Cómo salí de una relación tóxica

Foto por Marin Hulme

Foto por Marin Hulme

¿Es el amor una decisión o un sentimiento?

Por Rebeca Maciel

Meses antes de entrar a la universidad un amigo de la iglesia, a quien conocía hace dos años, me declaró su amor. Sospechaba de sus sentimientos, pero yo no tenía intenciones románticas con él.

Yo llevaba poco tiempo de conocer al Señor y ya había cometido algunos errores en los asuntos del amor. Así que decidí ir con más calma. Había entendido que salir con un chico solo por ser cristiano no era suficiente; tenía que ser una relación formal, pura, centrada en Dios y con intenciones al matrimonio. ¡Anhelaba algo así!

Mi amigo sabía que yo no le correspondía, pero aún así me invitó a salir para hablar más al respecto. Cuando me explicó sus convicciones sobre el amor, quedé asombrada. Me contó que yo era la primera chica que cortejaba y que estaba seguro de que era la mujer de sus sueños. Pero como no se quería dejar llevar por el enamoramiento, oró y oró por más de un año hasta que sintió de parte de Dios hablarlo conmigo. 

Me dijo las palabras exactas que había estado reflexionando sobre cómo debe ser un noviazgo con propósito. Me ilusionó mucho saber que alguien tuviera ese interés en mí y que mostrara tanta madurez y devoción a Dios. 

Empecé a considerar la posibilidad de andar con él, pues era cierto que nos llevábamos bastante bien; solo que veía algunos inconvenientes: No me sentía enamorada ni atraída físicamente hacia él, no congeniábamos en varios pasatiempos que eran importantes para mí y además me parecía que a veces era serio y malhumorado. 

Entonces llegó a mi mente una frase que recién había aprendido: «El amor no es un sentimiento, el amor es una decisión». Me sentí muy superficial por enfocarme solo en lo físico, los defectos y lo sentimental como lo había hecho en mis pasadas relaciones fallidas. 

Siendo ingenua creí que si quería tener una relación madura y centrada en Dios, solo tenía que tomar la decisión de amarlo y no tomar en cuenta esos «pormenores». Así que, un breve tiempo después acepté ser su novia. 

En las primeras semanas de la relación, comencé a admirarlo mucho. Me maravilló el respeto con el que me trataba, sus conversaciones sobre Dios y la Biblia, y el tiempo de calidad que pasábamos juntos. Las dudas e inquietudes que tenía al principio disminuyeron. Estaba contenta.

Sin embargo, un par de meses después, su comportamiento hacia mí empezó a cambiar poco a poco. Una tarde, mientras conversábamos, lo noté serio y distante. Le pregunté si todo estaba bien y me dijo en tono apacible que estaba molesto por algo que yo había dicho, pero que ya pasaría. 

Insistí en que fuera sincero conmigo, así que me contó por qué se había ofendido. Aunque me explicó a detalle, no entendí cómo fue que mi comentario lo había lastimado. Pero aun así me disculpé.

No pasó ni una semana cuando esto volvió a suceder. Hice o dije algo que a él no le gustó y esta vez él ya no tuvo pena en mostrar su enojo. Cada vez con más frecuencia surgieron discusiones que pronto se convirtieron en peleas interminables.

No comprendía qué estaba provocando que la relación perdiera su armonía tan rápido. El chico lindo, espiritual y respetuoso había desaparecido. ¿Qué estaba haciendo tan mal como para que mi novio estallara en ira contra mí? ¿De verdad era tan insensata, desconsiderada y conformista como él decía? 

Ante sus reclamos, intenté de todo: escuchar, preguntar, analizar mis palabras, guardar silencio, explicar mis argumentos, orar, llorar, abrazar y esperar. Nada funcionaba, nada arreglaba el problema, nada lo convencía o lo calmaba. 

Me di cuenta de que la única manera de terminar con una pelea, era aceptando mi culpa y pidiendo perdón. Siempre era yo la que se había equivocado, la que tenía que cambiar o la que lo había herido. 

En varias ocasiones hablamos de terminar la relación, pero él me recordaba que como «el amor es una decisión» tendríamos que seguir a pesar de mis errores, pues él ya había hecho un compromiso con Dios de estar conmigo. Y cada vez que yo le debatía el punto, usaba la Biblia (fuera de contexto) para persuadirme y manipularme sin que yo me diera cuenta. 

Los meses pasaron y la situación empeoró. Cada día estaba más atrapada, más inmóvil, sin voz ni identidad propia. Parecía que era de su propiedad, moldeada a su antojo. Nadie más sabía lo que estaba pasando y aunque mi familia lo intuía, yo lo disimulaba muy bien. 

Llegué al punto en que ya nada me motivaba; ni Dios, ni mis amigas, ni el servicio en la iglesia o el ejercicio. Comía muy poco y seguido me quedaba dormida llorando. Bajé mucho de peso. En lo único que me pude mantener estable fue en la escuela, ya que era el único lugar en donde podía estar sin él, era el refugio donde me sentía libre. 

Una vez fuimos con un grupo de chavos a apoyar en una escuelita bíblica de verano en una comunidad lejana. Sabía que aunque fuéramos en grupo, no iba a estar exenta de su control y su enojo. Me arrepentí de haber ido desde el momento en que llegamos, pues estaba atrapada con él en un lugar desconocido. 

En el segundo día tuvimos una pelea magistral. Los demás chicos estaban cerca de nosotros, pero a él no le importó que nos vieran y escucharan. Nadie intervino. 

Los pastores de la iglesia que visitábamos ya se habían ido a su casa y nos habían dejado en un área del templo para cenar y descansar. No recuerdo que estuviera algún adulto responsable a nuestro cargo. Me sentí bastante sola y vulnerable.

Ya estaba harta de sus arranques y exploté en ira. Hubo gritos de ambos, llanto y forcejeos. Lo vi con intenciones de golpearme y me puse alerta para defenderme. De pronto, dio el puñetazo que yo había previsto y pegó en la pared, muy cerca de mí. Decidí terminar la relación en ese momento. 

Sin embargo, mi decisión empeoró todo. Él se puso todavía más agresivo y amenazó con quitarse la vida si lo dejaba. Minutos después se calmó, me rogó que no lo terminara, verbalizó por primera vez su problema con la ira y me pidió que lo perdonara. Me aseguró que ya había entendido e iba a cambiar. Yo no le creí ni quería seguir con él, pero el miedo a su reacción si insistía en terminar las cosas, me hizo acceder a su petición. 

Los días siguientes fueron terribles. Por fin estaba despertando a mi realidad pero era muy difícil de tolerar. Estaba sumergida en una relación violenta y peligrosa, y apenas me estaba dando cuenta. No tenía idea de cómo salir de ahí. Me daba vergüenza pedirle ayuda a Dios pues me había alejado de Él. 

Intenté terminar la relación una vez más, sin éxito. De verdad sentía como si no tuviera la capacidad y libertad de decidir, estaba acorralada. Entonces, tomé el valor para buscar ayuda.

Le hablé a una de mis amigas más cercanas, le confesé que no estaba bien y que necesitaba verla. 

Fue impactante escucharme hablar. Le conté todas mis historias de terror. Lloré toda la tarde. En la noche, mi amiga se quedó conmigo y seguí llorando mientras ella oraba por mí. Fue liberador.

Después les conté a mis padres, a mi hermana y a varias personas de confianza de la iglesia. El apoyo que tuve fue maravilloso. Aún no juntaba las fuerzas para terminar por completo la relación, pero poco a poco estaba recuperando el aliento. Ya podía decirle sin miedo: «No, hoy no te voy a ver y mañana tampoco, necesito tiempo para mí. No me importa si no lo entiendes y te enojas». 

Él se dio cuenta de que estaba más determinada en dejarlo, así que cambió su actitud. Se volvió el novio más paciente, respetuoso, dulce y comprensivo del mundo, como cuando recién empezamos a andar. De nada se quejaba y me trataba como princesa. Unos meses atrás, ese cambio repentino me hubiera convencido de seguir con él, pero yo ya estaba en un punto de no retorno. 

Un domingo por la tarde durante el ensayo del coro de la iglesia escuché a Dios hablarme. Me dio las fuerzas que necesitaba. Supe que saliendo de allí terminaría con él para siempre. Pasara lo que pasara, Dios iba a protegerme y a estar conmigo.

Al finalizar, subimos al auto y en el camino rumbo a mi casa se lo dije. Su reacción fue nefasta como siempre. Él venía manejando mi coche. No quería darme las llaves de mi auto y me quitó las de mi casa para que no entrara hasta que cambiara de opinión. Pero con mucha determinación y valentía, logré recuperar mis llaves y encerrarme en mi casa. 

Como en las telenovelas, me postré en mi cama a llorar desconsoladamente. Por fin pude reconocer y sentir toda una gama de emociones: coraje, tristeza, enojo, decepción, vergüenza, temor, paz, gozo, esperanza. De inmediato, puse todas mis relaciones en orden, empezando con Dios, luego mi familia y también mis amigos. 

Desafortunadamente, el tormento no terminó ahí. La ruptura sí fue definitiva, pero tomó tiempo cortar por completo la convivencia, pues ambos servíamos en la misma iglesia. Eso suscitó una serie de situaciones muy perturbadoras y dolorosas que simplemente no caben aquí. Tuvo que pasar casi un año más para poder tener un cierre definitivo y comenzar la sanidad. 

Ahora, sigo creyendo que el amor más que un sentimiento es una decisión, pero aprendí que la atracción física y el cariño aunque no lo son todo, sí importan. Es verdad que «el amor todo lo sufre» y «todo lo soporta» pero jamás se debe continuar un noviazgo con alguien que maltrata, miente, manipula, controla y menosprecia. Eso no es amor, son obras de Satanás. Nunca será la voluntad de Dios una relación de esa naturaleza. 

Por eso es importante pedir sabiduría a Dios y tener una relación íntima y genuina con Él. También es muy valioso escuchar la opinión y pedir la aprobación de mentores, familiares y amigos de confianza antes de tomar una decisión tan relevante. No hay que dejarnos llevar solo por la elocuencia y las palabras que queremos oír o los grandes gestos románticos, sino valorar por sobre todo la consistencia de una persona en sus acciones.

Por otro lado es de vital importancia rendir cuentas y buscar guía espiritual como pareja, una vez iniciada una relación. 

Es muy triste saber que hay miles de historias similares allá afuera, de mujeres (y sí, también de hombres) que hoy sufren en silencio por la intimidación y control al que están sometidos. Doy gracias a Dios porque me ayudó a levantar la voz y pedir ayuda antes de que fuera demasiado tarde.

¡Qué alivio saber que, sin importar nuestra circunstancia, podemos correr a los brazos de Dios para hallar consuelo y restauración! Dios envió a su hijo Jesucristo para sanar a los quebrantados de corazón, pregonar libertad a los cautivos, dar vista a los ciegos y a dar libertad a los oprimidos (Lucas 4:18b). 


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