Cómo me encontró Dios

Foto por Andrea Hernández

Mi opinión de Él era bastante negativa y si alguien me preguntaba, me declaraba atea

Por Paola del Castillo Avendaño

Esa noche no había luz en una parte del campamento, pero la luna iluminaba la vereda. Las hojas secas crujían debajo de mis botas mientras avanzaba entre los árboles por un sendero tranquilo. Sin saberlo, cada paso me acercaba a un cambio espiritual radical en mi vida. 

Un par de años atrás había vivido muchos problemas en mi casa. Tenía 15 años cuando mi mamá perdió su empleo. Era un trabajo que traía mucha estabilidad a nuestras vidas, ya que siempre laboró en bancos y las prestaciones eran muy buenas. 

Poco a poco las cosas cambiaron en nuestro hogar. Fueron tiempos difíciles porque mi papá trabajaba en un taxi y no ganaba lo mismo que mi mamá. Además, el no poder seguir con el estilo de vida al cual estábamos acostumbrados trajo muchas tensiones entre nosotros.

Yo tenía fama de ser apática con la gente. Me costaba trabajo hacer amigos porque era muy egoísta. Al ser la hija menor en mi familia, fui muy consentida, no me ponían límites y tenía cosas materiales en abundancia. Era la fórmula perfecta para creer que al tenerlo todo, no necesitaba a Dios.

Mi opinión de Él era bastante negativa y si alguien me preguntaba, me declaraba atea. Tenía un pleito tremendo con la iglesia tradicional de mi país y pensaba que había demasiadas injusticias en el mundo como para que existiera una deidad a la que le interesaran los problemas de los humanos.

Al darme cuenta de que lo que más amaba en el mundo (mi familia), y lo que más seguridad me daba (lo material), se estaban desmoronando, además de mi arrogancia, me llené de amargura y tristeza.

En la preparatoria conocí a Cynthia; ella me hablaba del amor de Dios y de su interés genuino por las personas. Me decía que los humanos nos volvimos sus enemigos debido a nuestros pecados, pero que Jesús entregó su vida en la cruz por nosotros y resucitó. Me afirmaba que en Él tenemos esperanza. Yo no quería escuchar nada de eso porque los problemas en mi casa continuaban y no creía que Dios quisiera tener algo que ver conmigo.

Cynthia y su familia eran muy diferentes a todo lo que yo conocía. A pesar de mi indiferencia con las cosas espirituales y de mis continuos esfuerzos por burlarme de su fe, ella seguía siendo amorosa, me escuchaba, me invitaba a su casa a comer y a pasar el rato juntas con nuestra amiga Andrea, quien tampoco era cristiana.

Recuerdo muy bien que mis primeras preguntas sobre la Biblia y Dios eran más bien maneras de atacar a Cynthia: «Si Dios es real, ¿por qué mi mamá se quedó sin trabajo?», «¿Por qué si Dios te ama, permite que todos en la escuela nos burlemos de ti y de tu fe?», «¿A poco Jesús murió por toooodos los pecados de todas las personas en el mundo?» y muchas más.

Pasábamos mucho tiempo juntas y a pesar de mis burlas, la amistad entre las tres creció y nos queríamos mucho. Eso hizo que mis cuestionamientos sobre Dios comenzaran a ser inspirados por un interés genuino de entender qué era lo que Cynthia tenía, que nosotras no. Ella con mucha paciencia seguía aguantando mis groserías y explicándonos a Andrea y a mí todo lo que tenía que ver con su relación con Dios.

Una noche, en mi casa, oré y le dije a Dios que si de verdad Él era real, que me ayudara a entenderlo, que yo lo pudiera comprobar de alguna manera. No pasó nada extraordinario en ese momento, pero al día siguiente sentí mucha paz, y eso era nuevo para mí.

Tenía 17 años cuando mi amiga Cynthia nos invitó a Andrea y a mí a un campamento que habían organizado en su iglesia. Nos entusiasmaba mucho la idea de ir porque sonaba a que iba a ser una experiencia muy bonita en un lugar boscoso y con jóvenes de nuestra edad.

Mi mamá seguía sin trabajo y yo estaba a punto de dejar la escuela porque no había dinero para pagar mis colegiaturas. Era claro que no podía ir al campamento, pero alguien pagó mi lugar y fuimos a Kikotén, un precioso lugar en el estado de Morelos, en México. Nos divertimos muchísimo y nos sensibilizamos al ver la Creación de Dios, al respirar el aire limpio y al estar lejos de los problemas de casa. 

Una noche después de la cena, Andrea y yo platicamos con los chicos cristianos en nuestra mesa. Fue un debate larguísimo que terminó cuando un chico nos dijo: «Es que, no hay manera de explicarlo todo. Necesitan dar un salto de fe para comprender muchas de estas cosas y experimentarlas ustedes mismas». Andrea y yo no estábamos convencidas de querer dar ese paso. 

Esa noche tuvimos una actividad en el bosque; era una caminata en la que pasábamos por varias estaciones que simbolizaban las dificultades de la vida y también los tiempos buenos. Al final del camino había una fogata que representaba nuestra llegada al cielo. Nos dieron una piedrita dorada como si fuera de oro y nos dijeron que la Biblia enseña que al final de nuestras vidas, Dios valorará sólo los tesoros eternos. 

Esto fue de profundo impacto para mí y entendí que Dios me estaba hablando. Lloré muchísimo en esa fogata, mientras los jóvenes cantaban hermosas alabanzas. Me sentí muy amada y chiquitita, delante de un Dios glorioso, misericordioso, soberano y todopoderoso. 

De manera increíble, Andrea también tuvo un encuentro con Dios esa noche, fue un momento muy especial para nosotras. Aunque los problemas siguieron en mi casa, mi perspectiva cambió, ya que ahora caminaba tomada de la mano del Creador del universo.

Esa noche en Kikotén, mi vida tuvo un parteaguas. Dios me encontró y yo a Él.


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