Dios nos guardó
El piso nos movía a todos, incluso las pesadas camas de madera de roble
Por Florencia J. Juárez
Era la primera vez que íbamos de vacaciones a Mendoza, Argentina. Junto con mi familia estábamos muy entusiasmados por visitar esta provincia, la cual está a tantos kilómetros de casa. Visitaríamos tres grandes ciudades. Nuestra última parada sería en Malargüe.
Cuando llegamos a esa localidad, nos hospedamos en un complejo con cabañas de distintos colores. La nuestra era de color naranja. Cada día era más emocionante que el anterior. Nunca habíamos visto tanta belleza.
Estábamos admirados por la creación de Dios: inmensas montañas, el cerro Aconcagua, los lagos y represas, la nieve matutina en los picos de la Cordillera de los Andes, así como los viñedos. La última noche antes de regresar a nuestro hogar en Buenos Aires, nos llevamos una última sorpresa.
Luego de cenar y ver un rato la televisión, nos fuimos a descansar. Con mi hermana menor dormíamos en nuestro propio cuarto, al lado de la habitación de nuestros padres. Esa madrugada, cuando abrí los ojos, noté que mi hermana estaba con su celular. Fue extraño que nos despertáramos casi en forma simultánea, a una hora tan inusual. Pasaron unos minutos. Yo observaba los barrotes de la cama superior.
Como dormíamos en camas cuchetas (literas), veíamos caer los flecos de las frazadas encima nuestro. En ese momento me llamaron la atención porque empezaron a moverse solos. Iban de un lado al otro, cada vez con mayor frecuencia. Asustada, miré a mi hermana nuevamente. Ella tenía casi toda su cara tapada con la sábana. Me dijo con su voz temblando: —¡Flor…!
Ella también veía cómo se movían los flecos de la frazada en su cama.
—¡Ay no, ay no!— nos decíamos una a la otra. Asegurábamos que la casa estaba embrujada. En ese momento, mi mamá salió de su habitación. Prendió la luz y nos preguntó si sentíamos lo que estaba pasando. Una botella plástica se cayó de la heladera. Me levanté rápido pero no podía mantener la estabilidad. Corrí debajo del marco de la puerta.
El piso nos movía a todos, incluso las pesadas camas de madera de roble. Duró unos momentos y todo se calmó. Mi papá nos aseguraba que los movimientos sísmicos eran normales en la locación donde nos encontrábamos (por lo menos así se lo había dicho mi tío que ya había visitado esta provincia).
Lo cierto es que no entendíamos muy bien qué había sucedido. Vimos a los vecinos de las otras cabañas que habían salido y hablaban asustados en plena oscuridad. Por el momento todo era incertidumbre.
A la mañana siguiente recibimos una llamada de mi abuela: —¿Están bien? Estoy viendo en el noticiero que anoche hubo un terremoto y un tsunami en Chile.
En seguida encendimos el televisor para ver las noticias. Era cierto. Nosotros estábamos hospedados a pocos kilómetros del incidente.
Cuando salíamos de la ciudad, pudimos ver las piedras caídas en la ruta, producto del sismo. Tomamos conciencia de la situación que habíamos vivido y cómo Dios nos guardó. Entendimos una vez más que nuestras vidas dependen de Él, en los momentos tranquilos y en los agitados. Pudimos dar gracias y volver a casa a salvo.
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