La antítesis de la ansiedad

Foto por Philip Eager

Descubre cuál es ésta

Por Elizabeth RH

Cuando mencionamos la ansiedad pensamos en algún tipo de malestar psicológico avanzado. A veces, por el contrario, usamos la palabra con demasiada ligereza, hasta como broma. ¿Quién no conoce al meme de ese perrito tan famoso llamado Cheems al que todo le provocaba ansiedad? Es casi un ícono de la generación millennial

Desde que era niña escuchaba el término en diferentes programas de televisión, pero permanecía al otro lado de la pantalla, lejos de mi realidad.

Hasta mis veinte años entendí que la ansiedad puede estar más cerca de un cristiano de lo que se puede imaginar o aceptar. Como una hija que vivió su infancia bajo los preceptos de una iglesia evangélica, estaba acostumbrada a que todos los problemas se resuelven con una oración y que, sin importar qué, Dios responde la oración de los justos. 

Pensaba que aunque las situaciones en casa eran graves y tensas, no eran «tan» malas como aquello que los «incrédulos» vivían sin Dios. 

No fue hasta que mi hermana y yo tuvimos que dejar (casi huir de) a nuestros padres (ya separados años antes), que entendí que estuve viviendo mi infancia sobre algunas mentiras, quizás guiadas por una esperanza incorrecta.

Los primeros meses solas, mi hermana y yo enfrentamos los nuevos retos juntas, pero también de forma muy independiente. Entiendo lo que significó para mi hermana haber dejado todo para salir a la deriva. Las marcas del miedo por un futuro incierto se volvieron más claras en aquellos días. 

Jamás había visto a mi hermana padecer de crisis nerviosas, pero esos primeros meses solas, la vi sufrir de insomnio, hiperacusia o terror a los sonidos, pesadillas y períodos continuos de llanto. Su empleo le permitió «distraerse» unas horas en el exterior y mantuvo su mente ocupada, aunque no por eso menos atemorizada. 

Por mi parte, trabajando desde casa como profesora de español vía online y con buena parte del día a solas, me permitió reflexionar en toda esa infancia que yo creía «buena», «saludable» y «con futuro». Entonces entendí que no había sido tan amena, ni sana, y que ningún futuro de restauración existía entre mis padres y toda la familia. Percibí que de antemano los adultos de aquella relación siempre estuvieron dispuestos a permanecer en rencor, enojo y separación, incluso si ambos asistían a una iglesia cada domingo.

Aquel primer año a la deriva, pasé horas pensando en que no sólo mantuve mi esperanza en algo que nunca existió, sino que ahora me había quedado sin un propósito. Había vivido mi adolescencia orando y creyendo que mi «destino» era ser un puente para reconciliar los lazos rotos. 

Pasaba los días sin comer, sin saber si realmente quería continuar adelante con mi vida. Temía a los pensamientos oscuros que cruzaban por mi cabeza y sentía que mis oraciones quedaban convertidas en meros ecos. 

Me sentía inútil para ayudar a mi hermana con su propio dolor, enojada con mis padres, desamparada por la iglesia, dudosa de las promesas de Dios. Aquello por lo que Él me dijo que «orara» no se cumpliría, y ni siquiera parecía dispuesto a revelarme por qué me mantuvo concentrada en mi familia tanto tiempo, para nada.

Han pasado muchas cosas desde entonces. Varias mudanzas, muchos cambios internos y externos. Tantos bálsamos para suavizar los dolores más intensos, muchas luces en medio de abismos, muchas buenas distracciones para mantener la mente enfocada no en la tormenta sino en el arcoíris. 

Mi hermana y yo comenzamos un negocio que poco a poco hemos sostenido. Yo empecé a escribir y publicar una novela donde he derramado muchas de mis angustias y he visto a los lectores conectarse con estas. 

El Señor nos envió bellos animalitos para cuidar y sostener, los cuales nos motivaron a ver por alguien más y no sólo por nosotras mismas. También trabajamos en asociaciones que protegen animales y a niños vulnerables, retomé estudios de la Biblia con una amiga que no creía en Dios y que había caído en una terrible depresión años antes de mis propias batallas.

Pero recientemente, en medio de la ansiedad que a veces puede ser tan física como para no permitirme dormir, vinieron a mí nuevas reflexiones. ¿Qué es la esperanza? Si bien la ansiedad es una angustia ante una situación que no podemos controlar, la esperanza podría ser su antítesis. 

La esperanza es, como su etimología latina lo indica, el acto de esperar. Le pregunté a mis queridos lectores qué pensaban ellos de esta palabra y la mayoría conectó sus ideas con el escritor de la epístola a los Hebreos: «La fe es la certeza de lo que se espera». 

Sin embargo, la meditación a la que Dios quiso introducirme fue todavía más honda, pues en hebreo, idioma del Antiguo Testamento o de la Toráh, la esperanza es una soga (tikvah/mikveh) pero no cualquier tipo de soga: es la soga de varios cordones que UNE firmemente algo. 

El mismo verbo es usado en Génesis para indicar que el Señor UNIÓ las aguas para crear mares y nubes, es la misma palabra que el profeta Isaías usa para decir que el Señor UNIRÁ a su pueblo de nuevo tras el exilio en Babilonia, tan fuertemente como las aguas perfectas que él ha UNIDO y que nadie puede separar.

Entonces comprendí algo que había olvidado (o que quizás no entendí hasta ahora).

La esperanza, la verdadera que no se trata de «esperar» por algo que sucederá, la esperanza a la que me ha traído mi Creador es una esperanza que me UNE a Él tan firmemente que nada, ni nadie, ni mi angustia, ni mi temor, ni mi ansiedad por lo que no tengo, podría romper. La esperanza que Jesús nos ha dado no es algo por venir sino algo que Ya hemos obtenido. 

Cuando pensé en esto, después de varios años de muchas preguntas, me di cuenta de que mi mayor error no fue orar por mi familia, ni desear una reconciliación perfecta, sino poner mi esperanza en ese futuro. Ahora sé, incluso en los cielos grises que todavía me asedian, que puedo tener calma y pedir ayuda; pues mi vida no se trata de algo por suceder, sino de la gran unión que el Padre me permite tener con Él gracias a su Hijo. Lo pienso, lo veo junto a mí, y aun si hay tanto que no tengo ni tendré, respiro con alivio porque con Él, igual que David, ¡ya lo tengo todo! 

Puedo ver la manera como Él nos sostuvo a mi hermana y a mí aquellos días de tanto miedo. Nos cuidó como el padre terrenal que no tuvimos, y fue aún más allá de todas nuestras expectativas. Esos días nos dio su protección, como el pueblo vio la nube en el desierto y comió maná sin trabajar por ello. Estas historias quedaron como testigos de cómo ahora el Señor me afianza. Mi esperanza es Él, porque Él siempre ha estado unido a nosotros, sin apartarse ni condicionarnos.

La ansiedad, que no es una mentira ni un drama millennial, sino una realidad que puede golpear a muchos cristianos, es un rival ciertamente duro con el cual lidiar día a día. Pero no es jamás un rival suficientemente poderoso como para cortar la soga que nos mantiene unidos al que ya ha vencido incluso a la muerte misma. 

Con Él dirigiéndonos, la ansiedad se vuelve un enemigo al que podemos enfrentarnos. Cada día somos capacitados con nueva esperanza. Así el palpitar de la ansiedad se vuelve un mero cosquilleo, un susurro que ya no asusta, al que ya podemos decir «no importa lo que venga, si Jesús está conmigo, quién contra mí».

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