Entre frutos y comida: Caldo de pollo y hamburguesas

Foto por Marian Ramsey

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Paz

Por Keila Ochoa Harris

—En unos meses todo cambiará —se dijo Marisol. 

Trabajaba en un lugar de comida rápida donde trapeaba los pisos, vaciaba los botes de basura y ¡lavaba los baños!  

Su madre le había advertido: —Si ya no quieres estudiar, entonces ponte a trabajar.  

Eso quería Marisol: dinero, mucho dinero. Dinero para comprarse ropa de marca y zapatos de calidad. Dinero para ir a pasear con sus amigas y comer en restaurantes finos. Dinero para viajar a la playa en verano y a las montañas en invierno.  

—En unos meses todo cambiará —se repitió. 

Pero siguió friendo carne. Debía usar un gorro especial, pero aún así, se sentía sucia todo el tiempo. El olor se impregnaba en su ropa. De hecho, comenzó a odiar las hamburguesas que antes había amado.  

La piel de sus manos ya estaba cuarteada, pero recibía un cheque cada quincena y con eso se había comprado un nuevo teléfono celular. Mientras sus amigas se preocupaban por exámenes y maestros, ella ahorraba para la nueva temporada otoño-invierno.  

—En unos meses todo cambiará —suspiró.  

Detrás de la caja, lucía su mejor sonrisa. Quizá conocería a un muchacho apuesto que se enamoraría de ella perdidamente y le propondría matrimonio. Él sería el heredero de algún millonario y Marisol no volvería a trabajar. Pero sus sueños no se cumplieron. Al contrario, tuvo que lidiar con señoras histéricas, niños malcriados, adolescentes burlones y gente indecisa. 

Tristemente, notó los cambios en su persona. Había subido de peso. Le daban media hora para comer y por no querer cocinar y llevar un almuerzo casero, comía hamburguesas y papas a la francesa. Sus caderas se iban ensanchando y su estómago se abultaba, pero no se alarmó. En unos meses entraría al gimnasio y asunto arreglado.  

—En unos meses todo cambiará —insistió. 

La gerencia resultó ser su peor pesadilla. No solo debía responder por sus propios errores, sino por los de cinco chicos más. Además, debía lidiar con la impuntualidad e inasistencia. En ocasiones, dos o tres faltaban repentinamente por excusas poco creíbles y eso se volvía un circo. 

Marisol debía verificar entradas y salidas, y comprobar que en la caja estuviera el dinero que la computadora registraba. Se topó con inconsistencias que debía pagar de su bolsillo y ¡no podía ir al gimnasio debido a sus horarios! Le estaba regalando el dinero a ese lugar para hacer pesas. ¡¿Por qué pagó por adelantado?!  

—En unos días todo cambiará —le dijo su madre. 

Marisol había regresado del trabajo con un terrible resfriado. Rodeada por una manta, tiritaba en la cocina mientras su madre cocinaba algo en la estufa. Por lo menos no comería hamburguesas. 

Entonces su madre se acercó con un platón en el que hervía caldo de pollo. Marisol arrugó la nariz. El caldo de pollo le recordaba su infancia, pero cuando aspiró el aroma, su corazón se contrajo. La nostalgia la invadió y reprimió las lágrimas. El caldo le supo a hogar.  

Mientras sorbía cada cucharada, miraba las paredes de la cocina, con sus cuadros bordados a mano. Contempló las sillitas que su padre había construido y evocó las noches en que cenaban todos juntos, riendo y comentando las noticias del día. A eso le llamaba paz, aquella que hacía mucho no experimentaba.   

En eso, su madre estropeó el momento. Le entregó dos sobres blancos, uno con la factura de la ropa que debía, el otro con más deudas. Marisol comprendió, por primera vez, que se había metido en un laberinto sin salida, uno más caliente que el aceite hirviendo y más grasoso que las papas a la francesa. Ganaba más, pero ahorraba menos; trabajaba más, pero disfrutaba menos. Ya nada en su vida se asemejaba a un buen caldo de pollo, sino a una hamburguesa fría y plástica.  

—No puedo más, mamá. 

—Lo sé.  

—Quiero volver a la escuela. 

—Lo sé. 

—Todo esto pasará —suspiró Marisol con emoción, pues volvería a empezar con una nueva actitud, mayor madurez y mucha paz.  


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