Entre frutos y comida: ¡Salud!

Foto por Marian Ramsey

Foto por Marian Ramsey

Gozo

Por Keila Ochoa Harris

Cuando Alfonso despertó de la anestesia ya no tenía pierna. Los ojos se le llenaron de lágrimas; el dolor le sorprendió. No tenía pierna, ¡pero le dolía! No tenía pierna, ¡pero la sentía!  

—Quiero volver a Madrid.  

En el camino de regreso, Alfonso repasó los hechos. Había viajado a Argelia para fotografiar aldeas. Su curiosidad se combinó con su afición por el arte y trabajó como reportero durante varios años. Los periódicos compraron sus fotografías; las revistas le pidieron reportajes. Alfonso estaba feliz.  

Además, se encariñó con la cultura y no solo con la argelina, sino con la del continente entero. Deambuló por el norte y el sur, usó telas coloridas y bailó alrededor de las fogatas.  

Jamás imaginó que ocurriría el accidente. El chofer no lo vio pues estaba oculto entre la maleza, a la espera de que la gacela se moviera y la pudiera fotografiar. La llanta del auto aplastó su pierna sin misericordia y para colmo, no hallaron un médico en las cercanías. Lo subieron a un camión y tardó días en encontrar ayuda. Para entonces la pierna se había gangrenado. Tuvieron que amputar.  

Alfonso regresó a Madrid, triste y derrotado. Se negó a salir de casa. ¿Para qué si no podía caminar? Detestaba los parques, pues no podía correr. Detestaba las montañas, pues no podía escalar. Detestaba los estadios de fútbol, pues ya no podía jugar.  

Cierta tarde, salió de casa y los vecinos se sorprendieron. No sabían que Santiago, el amigo de infancia y juventud de Alfonso, lo había invitado a celebrar su cumpleaños en su restaurante favorito. ¡Hacía años que no se veían! 

Alfonso llegó temprano y cubrió con el mantel su desgracia. Luego se chupó los labios al repasar el menú. Se le antojaban unas tapas y unos chorizos. Probaría el gazpacho y unos postres.  

Santiago lo saludó con efusividad y se disculpó por la tardanza.  

—Empieza a ordenar —le dijo.  

Entonces Alfonso dictó su orden y el mesero se asombró ante la larga lista. Santiago, por su parte, solo pidió unas cuantas verduras y agua. Alfonso se sorprendió de que su amigo pidiera tan poco, Santiago nunca había dicho que «no» a la comida. Pero antes de que pudiera abrir la boca, Santiago le preguntó por África. 

—Esos chavales están locos. ¡Para todo bailan! Si celebran, danzan. Si se duelen, danzan. Hasta en los funerales los oyes tocando los tambores y moviendo los brazos.  

—Son alegres por naturaleza. 

¿Alegres? Alfonso supuso que tenía razón. No había comida y sin embargo, las madres africanas contoneaban las caderas al ritmo de un son interno. No había comodidades como en España, pero los hombres cantaban con sonrisas. No había juguetes de moda, pero los niños se sorprendían con las luciérnagas. 

—¿Y qué de la comida? —indagó Santiago.  

—La cocina ibérica es superior. 

Un platillo después, observó el plato de su amigo. Verduras. Santiago se estaba privando de la exquisitez de una paella valenciana. 

A punto de finalizar el almuerzo, mientras Alfonso se chupaba los dedos con el postre, una cremosa natilla, indagó por la austeridad de su acompañante. Santiago se encogió de hombros.  

—Estoy enfermo —susurró y le contó sobre el padecimiento que lo privaba de azúcares y grasas de muchos alimentos que en el pasado lo habían llevado al paraíso—. Pero no me quejo. Ya no puedo degustar las carnes, pero puedo olerlas. No puedo probar los postres, pero puedo alegrarme cuando otros los saborean.  

Alfonso se sonrojó. ¡Qué desconsiderado había sido! 

—Por cierto, Alfonso, lamento lo de tu pierna.  

La noticia había estado en los periódicos. Entonces, de la nada, se acordó de un funeral en Ghana al que había asistido dos días antes del accidente. Las lágrimas se habían mezclado con la música y el dolor bailó al compás del tambor.  

—Yo también, pero aún queda mucho por hacer. Los doctores me han hablado de las maravillas de la medicina moderna. Creo que me animaré a una prótesis. 

Y sonrió al pensar en volver a esas tierras de sol y risas, a pesar de la pobreza y sencillez. Había dejado su corazón entre aquella gente y tal vez aún lo recuperaría.  

Elevó su vaso y dijo: —Brindo por el gozo que podemos experimentar en medio de cualquier circunstancia, por encima del cúscus o las tapas, los africanos o los españoles, la salud o la enfermedad, un cuerpo completo o un cuerpo sin una pierna, comida para probar o solo para mirar.  

Santiago sonrió y se unió a él: —¡Salud!


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