Dominio propio: cuestión de criterio

Foto por Andrea Hernández

A un caballo desbocado, ¿qué «criterio» lo domina?

Por Ania Lias

A la mayoría de las personas nos parece que creer exige un esfuerzo. La verdad es que no es cierto. Piensa en esto: Dios te ha dado ojos, y no puedes impedir el ver; te ha dado oídos y no puedes evitar oír. De la misma manera te ha dado el poder para creer, y no puedes hacer otra cosa, sino creer. 

Mira tu corazón y verás que ahora mismo estás creyendo algo. Quizá estás creyendo que este artículo va a decirte más de lo mismo y lo dejas de leer; o por el contrario crees que tiene algo bueno y sigues adelante. Dios te ha dado la habilidad para creer y estás usando esa habilidad cada hora del día, ejerciéndola para tomarla como base de acciones instantáneas.   

Por ejemplo, digamos que nos enojamos con nuestros padres o hermanos y explotamos de ira. Decimos cosas hirientes, alzamos la voz, quizá llegamos a las manos; luego viene el dolor, la relación dañada, un día completo de sensaciones asesinas y tristeza. En fin, una espiral descendente de malestar.

Más tarde se nos pasa y lo arreglamos, o no lo arreglamos y es todavía peor. Pero lo curioso es que, aun en esos momentos de frenesí y enojo desbocado, estamos creyendo en algo. Sí: estamos creyendo que al decir ofensas hirientes ponemos parejas las cosas con la ofensa que se nos hizo; que al alzar la voz podemos intimidar al otro y prevalecer; que al llegar a las manos aprenderá la lección; pero, sobre todo, que lo que mana de nuestras emociones tiene que ser llevado a cabo. 

Estamos creyendo mal, en fin. Y lo curioso es que creer de un modo, o de otro, exige el mismo esfuerzo. Así, todas tus creencias (o criterios) para bien o para mal se transforman inconscientemente en acciones inmediatas, y esas, cada día, decididamente determinan algo. 

Dios nos dio la facultad de creer de modo continuo para que, entre otras cosas, nos funcione como brida y podamos determinar bien en nuestra vida, y no mal. ¿Has visto cómo un jinete maneja a su caballo, como con la brida lo detiene o lo azuza, los inclina a una o a otra dirección? Todo depende del jinete. 

Cuando niña monté un caballo y no sabía manejar las bridas, así que el animal salió disparado por el mangal y un gran mango me dio de pleno en la frente. Qué contarles, casi termina todo en desastre, pero por fortuna alguien vino corriendo en mi auxilio y retuvo las bridas del caballo, deteniéndolo. Así que me bajaron del lomo muy asustada y me explicaron el arte de manejar a un potro… pero no me subí más a esa montura. Eso no.

O sea, el punto es este: no nos detenemos porque sí. Somos como un caballo a galope en sus emociones, que se detiene o modifica su comportamiento por la acción de las bridas del jinete. Y esa brida es en general un pensamiento lo suficientemente sensato que creemos en medio del caos: creerlo es lo que ayuda a detenernos. 

Tal vez, en medio del enojo, ese pensamiento-brida podría ser algo sensible y cuerdo como: «Le haré daño y va a dolerme después». «Calma, debo considerar si tiene razón, si lo dice por mi bien». «No vale la pena enojarme por este tonto y perder mi buen humor para todo el día». Ah, esa es más fácil ¿verdad?   

Recuerdo otra anécdota de mi adolescencia, con un caballo. Vivía al lado de una calle paralela a las vías férreas, pero estaban como a tres metros más abajo que la calle de modo que la calle frente a mi portal era un camino ciego. Todo auto o coche con caballo debía detenerse y doblar a uno u otro lado, o encontraría el vacío y una caída tal vez fatal. 

Pues ¿qué creen? Exacto: cierto día me tocó ver la aterradora escena de un caballo desbocado que no se detuvo y cayó hacia las líneas férreas. Les aseguro que sin dudas allí terminó mi interés por lo ecuestre. Gracias a Dios, no pasó tren alguno, el cochero solo sufrió unos golpes y el caballo se llevó una cojera que sería examinada luego con más cuidado. Ah, y fue un gran susto para todos.

Pero no puedo dejar de pensar ahora qué «criterio» dominaba a ese caballo desbocado. Sufría espoleado por el miedo, una emoción tan subyugante, que no pudo ver el precipicio ante sí. Tal vez fue asustado por algo que le pareció aterrador y creyó esto: «Si huyo lo suficiente y muy rápido, estaré a salvo». 

Las emociones hacen eso: son irracionales, y como fluyen biológicamente químicas, depositar nuestro criterio de acción en ellas generalmente es basarse en el azar y el capricho; en otras palabras, es entregarle las bridas a Satanás. Piénsalo. Allí donde hay emociones descontroladas, escucharás su pérfido susurro. En la ira, te dice: «mátalo»; en las palabras adulonas: «disfrútalas»; en la necesidad ferviente: «róbalo»; en la atracción subyugante: «deléitate sin más».

Casi siempre al rastrear un pecado que arruinó la vida de alguien, encontramos cómo inicio, allí bien oculta, una emoción. Y no es que sean malas. Pueden ser hermosas y fascinantes, un regalo de Dios; solo que no son rectoras, no es su papel: ellas al final siguen de modo natural a lo que elegimos como nuestros criterios inconscientes. 

Dice la Biblia: «Porque cual es su pensamiento en su corazón, tal es él» (Proverbios 23:7). Es incalculable el poder dañino de una emoción sin las bridas correctas, azuzada por la correa engañosa de un mal criterio. Y me resulta curioso cómo aquel cochero desafortunado intentaba con todas sus fuerzas detener con las bridas a su caballo presa del terror, sin lograrlo. 

A veces esas bridas propias de las que les hablé, es decir, ese pensamiento sensato, oportuno, no logra ejercer el poder necesario para detenernos cuando el enojo u otra emoción se hace muy fuerte. Las bridas de lo sensato llegan a ser frágiles y se pueden romper: a veces funcionan, pero otras veces son como de hierbas trenzadas y el fuego de la pasión puede consumirlas. Así se desboca el caballo sin control, pura mole de músculos azuzada por las llamas. 

Entonces qué hacemos. Pues, volvemos al asunto del inicio: creer. Creer es algo automático y determina nuestras acciones instantáneas, aunque sea de modo inconsciente. Hay incluso bridas mejores que las de un pensamiento sensato, bridas de cuero y refuerzos fundadas en criterios más altos, porque no vienen solas sino con una mano fuerte, superior, si es que le hemos dado lugar como jinete en la misma montura que nosotros. 

Dios va también sobre el caballo y pone Su mano sobre las nuestras: su Presencia es dulce, es reconfortante. Decidimos creer en sus bridas, tomarlas como nuestro criterio. Esas que en el enojo susurran: «La blanda respuesta aplaca la ira» (Proverbios 15:1); o «La cordura del hombre detiene su furor, y su honra es pasar por alto la ofensa» (Proverbios 19:11); o «La ira del hombre no obra la justicia de Dios» (Santiago 1:20); o «Mejor es el que tarda en airarse que el fuerte; y el que se enseñorea de su espíritu, que el que toma una ciudad» (Proverbios 16:32), entre otros muchos. 

Existen bridas para cada emoción descontrolada en la Palabra. Hay que buscarlas, conocerlas, pero sobre todo creerlas, que se transformen en nuestro propio criterio. Porque lo cierto es que hay un poder real involucrado en incorporarlas, su efecto no regresa vacío. 

Si creemos mal, nos sale mal. Es vital entender que la incredulidad no es tanto «no-creer» sino «creer mal». Los incrédulos están realmente creyendo, pero están creyendo incorrectamente. Creen en otro testimonio, el de un mundo sin Dios, el del reino de las tinieblas. 

Y eso es lo que nos pasa a veces: no tomamos el criterio de Dios sobre una reacción en particular porque en realidad no lo creemos, o sea, no se ha convertido en nuestro criterio, no lo tenemos en cuenta porque parece impracticable... pero no es cierto. Practicado uno o dos veces, nos damos cuenta de que sus criterios funcionan: calman todo, traen vida y paz. Así, he experimentado cómo mi caballo a punto de desbocarse por el enojo es llevado a paciencia, y luego la situación se ha resuelto con tanta suavidad que he encontrado bendición y cercanía donde pudo sobrevenir un desastre. ¡Oh, sí funcionan! 

Y la verdad es que la fe no es una teoría compleja llena de conceptos; en realidad, es algo vivo que se aplica de modo instantáneo a cada alternativa diaria de la vida. La fe es una convicción de que Dios no es mentiroso, de que sus criterios funcionan para actuar. 

Abraham demostró ser un hombre que tenía bajo control el poder innato de creer, y actuar en consecuencia. Pero no sólo lo logró Abraham, sino millones de personas, y en especial una jovencita llamada María a la que se le dijo: «Dichosa tú que has creído, porque lo que el Señor te ha dicho se cumplirá» (Lucas 1:45). 

Es decir, funcionará. Esto es creer correctamente. Ya que el poder de creer no deja de estar activo ni un segundo, determinando nuestros actos, entonces, hay que forzar ese poder a tornarse a Dios, conducirlo como lo hacen las bridas lejos de consideraciones ajenas que arruinan todo porque siempre, siempre, se transforman en acción, todos los días. 

En serio, así se hace real esa cosa misteriosa que llaman «dominio propio». No nos dejemos vencer. Lo cierto es que Dios tiene un tiempo para todo, y una o varias oportunidades benditas para cada genuino deseo en la vida. ¿Quieres apacentar tu caballo, tu propia existencia, tu rumbo, de modo que disfrutes el viaje y te lleve apacible al más hermoso atardecer? No es tan difícil en realidad. Es cuestión de creer bien, de ser jinete con la brida efectiva. Es cuestión de criterio.

Ania Lias González vive en La Habana, Cuba, con su esposo y sus dos hijas adolescentes. Es bióloga, escritora, maestra y, actualmente, estudiante de Maestría en Estudios Teológicos.


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