¿Eres lo que sientes?
¿Será que es mejor apagar nuestras sensaciones?
Por Sheila Hernández Huerta
¿Qué sientes? ¿Dónde lo sientes? ¿Desde cuándo lo sientes? Nos interroga el doctor durante una revisión médica para obtener un buen diagnóstico. No obstante, deberíamos hacernos las mismas preguntas día a día.
Algunos padecen «alexitimia», una inhabilidad para identificar, nombrar, y saber comunicar a otros lo que acontece en el mundo de sus sensaciones y afectos. De hecho, las personas que suelen sufrir de este mal han experimentado situaciones muy violentas, entornos fríos y espacios religiosos rígidos.
Para los que no sufrimos de ese padecimiento es importante conocer y escuchar a nuestro cuerpo. Identifiquemos las formas de regulación que Dios nos dio. Algunos expertos, como Aznárez, nos explican que ante situaciones estresantes o traumáticas callamos lo que sentimos y vivimos. A veces aplicamos la idea de: «Aquí no pasa nada. ¡La vida sigue!», en lugar de hablar de lo que nos confundió, dolió o incomodó.
¿Será que es mejor apagar nuestras sensaciones? ¿O vivir llenos de actividades, con dificultad para concentrarnos. Temerosos de experimentar nuevas experiencias saludables. Teniendo un profundo vacío y una indefensión aprendida? Aunque la respuesta correcta es «no», en la práctica todos lo hacemos.
Los expertos en enfermedades psicosomáticas refieren un alto índice de padecimientos, no a causas físicas, sino a emociones no expresadas, estrés crónico o experiencias no procesadas. Por ejemplo, después del COVID -19 se demostró un aumento en trastornos del sueño, dolores de cabeza, dolores estomacales, síntomas de ansiedad, depresión, durante y después de la pandemia.
El cuerpo nos está diciendo que algo anda mal pues tiene memoria y contiene muchísima información que necesitamos aprender a reconocer. Dios en su gran sabiduría nos proveyó de sentidos internos que hoy los neurocientíficos han descubierto que poseemos. Hablemos de ellos.
El sentido de interocepción
Se habilita cuando podemos describir lo que sienten nuestros órganos internos, como el corazón (se acelera), los intestinos (se paralizan), el pecho (se oprime), y la sangre (se calienta). Es poner palabras a lo que experimentamos como: «Me siento apretada o pesada». «Mis piernas quieren echarse a correr».
Tu sentido de propiocepción
Se habilita para darnos cuenta de qué postura tiene nuestro cuerpo, incluso con los ojos cerrados o sin vernos en el espejo. ¿Está rígido nuestro cuerpo, encorvado, tembloroso? ¿Cómo movemos las manos? ¿Cómo están nuestras facciones de la cara? Esto nos puede pasar cuando estamos frente al chico que nos gusta. Quizá nos mordemos las uñas, nos reímos sin control y nuestros ojos se mueven rápido.
Estos dos sentidos nos ayudan a anclarnos. Si identificamos cómo está nuestro cuerpo, podemos relajarlo, tranquilizarlo o enderezarlo, como si Dios nos dijera: «Estás a salvo. No te desconectes. Yo te ayudo».
Entonces ¿cómo identificamos las emociones? Hay un proceso llamado mentalización, en donde ponemos una mente al mundo del sentir, pero se da dentro de una relación. De niñas, los adultos que nos aman nos pueden ayudar. En la edad madura, algunas personas hablan con su mascota, o incluso con ChatGPT, y al leer las respuestas logran identificar sus sentimientos. Otras buscan a sus amigos o terapeutas, y muy pocos, tristemente a sus padres. Pero, en pocas palabras, necesitamos a otro para mirarnos desde afuera.
La buena noticia es que hay alguien más que nos puede ayudar y responder mejor que una mascota. Puede empatizar mejor que la inteligencia artificial y nos conoce mejor que nuestros amigos, familiares y los médicos. Lo encontraron mujeres y hombres, profetas y reyes, discípulos y salmistas. Supieron a quién acudir y encontraron alguien que alentó sus corazones y los hizo rebosar en su espíritu.
Por ejemplo, cuando el salmista se encontraba totalmente confuso, desde la profundidad de su ser, de lo más hondo clamó y expresó su frustración e impotencia. Se encontraba tan desolado que habló consigo mismo: «¿Por qué estoy desanimado? ¿Por qué está tan triste mi corazón?» (Salmo 42:5).
El corazón del salmista hablaba consigo mismo y vertía su desolación. En cierto modo, se encontraba atorado en lo que sentía, en lugar de que él le hablara a su corazón para tranquilizarlo. De repente, reaccionó e hizo lo correcto: se recordó a sí mismo quién era Dios, lo que había hecho por él y lo que haría por él en ese momento.
Como dice Tim Keller: «Debemos escuchar a nuestros corazones, pero, también debemos hablarle, desafiándolo cuando esté equivocado». Phillip Keller, un pastor de ovejas, cuenta que cuando hay una oveja abatida, es decir, profundamente desanimada, implica que está boca arriba, de espaldas, y las ovejas no pueden levantarse por sí mismas. Si se quedan así pueden morir en horas. Entonces llega el pastor y la ayuda. La toca, la endereza, la auxilia.
No somos lo que sentimos. Nuestros sentimientos están ahí para mostrar lo que sucede en nuestro interior o cómo estamos experimentado lo que nos rodea. Pero si nos sentimos abatidas y tumbadas, no sabemos ni qué sucede y necesitamos entender nuestro interior, busquemos al Pastor. Digamos al corazón que se aquiete y se acuerde de su Dios.
Quizá crecimos sin un papá que nos abrazara cuando teníamos miedo, o una mamá que nos ayudara a entender lo que estaba pasando dentro de nosotros. Esa falta duele, pesa y se arrastra en el cuerpo, en la mente y el espíritu. O tal vez sí hubo quién nos ayudará, pero ha sido una ayuda insuficiente y limitada.
No olvidemos que hay Alguien a quien le importamos profundamente y que conoce nuestro corazón mejor que nadie. Él todo lo sabe, lo escudriña y entiende. Con Él podemos quitarnos las máscaras. Nuestro pecado no lo aleja, nuestros miedos no lo limitan, nuestras inseguridades no lo asustan, por terribles que sean para nosotros. Dejemos que nos guíe el Pastor. Y digamos con el salmista:
«¿Por qué estoy desanimado?
¿Por qué está tan triste mi corazón?
¡Pondré mi esperanza en Dios!
Nuevamente lo alabaré,
¡mi Salvador y mi Dios!
Ahora estoy profundamente desalentado,
pero me acordaré de ti» (Salmo 42:5).
¿Será que es mejor apagar nuestras sensaciones?