Aprender a ver
Lo que Dios ve en ti
Por Keila Ochoa Harris
Vemos porque tenemos ojos, ¿cierto? Oímos porque tenemos oídos. Sin embargo, varias veces Jesús dijo: «El que tiene oídos para oír, oiga» (Mateo 13:9). En otras palabras, podemos usar nuestros sentidos y no conectarlos con nuestro entendimiento; elementos externos pueden condicionar cómo vemos o qué oímos.
Cuando te ves al espejo, ¿con qué ojos ves? ¿Cómo percibes a los demás? ¿Los calificas por la marca de su ropa o por el estilo de peinado, por el maquillaje correcto o la falta de éste, por la delgadez o el grosor de su cuerpo? ¿Rechazas o aceptas en base a lo que miras? ¿Y quién te dice qué es bello o no, agradable o no, bueno o no, aceptable o no? ¿Instagram, Tik Tok o YouTube?
Necesitamos aprender a «ver», y qué mejor que unos artistas para enseñarnos.
Ubiquémonos en Inglaterra durante la época Victoriana (1837-1901). Como su nombre lo indica, la reina Victoria gobernaba a sus súbditos y el Imperio británico se mantenía como la potencia dominante en varios lugares del mundo. Por lo tanto, la paz y la constancia permitieron el desarrollo científico, tecnológico y artístico de toda una generación.
Seguramente has escuchado de Charles Darwin, Charles Dickens, Florence Nightingale y Ada Lovelace que incursionaron en diversas áreas y produjeron cambios importantes en sus campos de acción. Sin embargo, hablemos de tres victorianos que nos enseñan sobre el arte y cómo aprender a ver mejor.
John Ruskin fue un pintor y escritor que escribió una obra llamada: Pintores Modernos. Dijo: «La cosa más grande que un alma humana puede hacer en este mundo es ver algo y luego decir lo que vio de manera sencilla. Cientos de personas pueden hablar por uno que puede pensar, pero miles pueden pensar por uno que puede ver. Ver es claramente poesía, profecía y religión; todo en uno».
En otras palabras, Ruskin creía que un artista, con una buena pintura, podía hacer que miles de personas lograran pensar. La clave estaba en que el artista aprendiera a ver. ¿Y qué debía ver? Él propuso que mirara y reprodujera la obra más hermosa de todas: la creación de Dios. Por lo tanto, defendió a los paisajistas que ya no se metían mucho en temas mitológicos e incluso bíblicos, sino que mostraban los ríos, las flores y los escenarios del diario vivir.
Entonces llegó una nueva alumna con el maestro Ruskin, Lilias Trotter. Lilias nació en una familia acomodada que permitió que tuviera la mejor educación y largos viajes de verano a Europa. En un viaje a Venecia, cuando su madre supo que en el mismo hotel se hospedaba Ruskin, lo buscó y le mostró unas acuarelas de su hija. Él quedó tan fascinado con su trabajo que la invitó a estudiar con él. Le dijo que podía convertirla en una de las mejores artistas de Inglaterra.
En esas clases probablemente le compartió su filosofía de que todo gran arte es en verdad alabanza al Creador. Seguramente Ruskin le enseñó a encontrar la belleza en los detalles de esta vida y le recordó que la belleza, a final de cuentas, conduce a la verdad.
Lilias, por su parte, amaba tanto la verdad que también participaba en campañas evangelísticas de otro grande su época, Dwight Moody. Soñaba con compartir con otros de Jesús, el más hermoso de todos. Entonces empezaron los problemas. Ruskin se quejó de que Lilias pasara tanto tiempo en sus labores cristianas que descuidara su arte. Ella, por su parte, se vio en una encrucijada. Dentro de ella luchaban dos pasiones: una por el arte, la otra por las misiones.
Finalmente, concluyó que daría su vida a las misiones y usaría el arte como un medio para conectar con Dios y ayudar a otros a encontrar a Dios. ¿Y a dónde partió? A Argelia, en el norte de África. Ruskin se sintió muy decepcionado, pero no pudo hacer más. Ella no miró atrás. Trabajó entre los musulmanes, sobre todo las mujeres y los niños. Y por las mañanas, mientras realizaba su devocional, pintaba y escribía. Entre sus amigas por correspondencia, estuvo otra famosa victoriana, Amy Carmichael, de quien hablaremos en alguna otra oportunidad.
Ruskin, por su parte, comenzó a decaer en salud y fue testigo de una nueva ola en el mundo del arte. Se abrían las puertas para el arte moderno, que entre sus premisas declaraba que el arte debía valer tan solo por su sentido estético más que por su mensaje. La fe de Ruskin también empezó a tambalear mientras las ideas de Darwin y de otros científicos cuestionaban la Biblia, la fe y la misma existencia de Dios.
Entonces acudió a un buen amigo, nuestro tercer victoriano. George MacDonald, un hombre con abundante barba blanca y apariencia patriarcal, maestro y pastor cristiano que además escribía ficción, como cuentos para niños y novelas. MacDonald, antes de dar a Dios su vida, había creído que si buscaba la religión debía renunciar a sus pensamientos más hermosos y a su amor por las cosas que Dios había hecho. Sin embargo, entendió que amar a Dios, de hecho, lo conducía a encontrar mucha más hermosura alrededor y conoció así a Dios el más bello, a la religión que ama lo bello y al cielo que es la casa de lo bello.
Para MacDonald, la belleza era el espíritu de la verdad que resplandecía a través de lo formado en el mundo. Dios era el primer artista. Por esa razón, el arte debía dar a las personas una visión de lo ideal, despertar su imaginación y animarlos a ver, amar y seguir lo bello.
Ruskin murió en 1900 a los 80 años, después de varios años de enfermedad mental, pero influyó sobre escritores como Tolstoy y G.K. Chesterton, arquitectos y artistas, e incluso cabezas de estado como Gandhi.
MacDonald murió en 1905, pero influyó en escritores como C.S. Lewis y J.R.R. Tolkien.
Lilias Trotter murió en 1928 en su amada Argelia, pero entre sus últimos proyectos estuvo dejar a sus lectores ingleses hermosas pinturas de su amada África del Norte y en el prefacio escribió: «Las páginas y escritos tienen la misma intención: hacerlos ver. Muchas cosas empiezan con solo ver este mundo nuestro».
En los últimos meses de su vida, ella estaba postrada en cama así que varios colegas se reunieron para leer la Biblia. En el cuarto había una flor de cactus y Lilias se la pasó a todos. Quería que vieran su hermoso centro. «Si bien no vimos el rostro de nuestro Señor», les dijo, «Él ahora se manifiesta en los diferentes rostros de cada flor». Y luego citó esta frase de George MacDonald: «Tu Rostro el corazón de cada flor».
Cuando te ves en el espejo, ¿con qué ojos ves? ¿Con los ojos condicionados de una sociedad consumista que no ve más allá de lo que está delante? ¿Con los ojos que el pecado ha herido porque sólo nos muestran los defectos y las imperfecciones propias y de los demás?
Aprendamos a ver el rostro de Dios en cada flor, pero también en cada persona. Mira con atención tu rostro: tus pupilas, tus pecas, tus dientes, tus labios, tus cejas, y mira en cada detalle las pinceladas del Maestro. Aprende a ver que tú eres más que un cuerpo, eres también un alma.
Lilias dijo que muchas cosas empiezan con tan solo ver. Ella vio la belleza del mundo, pero también la necesidad de los niños pobres, de las mujeres abandonadas y de los miles que no sabían de Jesús. MacDonald enseñó a otros a ver mediante la imaginación y las letras que expresaban lo bello de Dios y su mundo. Ruskin nos recuerda que podemos influir en otros si tan solo aprendemos a ver.
Si tú empiezas a ver lo bello en las arrugas alrededor de los ojos de tu mamá, en las canas plateadas de tu abuelito, en el lunar junto a los labios de tu hermana, en los hoyuelos que se forman en las mejillas de tu sobrino, en la naricita respingada de tu prima, en las cejas pobladas de tu mejor amiga, en los rizos perfectos de tu maestra, puedes enseñar a otros a ver. Y quizá encuentres la libertad de ya no obsesionarte con tu apariencia o lo que otros, que ni siquiera conoces, te dictan.
Mi oración para nosotros hoy es, en palabras mías: «El que tiene ojos para ver, vea».
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