Una decisión vital

Foto por Abraham Macip

Foto por Abraham Macip

Recreando la historia bíblica

Por Elizabeth Meson

Alzó los ojos; tenía la cara hinchada y los ojos rojos de tanto llorar. Trató de reconocer algo familiar, pero solo veía montañas y un camino desconocido en el desierto. No podía creer lo repentino del ataque ni cómo habían sucedido los hechos. Solo sabía que se alejaba de su ciudad, su casa y su familia. El horror de su experiencia lo sumió en el dolor.

 Caminó durante días con los soldados extranjeros hasta una gran ciudad. Casi no le importaba si lo mataban; hasta lo deseó. Aun así, una pequeña luz lo mantenía con esperanza, pero no sabía por qué. No lo habían tratado mal en el camino. Uno que otro soldado le había preguntado cómo estaba, y eso lo había consolado un poco. Pero todavía extrañaba a su familia. 

Cuando llegaron a la ciudad, los dividieron por edad.  

—Tú. —Lo señaló un guardia—. ¿Cómo te llamas? 

—Daniel, señor. 

—En este país tu nombre será Beltsasar. Debes aprender nuestra lengua, nuestras costumbres y estudiar en nuestras escuelas. Tenemos planes para ti y para los otros jóvenes que vinieron contigo.  

Giró el rostro y vio a unos jóvenes; de pronto, exclamó sorprendido. 

—¿Misael? ¿Azarías? ¿Son ustedes? ¡No puedo creerlo! 

—Daniel, no sabía que estabas aquí; vinimos ayer, ¿qué pasará con nosotros? —decía Misael al abrazar a su amigo. 

—Qué afortunados somos, muchachos. ¡Estamos juntos! —replicó Daniel. 

—¡Mira, Ananías también está aquí! —interrumpió Azarías. 

Daniel estaba agradecido a Dios en medio de tanta incertidumbre y entendía que Dios no lo había abandonado.  

Esa noche Daniel, sus amigos y otros jóvenes fueron llevados a una casa grande donde vivirían por tres años hasta completar el entrenamiento para convertirse en sirvientes del palacio real. Los guardias eran muy severos y los amenazaron con castigarlos si se rebelaban o desobedecían órdenes. 

Daniel no podía dormir. Qué difícil iba a ser aprender un nuevo idioma, nuevas costumbres y adaptarse a un lugar como este. Todo era tan extraño y todavía no podía entender la inmensidad de lo que le había sucedido. Estaba deprimido porque le habían arrancado brutalmente su futuro y se encontraba muy desorientado. 

Apagó la luz y se acostó. Comenzó a orar y a clamar a Dios para que le ayudara a calmarse. De pronto, se acordó de lo que le habían enseñado: que Dios era fiel, que Dios sabía todo y que podía contar con la ayuda de Él si se mantenía fiel a su palabra. Esta era la luz de esperanza que ahora entendía. 

Decidió en ese momento confiar en Dios y resolvió honrarle en todo lo que hacía. No veía las horas de compartir esto con sus amigos y darles ánimo. 

Cuando despertó, se preparó y fue al comedor. Ya se encontraban allí Misael, Ananías y Azarías.  

—Coman —les ordenó el jefe de los oficiales. 

Daniel echó un vistazo a la comida y casi se descompuso. ¡No estaban acostumbrados a esa clase de comida! 

—Señor oficial —le dijo en voz baja, casi con miedo—. Por favor, no nos obligue a contaminarnos con su comida. 

—Escucha, muchacho, si te permito eso y el rey los ve demacrados y más flacos, va a pedir mi cabeza. ¡No puedo arriesgarme! —Luego sin darle más importancia al asunto, se fue, pero no sin antes asignarles un guardia para atenderlos. 

—¡Dios, ayúdame! Tengo miedo de morir por desobedecer al rey, pero prefiero eso que apartarme de ti. 

Daniel estaba decidido a obedecer a Dios. ¡Qué diferencia del día anterior! ¡Qué fuerzas y ánimo le había dado poner su confianza en Dios y unirse a sus amigos en esta travesía! 

—Tengo una propuesta, señor guardia –—le dijo con más confianza que la que sentía—. Permítanos hacer una prueba. Durante diez días comeremos solo verduras y beberemos solo agua. Cuando pase ese tiempo compare nuestro semblante con el de los otros jóvenes y proceda como bien le parezca. 

—Está bien —aceptó el guardia no muy convencido—. Probemos por diez días. 

Y así llegaron Daniel y sus amigos a ser los más sanos e inteligentes de todos los jóvenes. Daniel jamás se hubiera imaginado este resultado, pero sabía que Dios lo ayudaba a serle fiel y a confiar en Él, en esta nueva realidad.


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