La depresión es un valle
En el Renacimiento se le decía melancolía
Por Elizabeth RH
¿Qué forma tiene la tristeza? ¿La visualizas con un color o apariencia, incluso un aroma en específico? ¿Y qué de su «mala amiga», partícipe de otro estado emocional más complejo cuyo nombre nos habla no sólo de «sensación» sino de forma, estado y condición?
El nombre de este trastorno emocional es el mismo concepto que se le da a un espacio geográfico hendido o sumido, generalmente de una profundidad relevante. ¿Puedes adivinar de cuál concepto emocional hablo?
La depresión (por si no lo habías adivinado) es una palabra que escuchamos casi todo el tiempo, no porque se haya descubierto recientemente, sino más bien porque hasta el día de hoy no se había acrecentado a niveles preocupantes. Los médicos prevén que para el 2030 esta enfermedad será la principal causa de discapacidad en el mundo.
En los años previos al Renacimiento, la depresión tenía otro nombre: melancolía. El griego Hipócrates fue quien la bautizó en el año 450 a.C. Para este doctor, la melancolía es una sustancia oscura segregada desde la bilis, órgano que en aquellos días era esencial para entender el estado de ánimo (mente y alma) de un individuo.
La melancolía evolucionó entonces de un color a un estado de movimiento, pues depresión significa literalmente «tirar o echar hacia abajo». La depresión, a diferencia de la tristeza, sí tiene forma.
Quisiera aclarar que esto no es un ensayo sobre la depresión. Tampoco busca explicar los síntomas. Personalmente, nunca he sido diagnosticada como una persona depresiva, pero he acompañado a amigos cercanos que sí recibieron un diagnóstico médico donde la depresión era el factor principal de su deterioro o fungía como síntoma de una enfermedad todavía más grave como la bipolaridad o el trastorno del límite.
Conozco, por así decirlo, a la depresión desde cerca, pero también desde dentro, pues, sin diagnóstico, estoy segura de que he llevado a cuestas depresión en mi vida y he sido testigo de sus efectos, de sus ataques, algunos tan duros que uno preferiría sólo haber sido testigo presencial y no experimental.
En la fe cristiana hablar de depresión todavía es tabú. Al igual que la ansiedad, que es la angustia por el futuro, se nos dice que la persona que ha depositado su fe en Dios no debería tener angustia por el pasado o el presente. Se nos dice que un «hijo de Dios» está siempre gozoso, espiritualmente fuerte, con el ánimo en alto y que nada jamás podría destruir la paz que el Señor nos da.
Sin embargo, la paz, el gozo y el espíritu fuerte no se hacen manifiestos sino en un momento de angustia. Decir que un cristiano está dotado de todos estos atributos sólo porque sí, no tiene sentido. ¿Por qué Jesús querría darnos una paz como ninguna otra si siempre vivimos en la completa alegría?
En mis días de crisis silenciosa, que iniciaron hace cinco años, me di cuenta de que vencer el miedo no se trata de huir o negar su presencia, sino asimilarlo y enfrentarlo. Enfrentar, por supuesto, tampoco significa pararse de pecho, con el estandarte de la fe siempre enhiesto, y con la seguridad de David combatir al gigante.
Hablando del niño que se convirtió en rey, es justo de él de quien aprendí cuál es la forma que puede tener la tristeza (y no la tristeza que nos conmueve al ver una película, sino la dura melancolía, la depresión que te hunde y te ahoga).
En el Salmo 23, David elogia al Señor con una de las metáforas más interesantes de toda la Biblia: un pastor. David mismo, como un pastor retirado, vio en su Señor la figura de protección y amor que él un día fungió. Cualquiera pensaría que David estaba lleno de gozo y ánimo, en su cómodo palacio, cuando salieron a la luz los primeros versos de este salmo. La realidad es todo lo contrario.
El David que escribió posiblemente el Salmo 23 estaba oculto en cuevas, mendigando pan entre los pueblos a los que protegía a cambio de sustento, rehuyendo del mal clima, las bestias, los compinches de Saúl y de sus propios miedos. David incluso tuvo que fingir demencia para no ser capturado y asesinado por gente que no confiaba en que él sería el futuro rey.
Este David desolado fue quien escribió que Yahveh no sólo es un Dios poderoso, omnisciente y omnipresente... sino un Pastor. ¿Cómo pudo David reconocerlo como tal? ¿Sólo porque él había cuidado de ovejas y sabía de metáforas? El verso que me dio la respuesta yace en medio de este salmo tan popular.
«Aunque ande en valle de sombra y de muerte, no temeré mal alguno... Porque tu vara y tu cayado me infundirán aliento».
David tuvo que cruzar literalmente valles. Hoy en día, un valle es una depresión (¡sí, una depresión geográfica!) hecha por agua y erosión que después se llena de vegetación y fauna. Los paisajes más bellos generalmente están compuestos por valles.
Sin embargo, en la antigüedad, un valle podía significar el peligro más aterrador para un viajero, solo o en caravana. Rodeado de montañas, incluso un ejército temía entrar en un valle, pues la huida sería difícil y las posibilidades de ser sitiados por el enemigo se hacían mayores.
Como pastor de ovejas, David sabía cuán peligroso era un valle, pero como un forajido, por completo dejado a su suerte para cualquier peligro, un valle podría ser el último lugar que pisaran sus pies.
A veces la depresión se siente como un valle de sombra y de muerte. Se siente como si estuvieras caminando solo, en medio de un pasaje donde el sol ya no da su luz, los ruidos extraños se intensifican y los pensamientos negativos te carcomen. En la depresión, la muerte no proviene de peligros externos, sino de tus propios sentimientos, tus culpas, tu angustia.
Las amigas con depresión y trastornos psiquiátricos me han dicho que aferrarse a Dios en medio de episodios críticos ha sido esencial para no dejarse hundir.
Ninguna niega que la depresión es real ni que las crisis de ansiedad forman parte de las vivencias más angustiosas, ni que la ayuda psicológica es necesaria y que la medicación puede ser trascendental para superar por completo cada enfermedad. Pero sus testimonios confirman lo mismo que David grabó en este salmo. «Tu vara y tu cayado me infundirán aliento».
Tal vez tú ahora estás pasando por valles. Hay días cuando están más iluminados y no parecen tan malos. Incluso podemos ver en ellos los paisajes que la vida sin duda tiene para dar. Pero hay otros días donde las nubes y los montes vuelven a ocultar el sol; y pasar en medio de la sombra se hace inevitable.
En momentos así, me sujeto a la mano del Pastor y recuerdo que ningún valle es eterno. Por más oscuro que me parezca ahora, este valle también quedará atrás y tarde o temprano volveré a estar camino arriba, desde la cima para ver el panorama de todo lo que el Señor me ha permitido avanzar.
Con el tiempo, he aprendido a ser un poco más audaz, previniéndome de la llegada de esos valles o sus sombras, los susurros entre las montañas de mis pensamientos negativos, el recuerdo del pasado que a veces es la causa de que mi presente duela tanto.
Ahora soy más capaz de prever mis pasos y no ceder tan pronto al valle si hay otros caminos disponibles. Pero cuando no hay opción o cuando la melancolía me atrapa sin que pueda evitarlo, puedo acordarme del hombre forajido, triste y abandonado que escribió sus mejores versos de esperanza justamente en la depresión literal, emocional y espiritual.
El Pastor nunca se va de nuestro lado, camina en el valle con nosotros, para darnos aliento sin descanso, para llevarnos a los pastos verdes de nuevo y enseñarnos que el reposo sólo se comprende después de haber experimentado un largo camino de sombras.
La paz, entonces, también tiene forma… Su mano en tu espalda, su vara suave quitando la maleza de tus pasos, su cayado alentando tu alma. No desistas, sigue caminando, el valle terminará, por más largo que sea. Pero el Pastor jamás te dejará en el camino. Siempre está contigo, por eso, con Él, nada te falta.
En el Renacimiento se le decía melancolía