Morir por un amigo es fácil

Foto por Elizabeth Torres

La verdadera amistad no es el extremo dramático

Por Elizabeth RH

Todos queremos tener un amigo o una amiga sumamente especial, que nos comprenda, que antes de juzgarnos nos atienda, que esté ahí para nosotros como un apoyo firme y constante.

En el mes de la amistad, y creo que en todo el año (y toda la vida), procuramos hacernos de círculos de amigos que sean dignos de nuestra confianza y aprecio. Hace poco escuché a una persona decir que no le otorga ese título a cualquiera, como si dotar el nombre de «amigo» a otro implicara una serie de evaluaciones ya certificadas y aprobadas para hacerlo merecedor del mote.

Ahora bien, si todos buscamos amigos de verdad, la cuestión que debería poner a temblar nuestras piernas, no es en dónde conseguirlos ni cómo mantenerlos, sino más bien, invertir la dirección de la búsqueda y mirarnos en un espejo. ¿Qué hacemos nosotros para darnos el título de «amigo» o «amiga» verdaderos? ¿Acaso somos siquiera dignos? ¿Las características que decimos querer en otros para ser merecedores de este nombre, nosotros las poseemos de antemano? 

Ciertamente, la Biblia habla mucho sobre el valor de la amistad y tiene innumerables ejemplos de lo importante que es aprender a ser amigo antes que cualquier otra jerarquía o vínculo humano. A diferencia de las relaciones románticas que siempre implican un indicio de sentimentalismo o emociones catárticas, la amistad parece un acto más bien mantenido por el amor filial, es decir, por la lealtad y la moral. 

Ejemplos a seguir

Sigamos el ejemplo de Jonatán y David. Jonatán antepuso su amistad, pero ante todo, lo que fundamentaba esa amistad y era el amor equitativo, la justicia y la verdad. Defendió a David de Saúl, su padre, no sólo porque fuera su «amigo» sino que su amistad misma estaba basada en valores de la Ley y eso era más valioso que una orden monárquica o su mero interés individual.

Sin embargo, no son David y Jonatán quienes más pueden robarnos el aliento en cuanto amistad... ese papel (y todos los papeles dignos a seguir) lo tiene justamente Jesús. En una charla con sus discípulos (Juan 15) tratando de explicarles cuán importante era que se mantuvieran unidos (primero a Él como racimos de uvas a la Vid y luego entre ellos), Jesús les revela el verdadero peso tras la amistad. «Nadie tiene amor más grande que éste: Dar la vida por un amigo». Suena radical, casi suicida, como si este acto fuera único para ocasiones muy escabrosas, como literalmente ponerse delante de un amigo para recibir las balas por él en una trinchera. Pero enseguida, Jesús aclara el punto: «Este es mi mandamiento, que se amen unos a otros (como el Padre y yo los amamos)».

La verdadera amistad no es el extremo dramático, casi novelesco, de morir por un amigo. Más bien es aprender a amar al otro aunque eso implique entregar nuestra vida, nuestro orgullo, nuestra vanidad, nuestras ideas vacías, nuestros conformismos. 

¿Cómo podemos morir por un amigo?

Morir por alguien a quien amas, parece fácil, heroico, pues una vez muerto, no hay nada... ¿Pero estamos dispuestos a morir a nuestro yo egoísta, de oídos sordos, de pensamientos cerrados, de falta de interés, para poder amar a nuestros amigos (e incluso a nuestros enemigos) como Jesús les enseñó a sus discípulos y a nosotros? 

Volvamos al ejemplo de Jonatán. No sólo se jugaba su herencia y su relación con su padre, se jugaba su reputación, su comodidad y su valía como príncipe. Si se hubiera quedado muerto con la primera jabalina que su padre le lanzó al enterarse de su apoyo a David, ahí acababa todo, pero Jonatán siguió vivo por un buen rato y aunque la Biblia no nos habla de él hasta su momento final en una guerra, podemos imaginarnos el desaire, la desaprobación, las amenazas, todas las consecuencias que acarreó día a día por su decisión de amar su amistad con David más allá de su propia vida de príncipe.

¿Estamos dispuestos a ser los amigos especiales, atentos, de corazón dispuesto, que oran día y noche por necesidades importantes, que dejan sus comodidades por ir a atender las necesidades del otro? ¿Estamos dispuestos, en fin, a ser los buenos amigos que tanto queremos encontrar? Cuando más adulta me vuelvo, y me doy cuenta de que en efecto, llamar amigo o amiga a cualquiera no es tan simple, a su vez la responsabilidad de la amistad que tanto busco también crece. 

¿Estaré escuchando a mis amigas como deseo que ellas me escuchen? ¿Cuido mi lengua para no difundir los secretos que ellas me cuentan, como me gustaría que fueran discretas con los míos? ¿Me mantengo alerta por si alguno me necesita y así estar disponible para sus necesidades, antes de exigir que ellas lo estén para mí? 

Irónicamente, mis amistades más estrechas, que me han enseñado a ser amiga como Jonatán lo fue con David, ahora viven lejos y la relación es más bien a distancia, telefónica o por correo electrónico. Pero no se trata de los metros y el tiempo en conversación, sino de lo que estamos dispuestos a aportar al otro antes de esperar que ellos nos otorguen su tiempo, su amor y su valor. 

Sin duda, y gracias a Dios, puedo decir que esos amigos, aunque geográficamente lejos, están cerca de mí, de mis necesidades, de mis duelos y victorias. Y así espero estar cerca para ellos.

Sólo basta con recordar, por última vez, a David y a Jonatán. Después de la partida y huida del primero, no volvieron a verse. Su amistad, en cambio, se extendió incluso más allá de la muerte. 

El mismo amor que Jonatán le mostró a David al ser jóvenes, fue lo que éste último le demostró a Jonatán, amparando a su descendencia después de la guerra. Pues la amistad, esa que declara Jesús y que Él mismo selló con el ejemplo, es un cordón de tres dobleces que nada puede romper, ni siquiera la muerte. ¿Seremos un cordón dispuesto a estar firme, irrompible pase lo que pase, por el otro?


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