «hice lo que pude», los resultados acumulan sobre nuestra espalda complejos, traumas y conductas que desdibujan la persona que podríamos ser si confiáramos en Dios.
Luego el Salmo 34 continúa: «Teman al Señor, ustedes los de su pueblo santo, pues los que le temen tendrán todo lo que necesitan» (v. 9). Entonces sí hay un temor positivo: el temor al Señor.
«Vengan, hijos míos, y escúchenme, y les enseñaré a temer al Señor» es el versículo que precede a una serie de consejos para la vida y para cambiar nuestras malas conductas por buenas. El temor del Señor no nos paraliza ni anula nuestra evolución como personas; más bien, lo contrario: nos trae libertad, una vida larga y próspera.
Muchos años después de David, en la carta de Pablo a los Romanos, el apóstol compartió con sus lectores unas preguntas para confrontar, con hechos y sabiduría, todo tipo de temores. Romanos 8:31-34 pone en palabras qué preguntas hacernos para sacar a la luz todo tipo de temores negativos que en algún momento de la vida podemos enfrentar.
La respuesta llega inmediatamente, en el versículo 38: «Estoy convencido de que nada podrá jamás separarnos del amor de Dios. Ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni demonios, ni nuestros temores de hoy ni nuestras preocupaciones de mañana...» Siempre, la respuesta de Dios a nuestro temor es estar unidas a Él, quien nos cubre y nos llena de su amor, «porque su amor perfecto expulsa todo temor» (1 Juan 4:18).
Dios es nuestro refugio y nuestra fortaleza, en todo sentido. Puede que las circunstancias de la vida nos infundan distintos temores, como me sucedió y aún me sucede. Lo que no cambia es la solución a los temores, si es que nos acordamos de llevarlos a los pies de Jesús. Él siempre nos recibirá con las palabras que tantas veces les dijo a sus seguidores: «No temas, cree solamente».
¿Cómo lo gestionas?