Presión de grupo:

Foto por Frida García Retana

Una mirada a la iglesia primitiva

Por Keila Ochoa Harris

¿Te ha pasado que tienes dos amigas y ella discuten? Te piden que tomes partido, pero ¿y si las dos están mal? ¿Qué tal cuando te ofrecen una sustancia ilícita y comienzan a ponerte apodos en caso de negarte? ¿Has sufrido la presión de un profesor o alguien con autoridad que te pide declarar algo contrario a tus creencias? Podríamos pensar en muchos ejemplos de lo que llamamos comúnmente «presión de grupo». 

Jeff Moore, un autor y educador, dijo: «La presión de grupo es la presión que te pones sobre ti mismo para encajar». ¿Acaso no tiene razón? Con tal de «pertenecer» podemos llegar a acceder o hacer cosas que normalmente no haríamos. 

En los comienzos del cristianismo, muchos seguidores de Jesús sufrieron persecución por causa de su fe; podríamos decir que experimentaron una fiera presión para moldearse a los estándares que el gobierno y la sociedad imponían. A diferencia de muchas de nosotras, no perderían amigos o su reputación, sino su propia vida. 

La palabra «mártir» significa testigo. Sin embargo, cuando el Imperio romano comenzó a mostrar hostilidad en contra de los cristianos, el testimonio y el sufrimiento se conjuntaron y entonces se decía que un mártir era quien moría por Cristo y un confesor era quien proclamaba a Jesús como Señor, pero no perdía la vida. 

Entre algunas de las más famosas mártires están las siguientes:  Agnes, que desde la niñez se comprometió a una vida de pureza para Dios, murió ejecutada a los trece años por no querer negar su fe. Anatolia y Victoria, hermanas, murieron por la espada durante el reino del emperador Decio. Cecilia hizo un voto de castidad, pero sus padres la comprometieron con un hombre que se bautizó el día de su boda. Cecilia llegó a reunir a cuatrocientas personas en su hogar donde se bautizaron, pero perdió la vida por mano de sus perseguidores. 

El padre de Cristina la encarceló siendo ella de tan solo doce años cuando ella se negó a ofrecer sacrificios a un dios pagano. Eulalia, también virgen, murió por causa de las llamas por no negar su fe. Justina, nacida en Padua e hija de un rey, murió por la espada. Lucy vendió sus posesiones y dio su dinero a los pobres. Murió en el reinado de Diocleciano por no querer hacer sacrificios a los ídolos. Paulina, cuando atestiguó la sanidad milagrosa de su madre, se convirtió y predicó a trescientas personas más. Ella y sus padres murieron por su fe. 

Si bien hubo más mártires en los primeros tres siglos de nuestra era, los ejemplos que aquí te presentamos son de mujeres jóvenes y solteras. Y, seguramente, como yo, te preguntas qué hubieras hecho en su lugar. ¿Habríamos soportado la presión? 

Justino Mártir, escritor que murió en el año 165, escribió una apología, es decir, una defensa del cristianismo al emperador en turno, Marco Aurelio

En su escrito mostró que los cristianos excedían las expectativas normales que el emperador ponía sobre sus ciudadanos, pero no estaban dispuestos a comprometer su fe. Aunque pagaban sus impuestos de manera voluntaria y oraban por el emperador, no orarían al emperador ni seguirían a nadie que usurpara el lugar de Cristo en sus corazones. 

La tiranía y las amenazas no tenían poder sobre ellos, debido a la esperanza que moraba en sus corazones, específicamente, la promesa de una resurrección corporal. Finalmente dijo: «Nos pueden matar, pero no hacernos daño; no pueden quitarnos la vida».

Posiblemente estas jóvenes romanas tenían experiencias de toda índole. Algunas eran esclavas, otras hijas de patricios, es decir, hombres acomodados. Como tú y como yo, probablemente acariciaron desde niñas el sueño de casarse y tener hijos. Tal vez, debido a la época, no estudiaron una carrera, o quizá se entrenaron desde pequeñas para un oficio. 

Vivían en una sociedad que exaltaba el sexo y la apariencia física, y que premiaba a los fuertes y exitosos. Entonces, un día, conocieron a Jesús y su vida cambió. El mensaje del Evangelio revolucionó sus corazones y trastornó su existencia. Encontraron que valía la pena vivir y morir por quien las había salvado de sus pecados y no dieron marcha atrás. Cuando se enfrentaron a los edictos que iban en contra de sus creencias, prefirieron morir a besar un ídolo o pretender que el César era un dios. 

Cierto que también hubo muchas jóvenes que decidieron ceder y firmar un trozo de papel en que negaban su fe. Quizá decían creer en Jesús porque sus padres lo hacían o no sintieron que su nueva fe fuera suficiente motivo para arriesgar sus sueños. Así que la pregunta real cuando nos enfrentamos a la presión de grupo, según lo que aprendemos de la historia, se resume en esta: ¿Quién es Jesús para ti? 

Si para ti Jesús no es Dios, entonces no importa si cedes ante la droga o el sexo fuera del matrimonio. Las ordenanzas de un hombre (si así ves la figura de Jesucristo) no valen tanto como para que pierdas tu posesión más valiosa: tu vida. Por otro lado, si Jesús es Dios y comprendes que es poderoso para darte vida eterna y que lo que Él hizo es mucho más de lo que mereces, tendrás el valor para decir «no». 

No a la droga. No al sexo ilícito. No a sustancias nocivas. No a sitios pornográficos. No al chisme. No al bullying. No a los chistes de doble sentido. No a la mentira. No a adorar a otros dioses. No a negar tu fe. 

Existe en Washington un monumento a los soldados sin nombre, los que se escaparon de los registros del gobierno y los anales de la historia. Seguramente existen muchos que han muerto por Jesús cuyos nombres no ocupan las páginas de un libro. ¿Construiremos un monumento para ellos? 

No es necesario. El monumento somos tú y yo. Porque ya que ellos murieron por su fe, otros más creyeron. Muchos perdieron la vida en defensa del Libro Santo, y ahora tú y yo podemos sostener una Biblia. Muchos derramaron su sangre por su Señor, pero su sacrificio implicó que otros más se preguntaran quién es Jesús y por qué tantos han dado su vida por Él. 

Tú y yo somos el resultado de miles y millones que no cedieron a la presión de grupo por una sola razón: supieron que Jesús valía mucho más que sus propias vidas. Que podamos orar como Policarpo, otro mártir: 

«Señor, Dios todopoderoso, Padre de nuestro amado y bendito Jesucristo, Hijo tuyo, por quien te hemos conocido; Dios de los ángeles, de los arcángeles, de toda criatura y de todos los justos que viven en tu presencia: te bendigo, porque en este día y en esta hora me has concedido ser contado entre el número de tus mártires, participar del cáliz de Cristo y, por el Espíritu Santo, ser destinado a la resurrección de la vida eterna en la incorruptibilidad del alma y del cuerpo. ¡Ojalá que sea yo también contado entre el número de tus santos como un sacrificio agradable!».

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